POR JORGE MONTELEONE
Aquellos lectores que en 1948 abrieron el ejemplar de Valparaíso de La miseria del hombre, de Gonzalo Rojas, o los que se demoren ahora en el primer poema de Íntegra –principio y retorno–, sus obras completas, hallarán de inmediato extrañeza y verdad.[i] Ese poema inicial, escrito en 1940, se llama «El sol y la muerte» (19-20). El sujeto habla de una ceguera o de ojos vacíos frente al sol, «quemados para siempre», y reconoce en su propia humanidad, que debe avenirse al tiempo mortal y al ansia del cuerpo viviente –que, mientras vive, muerde «en los pechos y los labios las formas de la muerte»–, el límite para dar lugar al rayo y al fuego que lo atraviesan. El sujeto ha perdido el fundamento del ser en el mundo pero se sabe doble: es doble. Y también se sitúa, como todo hombre moderno, en una duplicidad: la encrucijada temporal entre lo transitorio y lo eterno. Pero esa otra lengua que habla en su lengua –lengua materna y lengua infinitamente otra– lo ha partido y también lo ha parido en dos:

«Me parieron dos vientres distintos, fui arrojado / al mundo por dos madres, y en dos fui concebido, / y fue doble el misterio, pero uno solo el fruto / de aquel monstruoso parto. // Hay dos lenguas adentro de mi boca, / hay dos cabezas dentro de mi cráneo: / dos hombres en mi cuerpo sin cesar se devoran, / dos esqueletos luchan por ser una columna» (19).

 

Alteridad y agonía en la palabra dicha se manifiestan como ritmo, es decir, como alternancia y compás en una lengua tartamuda que nombra siempre el otro lado que los ojos ciegos no pueden integrar como un Todo, un absoluto –«Mi lengua tartamuda / que nombra la mitad de mis visiones / bajo la lucidez / de mi propia tortura, como el ciego que llora / contra un sol implacable» (19-20)–, en ese ritmo, respirado y tartajeante, en el que el español se hace progresivamente síncopa, asma, ahogo, resuello y, de súbito, destello. En esa fulguración, la tartamudez se torna cántico reencontrado en el rythmus. Así habla el sol por la boca del ciego encadenado por el tiempo que estalla en lengua torrencial, porque la poesía es su lengua: «Abro mis labios, y deposito en la atmósfera un torrente de sol, / como un suicida que pone su semilla en el aire / cuando hace estallar sus sesos en el resplandor del laberinto» («La poesía es mi lengua», 23).

El primer poema de La miseria del hombre (Valparaíso, 1948) tiene una fuerte marca programática, y fue Hilda May la que advirtió que ese poema que encabeza la obra «responde a la intención de hacer patente esta herida desde la que va a decir el mundo: no soy uno, soy dos, pero además soy uno».[ii] Esta dualidad con la cual se abre la poesía de Rojas no responde sólo a su imaginario particular sino que también forma parte de un aspecto que lo excede y expande. Coincide con un rasgo del sujeto imaginario de la poesía hispanoamericana que comienza a escribirse alrededor de los años cuarenta pero se integra a una honda tradición, de la cual la poesía de Gonzalo Rojas –especialmente en sus dos primeros libros, La miseria del hombre y Contra la muerte (1964)– es uno de los ejemplos más cabales: una lógica poética de la alteridad que manifiesta, a su vez, un fenómeno iniciado en Occidente en el siglo xix y que consistía en una doble vacancia, la pérdida de la individuación y la pérdida del fundamento divino para el sujeto y su palabra. Ambos aspectos habían hallado tanto en la filosofía como en la poesía de Friedrich Nietzsche su máximo despliegue, pero tuvieron su larga descendencia en Occidente y su precisa aparición en la poesía. O, mejor dicho, la poesía misma permitió percibir con agudeza los alcances de esa mutación.

 

EL ARTISTA DIONISÍACO

Antes de El nacimiento de la tragedia (1871), Nietzsche había iniciado su perspectiva de lo dionisíaco como un filólogo que polemizaba con la filología clásica en varios escritos. En esos primeros escritos lo dionisíaco se insinuaba como un impulso extático que se formaba en la danza, la exteriorización del instinto y la Naturaleza en estado de emoción. Ese impulso encarnado provocaba la restauración o la reconciliación del vínculo entre la humanidad y la naturaleza, que se consideraba perdido o eclipsado por la racionalidad instrumental. Tal rasgo, manifiesto en un sujeto que ve arrasado su principio de individuación para dar lugar a la embriaguez, que trastorna todos los sentidos y produce una expansión ayoica, retorna a una experiencia originaria, en el sentido de arcaica. No se trata, como sugirió Gutiérrez Girardot en su análisis del vínculo de Nietzsche con la filología griega, de un antirracionalismo, sino más bien del símbolo de formas alternativas del pensamiento.

