Normal, como yo, con una vida más o menos definida, con el mismo paisaje todos los días por la ventana, las mismas personas, casi los mismos problemas.

«Ahorita en la actualidad que vivimos hay gente que no conoce el mar», me dice don Jorge mientras yo sigo pensándome como una persona normal. «¿Se imagina, no conocer el mar? ¿Habrá infortunio más grande que unos ojos que nunca han visto el mar?», insiste. Cada uno seguimos en paralelo nuestros pensamientos, yo mi vida normal, él yéndose de este lugar con esas olas imaginarias. «Yo he estado en la orilla del mar, donde el agua nos llega, el agua del mar en la puerta de mi casa y eso es muy bonito».

Nos quedamos en silencio, empieza a bajar la luz del sol, el cielo pasa del azul al rosa, anaranjado, rojo intenso típico de los atardeceres del centro de México. Una parvada de unas mil aves sobrevuelan nuestra cabeza. Volteo al cielo, los miro. Estas parvadas son el recuerdo de mi infancia, me regresan a un lugar de certezas, de que todo estará bien. Yo crecí en esta ciudad y volví, treinta años después, por la pandemia Se lo comento a don Jorge: «A mi me gustan mucho los atardeceres de aquí de Irapuato, sus parvadas». A don Jorge no le hace gracia mi comentario, a él no le gustan los atardeceres rojizos, ni las parvadas de aves.

Le recuerdan que tiene un año bajo este cielo.

Que no puede moverse.

***

Cuando llegó la pandemia y el circo África tenía una semana de instalarse, los cirqueros y feriantes pensaron que todo sería cosa de unas semanas. Lo pensamos todos en la ciudad, en el país, en el mundo. Lo pensamos con entusiasmo de hacer una pausa en este mundo de horror y que volveríamos con nuevos bríos, siendo mejores personas.

Pero pasaron los primeros días en calma.

Cuando llegó la pandemia y el circo África tenía una semana de instalarse, los cirqueros y feriantes pensaron que todo sería cosa de unas semanas. Lo pensamos todos en la ciudad, en el país, en el mundo

Pasaron los días y las semanas y se acabaron los ahorros y la paciencia. Los cirqueros y feriantes salieron a las rancherías aledañas a vender las golosinas del circo: palomitas, algodones de azúcar, manzanas caramelizadas. Al inicio les iba bien, pero al poco tiempo se saturó el mercado o se acabó el dinero y dejaron de comprarles. Don Jorge se ofrecía como mecánico, soldador, carpintero y así fue consiguiendo algunos pesos. «Sé hacer muchas cosas porque me gusta oír a la gente y aprender, porque me gusta vivir. No soy una persona que diga ‘eso ya lo sé’, si creemos que sabemos todo se acaba nuestra vida».

Pasaron los días y las semanas y los meses y el gobierno de la ciudad que les había permitido conectarse a la electricidad todo el día, se las cortó y les permitió solo a partir de las 7 de la noche. Eso significó no tener pila en sus teléfonos, refrigerador, parrilla para cocinar. Y, sin luz, emocionalmente quedaron en el limbo. Entonces la familia de Jorge decidió volver a Torreón y él se quedó solo aprendiendo a vivir con esta incertidumbre. «He sido muy vulnerable, la crisis se prolongó mucho, mucho, mucho, mucho tiempo. Me volví loco, se me vino el mundo encima».

Don Jorge empezó sintiéndose mal físicamente, tenía dolor de cabeza, de espalda, insomnio. Y cansancio, mucho cansancio. «Yo ya quería correr, ya quería aventarme de un puente. Quería ya, quería buscar la salida más cómoda. Salto de un puente, me quito la vida y ya. Yo, al menos yo, ya no sufrí».

–Don Jorge, usted fue trapecista y mientras lo escuchaba con la intención de saltar de un puente, imaginé el vértigo de estar arriba de un trapecio y no saber qué va a pasar si cae.

