POR JORDI COSTA
«El haz de luz que surge del proyector puede convertirse en un rayo de Dios, pero también en un rayo del diablo», expone el padre Miguel en un aula llena de alumnos adolescentes en una de las escenas de El sacerdote (1978) de Eloy de la Iglesia. A continuación, el personaje alude a aquellos turistas del tabú que, por aquel entonces —la acción de la cinta se sitúa en 1966, año del vergonzante referéndum franquista—, se dirigían a Perpiñán para poder contemplar aquellas películas que, rompiendo límites de representación, no habían podido sortear la censura española. La alusión a un rayo divino y a un rayo diabólico lidiando por el dominio de un haz de luz cinematográfica hace que, más allá de la esquemática descripción de un moralismo tortuoso e hipócrita, se escuche un eco venido de más lejos.

En 1947, el cineasta y pionero teórico del cine Jean Epstein publicaba El cine del diablo, un ensayo en el que seguía ahondando en la tarea que se encomendó a sí mismo tras escribir el excepcional Buenos días, cine (1921): escribir una filosofía del medio, labor que en la década de los años veinte, que fue aquella en la que el cine adquirió su autoconciencia artística, aún estaba toda por hacer. En El cine del diablo, el pensamiento de Epstein se abismaba en aquellas sutilezas reflexivas que, en su anterior La inteligencia de una máquina (1946), le habían llevado a flirtear con algunos conceptos manejados por la mecánica cuántica al abordar el cine como instrumento capaz de cuestionar la unidireccionalidad del tiempo y plantear, a través del uso de la imagen acelerada, la imagen ralentizada y la proyección a la inversa, las posibilidades de distintos tiempos no humanos. El discurso de Epstein asociaba la idea de Dios a lo permanente y la del diablo a lo mudable, en un juego de contrarios que sintetizaría de esta manera en las primeras páginas de su libro, tan conciso como intrincado:

Los fantasmas de la pantalla tienen quizá otra cosa para enseñarnos que sus fábulas de risas y lágrimas: una nueva concepción del universo y nuevos misterios en el alma. A veces bueno, a veces malo, Dios es la fuerza de lo que ha sido, el peso de lo adquirido, la voluntad conservadora de un pasado que pretende perdurar. A veces malo, a veces bueno, el diablo personifica la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variancia de un universo en continua transformación, la atracción de un porvenir diferente y destructor tanto del pasado como del presente (Epstein, 2014, 2).

 

Efectuando un salto bastante temerario, aunque, sin embargo, productivo, podría afirmarse que el padre Miguel estaba formulando su teoría del rayo divino y del rayo diabólico en el seno de una película que, sin lugar a dudas, se adscribía claramente bajo esa segunda área de influencia, toda vez que su creador, Eloy de la Iglesia, era, en más de un sentido, un cineasta del cambio y del cuestionamiento de todo dogma. Comunista, homosexual, toxicómano y maldito, el cineasta, suma de disidencias en una sola identidad, logró ser, al mismo tiempo, un creador de evidente calado popular y una presencia incómoda, tanto para las viejas instancias de poder como para los nuevos agentes de un proceso democrático incapaz de conciliar los rigores de la militancia política con las facetas más indomesticables de una intimidad entendida como campo de batalla y territorio de insumisión. A través de un cine de vocación claramente popular, pero de transparente sustrato intelectual —en cierto sentido, no sería descabellado definirle como nuestro Pasolini de cines de barrio—, Eloy de la Iglesia liberó el inconsciente colectivo señalando los daños colaterales de una política represiva tan largamente sostenida que acabó atrofiando los mecanismos colectivos para articular deseos y utopías. Subestimado por amarillista por parte de la crítica ortodoxa, el cine de Eloy de la Iglesia se erige en estimulante objeto de estudio por su capacidad para fusionar un imaginario transgresor y un sustrato poético e ideológico que en ocasiones flirtearía con lo inasumible —lo sadeano atraviesa el discurso de Juegos de amor prohibido (1975)— bajo unos códigos regidos por la vocación de seducir al gran público.