La sustancia de ese instinto primordial es la música, negación del principium individuationis. La música pasa por la embriaguez pero también se trata de un lenguaje y, en consecuencia, la conciliación con la naturaleza contempla las manifestaciones de la lengua como instinto por excelencia. Nietzsche llama dionisíaca a su doctrina estética. «Para el filólogo, el estudio del lenguaje bajo la perspectiva de la música constituye la métrica», escribe Gutiérrez Girardot.[iii] También se trata, entonces, de una teoría del ritmo. Así, en El nacimiento de la tragedia, Nietzsche describe al artista dionisíaco como aquel que «se ha identificado plenamente con el Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado de sí mismo […]. Ya en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella contradicción y aquel dolor primordiales con el placer primordial propio de la apariencia. El “yo” del lírico resuena, pues, desde el abismo del ser: su “subjetividad”, en el sentido de los estéticos modernos, es pura imaginación».[iv]

Nietzsche –que en el prólogo retrospectivo de 1886 se lamenta: «Lo que entonces tenía que decir no me atreví a decirlo como poeta»– halla en el ritmo poético una evidencia de esta mutación y puede convalidar desde allí la escisión del sujeto unitario que se desdobla en su apariencia, es decir, en un sujeto vaciado de sí que es, también, otro. Este momento de la modernidad halla en la poesía su piedra de toque. Mientras Nietzsche publica en 1871 El nacimiento de la tragedia, Arthur Rimbaud escribe las llamadas «cartas del vidente» a Georges Izambard y Paul Démeny, en las cuales se cifra esa misma escisión en su célebre fórmula «je est un autre» [Yo es otro]: «Es falso decir: yo pienso: sería mejor decir: se me piensa. –Perdón por el juego de palabras–. Yo es otro».[v] Este momento forma parte de una vasta tradición moderna, en la cual Nietzsche, que nunca se alejó de la poesía, obra como un pivote; y que también tuvo, en el descubrimiento freudiano, sus derivaciones. Corresponde a aquello que Jürgen Habermas caracterizó, en El discurso filosófico de la modernidad, como una crítica de la razón instrumental que somete la naturaleza a su dominio para alcanzar la productividad y la riqueza, y establece una alienación del sujeto respecto de la naturaleza misma.[vi]

Ese aspecto, que nacía con lo dionisíaco en el Nietzsche temprano y que indagaba lo otro de la razón, situaba en lo arcaico menos una exaltación del pasado que una futuridad de lo originario. En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche modela una primera imagen del eterno retorno de lo mismo (ewige Wiederkehr des Gleichen). Habla de un pórtico de dos caras al que concurren dos caminos enfrentados, uno que va hacia atrás y otro que va hacia adelante, pero cada uno de ellos «dura una eternidad». Sobre ese pórtico está escrita la palabra Instante: «“¡Mira este instante!”, dice Zaratustra. A partir del pórtico llamado Instante corre hacia atrás una calle sin fin: detrás de nosotros yace una eternidad. ¿Acaso no tendrá que haber recorrido alguna vez esta calle todo cuanto puede correr? ¿Acaso no tendrá que haber ocurrido ya alguna vez cada una de las cosas que pueden ocurrir?».[vii] La temporalidad implícita en ese modelo habla de un eterno retorno como una continuidad que abjura de la idea perfectible del progreso y exalta en su lugar la irrupción de un instante único, de un éxtasis que hunde al sujeto mismo en un tiempo y un espacio alternos, alternativos, y desata lo imprevisible, lo inaudito, lo que irrumpe como un relámpago en lo oscuro: amor, poema, redención.

A ese éxtasis lo llamaba Rimbaud «el desarreglo razonado de todos los sentidos». Nietzsche fue contemporáneo de Rimbaud y de Mallarmé, y como señala Habermas:

«La razón centrada en el sujeto queda ahora confrontada con lo absolutamente otro de la razón. Y como contrainstancia de la razón Nietzsche apela a las experiencias de autodesenmascaramiento, transportadas a lo arcaico, de una subjetividad decentrada, liberada de todas las limitaciones del conocimiento y la actividad racional con arreglo a fines, de todos los imperativos de lo útil y de la moral. La vía para escapar de la modernidad ha de consistir en “rasgar el principio de individuación”».[viii]