–Fíjense que cuando uno está en el trapecio eso no le pasa por la mente. Los artistas queremos ser los mejores del mundo. Y queremos que la gente nos aplauda. Recibir un aplauso es algo que no toda la gente del mundo tiene idea de qué se siente.

–¿Y qué se siente?

–Es algo maravilloso, es algo bonito, bonito, bonito.. es una explosión de gusto, de sentirse halagado, de que a la gente le está gustando lo que uno está haciendo. ¿Sabe usted lo que se siente hacer feliz a las demás personas?

Sí, a veces lo he sentido, pienso mientras don Jorgue sigue hablando. A veces las personas de quienes he escrito se sienten contentas con mi trabajo, con ver su historia ahí, nombrada, ocupando un lugar más allá de sus propios cuerpos. Sabiendo que, de alguna forma, su historia importa.

–Creo que no todos lo saben en la vida, lo que se siente hacer feliz a alguien, y nosotros los del circo sí. Esa es una fortuna. Por eso ese pensamiento que usted dice del vértigo, de aventarse y no saber qué va a pasar, no, no pasa. No pasa. ¿Y sabe por qué? Porque quiero ser el mejor. Yo no tengo en la mente estar pensando ¿y si me caigo? No, jamás. Estoy arriba, arriba del trapecio y …

–… Y desde ahí solo existe una posibilidad: volar–, completo la frase de don Jorge. Y, aunque no nos vemos las bocas detrás del cubrebocas, ambos sabemos que sonreímos.

Sonreímos en medio detrás de los cubrebocas, en medio de las casas rodantes vacías, del silencio del estacionamiento. Sonreímos en medio de una pandemia.

***

Don Jorge me pide que piense en los artistas, acróbatas, que no han podido entrenar, en sus músculos y sus huesos deteriorados por la falta de movimiento. Me habla del artista que hace el espectáculo de «el globo de la muerte», esa esfera metálica que recorre a bordo de su motocicleta, dando piruetas. El chico le ha dicho a don Jorge que tiene miedo de volver a empezar. ¿Quién no tiene miedo de volver a empezar? Aunque nuestro cuerpo está marcado de experiencias, aunque guarda memoria de lo que no somos conscientes, el miedo a volver a empezar quizá se enfrenta no solo al salto al vacío de nuevo, sino a la incertidumbre de cuántas veces más tendremos que volver a empezar. Y eso, con el tiempo, puede ser agotador. Saber que no hay un lugar al que llegar, una orilla donde posarse y rendirse y no tener que luchar.

Don Jorge también tiene miedo de volver a empezar. Tiene un año sin anunciar una función. Le pregunto si ensaya, me dice que no, que no le da la mente para eso. Le pido a don Jorge que me deje escuchar la presentación que hace del circo, cerrar los ojos y escuchar su voz e imaginarme bajo la carpa oscura, con luces, con la emoción de lo que vendrá después del redoble de tambores. Yo también quisiera irme un poco de este encierro, a donde la voz de Jorge me pueda llevar. Pero así como los músculos del motociclista están atrofiados, la voz de don Jorge también lo está.

-Don Jorge me gustaría escucharlo presentar el circo.

–No.

-¿Por qué?

–Porque me daría mucha tristeza no poder y me quedaría muy mal. O sea, si yo ahorita lo intento y no puedo, usted se va y para usted no pasará nada. Pero yo y mi depresión nos iremos hasta el suelo. Por eso no quiero ni intentarlo. Ya ve que hay una canción que dice ‘yo tenía un chorro de voz, solo me queda un chisguete’. Así me pasa por la cabeza. Ojalá me equivoque, ojalá y viendo ya el circo armado, mi autoestima se suba hasta las nubes y, por si sola, mi voz salga emocionada solo de ver el circo.

Ese es el sueño más recurrente de don Jorge en esta pandemia: que un día abrirá los ojos y la carpa del circo estará montada y entonces su voz va a salir, solita, sin necesidad de ensayos.

«Ojalá no me equivoque», dice.

Ojalá no.

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