Unas palabras que podrían encontrar su rima existencial en las que soltaban Ana Belén en La criatura o Eusebio Poncela en La semana del asesino. Es decir, una nueva reivindicación de lo libidinal frente a lo político. O, mejor, una directa forma de afirmar que lo personal es político, aunque la política personal de un maldito vocacional como Eloy de la Iglesia no tenga otro posible destino que la autodestrucción o la dolorosa supervivencia. Al final de la película, los dos amantes encontraban la muerte tras ser acribillados por fuego etarra o benemérito —el cineasta abría así un margen de ambigüedad para subrayar que ese deseo era igualmente transgresor para ambos frentes ideológicos—. Antes del sangriento desenlace, una excéntrica escena erótica intentaba explotar todo el potencial fetichista del tricornio, adelantándose a la transgresora condensación de significado que propondría el posterior proyecto de El pico, cuyo título aludía doblemente a la dosis de heroína y al sombrero negro del cuerpo de la Guardia Civil. La temperatura de la escena encontraba una violenta fractura cuando, en pleno goce culpable, Patxi recordaba la detención de su hermana:

¿Cómo es posible que, en una circunstancia como esta, mientras tus amigos están dando de hostias a mi hermana en vuestros calabozos, yo haya tenido los cojones de follar contigo…? […] Acabo de follar con un torturador… Mírale… ¿Es guapo, verdad?… Un tío realmente bueno… Y ya ves: en vez de seguir de chapero, se le ha ocurrido meterse en esto… Ya va siendo hora de que a estos hijos de puta les llamemos por su nombre, aunque antes haya que haberles dado por el culo… (citado por Costa, 2018, 286).

La génesis del proyecto de Galopa y corta el viento tuvo lugar a principios de los ochenta, la década en la que un cineasta como Pedro Almodóvar pasaba del ámbito del cine amateur a la hipervisibilidad de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) rompiendo varios tabúes de representación por el camino y abriendo una de las carreras más ambiciosas y estimulantes del primer gran relevo generacional del cine español de la democracia. También fue ése el momento en que el cineasta Iván Zulueta ya había cruzado al otro lado del espejo de la mano de Arrebato (1979), película que se abismaba en ese mito del cine como instrumento vampírico que hundía sus raíces en la memoria del expresionismo alemán. Eloy De la Iglesia, Iván Zulueta y Pedro Almodóvar encarnaron formas muy diversas de confrontación frente a la memoria de un cine español que, sin duda, no les representaba, pero quizá lo relevante aquí sea subrayar el hecho de que el más veterano de todos ellos fue precisamente quien no pudo materializar su proyecto más extremo. El cineasta aludía directamente en la entrevista a la oposición de la izquierda abertzale, pero es inevitable pensar que, por aquel entonces, el cine de la democracia ya había desarrollado sus propios mecanismos para poner toda disidencia marcadamente desestabilizadora en dique seco. También es prudente matizar toda afirmación maximalista, porque, si bien no pudo rodar Galopa y corta el viento, Eloy de la Iglesia no fue ni mucho menos un director silenciado en los años ochenta, década en la que alcanzaría algunos de los más resonantes éxitos comerciales de su carrera ejerciendo de infiltrado neopasoliniano en las filas de un cine quinqui que, en otras manos, caía en la mirada condescendiente del paternalista social afín al turismo de extrarradio. La década de los ochenta sería, en definitiva, la de ese díptico de El pico y El pico 2 que le convertiría en rey de las taquillas, mientras la prensa sensacionalista se hacía eco de la degradada forma de vida a la que le habían llevado sus adicciones. El cineasta, desaparecido en combate a lo largo de la década de los noventa, aún tuvo oportunidad de protagonizar una efímera resurrección con el cambio de milenio, que le permitió estrenar una versión televisiva del Calígula (2001) de Camus, así como Los novios búlgaros (2003), su testamento cinematográfico, un proyecto alentado por Fernando Guillén Cuervo que adaptaba la novela homónima de Eduardo Mendicutti.

Volviendo a Epstein: «La mayor parte de las islas de la nueva realidad son difícilmente accesibles. Sólo penetran allí —todavía por ruptura— físicos muy hábiles, psiquiatras muy audaces. Solamente el campo cinematográfico entreabre su puerta al gran público» (Epstein, 2015, 126). También en este sentido el cine de Eloy de la Iglesia fue el cine del diablo para nuestra Transición: su gran capacidad comunicativa y su vocación popular lograron inocular el virus de la transgresión en las plateas democráticas.

 

BIBLIOGRAFÍA

· AA.VV (1996). Conocer a Eloy de la Iglesia. San Sebastián: Filmoteca Vasca/Festival Internacional de Cine de Donostia-San Sebastián.

· Costa, J. (2018). Cómo acabar con la contracultura. Madrid: Taurus.

· Epstein, J. (2005). El cine del diablo. Buenos Aires: Cactus.

· Goytisolo, J. (1985). Coto vedado. Barcelona: Seix Barral.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]