Resulta tentador pensar que, de alguna manera, Eloy de la Iglesia se proyectó sobre la compleja figura de Néstor, el personaje interpretado por Eusebio Poncela, en La semana del asesino (1972). Néstor es un joven burgués, aspirante a cineasta, que observa con unos prismáticos el entorno chabolista que rodea su atalaya, situada en un bloque de lujosas viviendas. Su mirada pasa de los muchachos que juegan al fútbol en un descampado al cuerpo sudoroso de Marcos (Vicente Parra), el solitario trabajador en una empresa de alimentación que vive en una casa aislada junto a las chabolas. En el curso de un relato que no enfatiza su condición de comedia negra, intentando trasladar sus claves hacia una cierta ambigüedad poética alejada de la funcionalidad puramente cómica, Marcos se convertirá en una suerte de asesino en serie casual, asesinando sucesivamente a un taxista, a su novia, a su hermano, a la prometida de éste, al padre de la misma y a la propietaria de un bar cercano, en una idea que, por ejemplo, podría haber abordado un historietista como Martí Riera tras una tarde de inmersión en las páginas de El Caso. Marcos y Néstor se irán conociendo a través de encuentros casuales, mientras el segundo saca a pasear a su perro de noche, un contexto que invita a pensar en la aleatoriedad relacional de esas tierras de nadie que son las zonas de cruising. Porque lo que se va haciendo evidente a los ojos del espectador —y también se debió de hacer evidente a los censores que pusieron todos los dispositivos a su alcance para bloquear esa dirección del discurso— es que lo que lleva a Néstor hacia Marcos es el puro deseo, así como esa atracción, liberadora y libidinal, por lo crudo y desamparado que, asimismo, experimentaron Pasolini, Genet o el propio Juan Goytisolo, que, en su memorialístico Coto vedado (1985), sintetizaba así ese poder de imantación:

El frenesí por los barrios bajos que me acuciaría durante años resultaba incomprensible y aun chocante a la mayoría de mis amigos. […] Pero este acomodo provisional y egoísta a una realidad vivida por otros como opresiva e injusta, originado en parte por mi inagotable curiosidad a lo diferente, inasimilable y ajeno —una curiosidad testimonial a la vez literaria y política— incluye sin embargo otros elementos de autenticidad personal más allá del encanallamiento o pintoresquismo supuestos. […] El ámbito urbano en el que calaba, su fantasmagoría creadora avivaban mi percepción de las cosas, me abrían a nuevas y arborescentes parcelas de realidad (Goytisolo, 1985, 202-203).

 

En una escena de La semana del asesino, Néstor convence a Marcos de que le acompañe a tomar algo a una terraza cercana. Ahí, mientras beben una horchata, Néstor elabora una reflexión en la que podría esbozarse una cierta declaración de principios por parte del cineasta:

Estoy pensando que somos dos tipos raros. Es evidente. Yo debería estar, como tú decías, con gente de mi edad, bailando en una discoteca, pasando el verano en Torremolinos y corriendo por las autopistas a 140 por hora. Y tú deberías estar casado, con una mujer que empieza a ponerse llenita, con un par de críos, pendiente de pagar la letra de la lavadora y con la ilusión de que algún día podrás comprar un 600. […] Tengo un amigo con mucha barba y gafas muy gruesas que diría que tú y yo somos dos desclasados.

 

Siempre es peligroso proponer trasvases entre ficción y realidad, aunque ambas funcionen como vasos comunicantes, pero esa hermandad en el desclasamiento que propone el personaje de Néstor proyecta una tentadora luz sobre la futura relación entre el cineasta y el actor José Luis Manzano, un talento natural que pasó de una situación de exclusión social a la condición de actor fetiche en películas como Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983), El pico 2 (1984) y La estanquera de Vallecas (1987). El deslumbramiento de Néstor ante el primario, enigmático Marcos —que, en esa misma escena, manifiesta sentirse como recién despertado de un sueño (pesadillesco), después de que la banda de sonido haya sincronizado el sorbido de la horchata a través de una pajita con los motores de un avión—, parece prefigurar la tortuosa relación entre el director infectado de malditismo y esa joven promesa que acabaría convirtiéndose en precoz cadáver, historia de arrebatado amour fou que Eduardo Fuembuena reconstruyó y novelizó minuciosamente en su libro Lejos de aquí, aparecido en una primera versión publicada por UNO editorial en 2017 y aún pendiente de publicación en su versión definitiva. En el desenlace de La semana del asesino, Néstor invita a Marcos a su señorial piso, desde donde le confiesa que ha podido husmear con sus prismáticos a través de la claraboya de su casa. Temiendo que su amigo haya presenciado sus crímenes, Marcos intenta degollarle con un vaso roto, pero desiste del intento y abandona el lugar. En una escena que, al parecer, no llegó a formar parte de ninguno de los montajes internacionales de la película, pero que el sello Video Mercury rescató para el apartado de extras de la edición especial en Blu-ray de la película, Néstor, en la soledad de su piso, acariciaba los afilados cristales y rememoraba la noche en la que ambos habían disfrutado de una lúdica velada en una piscina pública, sólo que las imágenes no se corresponden exactamente a un flashback, sino a una revisión del pasado reescrita por el deseo en la que los dos cuerpos se unen en una coreografía lúbrica sin posible parangón en el cine del tardofranquismo.