POR ALICIA FENIEUX

Temores activados

Los escritores suelen sentir que las ideas que desarrollan en sus obras no son propias, que solo cruzan por su mente como si otros se las hubiesen dictado. Es un sentimiento ampliamente compartido. El escritor chileno Hernán Rivera habla de «el duende que me escribe las novelas»; Isabel Allende en sus entrevistas menciona a sus «fantasmas». En mi experiencia como autora de relatos distópicos lo que se cuela en mi conciencia es la sensación colectiva de un mundo cercano al colapso, un sentir que se nutre de infinidad de datos e imágenes alarmantes, contingencias, cambios tan urgentes como postergados, en fin, de evidencias difíciles de rebatir. A veces creo que atribuir a una conciencia (o inconciencia) colectiva el origen de los cuentos no es más que un síntoma del síndrome del impostor, o incapacidad de reconocer los propios logros, algo también muy común entre los escritores. Pero si lo vuelvo a pensar me convenzo de que los artistas somos en general más sensibles que el resto a las energías del entorno. Y los distópicos en particular, para colmo, no podemos negar o minimiza la gravedad del asunto y sumarnos a la actitud de la mayoría que a mi entender se resume en «qué le vamos a hacer… mejor disfrutar de lo que aún queda antes de que la catástrofe y la alienación total ya no sean una visión de futuro, sino una realidad». Distopía pura.

Con la percepción en alerta y la ventaja de poder darle forma a los miedos subyacentes, los escritores distópicos mantenemos los temores activados.

Si nos extendemos en este punto, los distópicos siempre han reflejado los temores de su tiempo. Solo un par de ejemplos: Aldous Huxley (Un mundo feliz) y George Orwell (1984) describieron sociedades subyugadas por tiranías cuando Europa vivía entre guerras y se extendía la amenaza del totalitarismo. Con la carrera espacial surgieron las distopías sobre viajes infinitos, navegantes extraviados en el espacio o naves con inteligencia perversa (2001: Odisea del espacio). Hoy nos atemoriza una posible debacle total y la recreamos en cientos de historias apocalípticas.

Mis distopías han puesto el foco en los conflictos existenciales que traerá el futuro. Tratan sobre personas comunes y corrientes desconectadas de lo esencial: de la naturaleza, de los demás y de sí mismos. Desconexión total en la era de la hiperconexión. Imagino, por ejemplo, a «empatizadores» profesionales a los que pagaremos para ser escuchados o bien, sistemas aislantes individuales que al menor roce producirán descargas eléctricas de rechazo. En ese futuro el contacto verdadero con otro será una ilusión óptica, existiremos solo en el metaverso. Es obvio que estos miedos existían en mí cuando comencé a escribir distopías pero me inquietaban de un modo indefinido, como esas heridas leves –aunque contantes y molestas– de las cuales se tiene poca noción. La voz interior (eco de un sentir general, creo) se abrió camino en esbozos de historias y la escritura les dio estructura, un formato y contenido. No sabía entonces que esa recreación desencantada del futuro se llamaba distopía; busqué la palabra en el diccionario cuando la escuché por primera vez después de publicar mi primer libro. La toma de conciencia de lo que yo supongo está por venir –sigo suponiendo– afloró en un caudal de relatos que fluyó por años hasta que pareció agotarse o me cansé de ellos.

Imaginar lo verosímil

Las ideas o sensaciones que logro sintonizar solo son una inspiración. Una historia se construye con trabajo artesanal casi siempre obsesivo y un sinfín de revisiones («un libro no se acaba, se entrega», dice Hernán Rivera). En la ciencia ficción ese trabajo es aún más exigente ya que debemos crear mundos que no existen. Hay un permanente ejercicio de la imaginación. En este punto la distopia impone otra exigencia: los relatos distópicos deben ser posibles en el tiempo. Es necesario alejarse de lo fantástico para mostrar, en una proyección verosímil, aquello que puede ser realidad en el futuro. Nuestras ficciones se alimentan necesariamente en hechos del presente, en especial en situaciones que ya se están gestando o desarrollando en el terreno de las ciencias, en los ámbitos sociales o en el medio ambiente. Eso exige un pie a tierra, husmear por aquí y por allá y profundizar en aquello que nos llamó la atención. Como dijo Vargas Llosa en alguno de sus artículos: «se investiga para poder mentir». O, diría yo, para extrapolar al futuro un hallazgo con densidad literaria. Por ejemplo, si la manipulación genética de embriones es ya un hecho de la ciencia, ¿por qué no imaginar que en pocos años más podremos «diseñar» a nuestros hijos? En cuanto a la clonación de personas (no me cabe duda de que está en curso), ¿serán humanos de segunda clase o, por el contrario, los haremos «mejorados»? ¿Los reproduciremos a todos iguales, en serie, como si fueran insumos? Y ni hablar de los problemas de identidad que enfrentarán los pobres clones… Esa sí es una fuente inagotable de cuentos. En distopía el futuro es probable, cercano y sin duda, feroz. Y para los escritores, una veta riquísima a explorar. Hay veces que la imaginación se dispara y llegamos a fantasear con plantas que mutan a monstruos y terminan devorando al jardinero. Entonces dejo que la fantasía haga su trabajo y después voy podándola hasta que el disparate se transforma en algo creíble. De hecho, escribí ese relato y se llama «Spoiled».

«No dejéis que os digan que no hay monstruos… El mundo místico depende de vosotros y de vuestra tolerancia a lo absurdo». Nick Cave, compositor australiano. Sin embargo, dados los tiempos, las imágenes que dan origen a un cuento caen en frente de uno como fruta madura a cada momento. Basta con ver a los adolescentes de hoy escribiendo en sus teléfonos celulares con ambos pulgares para inferir que en el futuro seremos ambidiestros con el pulgar o que, al menos, estos se habrán extendido hasta alcanzar el largo del dedo índice.

Lo estético es otra faceta interesante en este género. Es necesario crear escenarios para un mundo distópico y ese esfuerzo, como si fuera levadura, va creciendo sobre sí mismo. Diría incluso que podría pasearme por uno de esos lugares sin sorprenderme mucho. Así, a estas alturas, me he provisto de una imaginería futurista muy útil para el desarrollo de una historia. He visualizado condominios gigantescos protegidos por escudos antirradiación o por domos geodésicos y en el espacio, centenares de drones, vehículos y todo tipo de satélites destellando como pequeños soles. Cada paso que demos quedará registrado en sistemas inteligentes a través de extensiones en nuestros cuerpos (muñequeras de comunicación, lentes interactivos, implantes para mejorar el rendimiento, sensores y chips de identificación insertados en la piel) los cuales también podrían usarse para inducir el sueño, estados de satisfacción, suspender el período menstrual o quitar el hambre. La ropa será fantástica: cambiará de color, de textura, incluso de grosor, según nuestro estado de ánimo o las amenazas del entorno. Es posible que podamos implantarnos recuerdos o una memoria histórica o una eutanasia que se activará cuando lo estimemos oportuno. Seguramente viajaremos sin salir de una cabina de conexión virtual. La naturaleza tal cual la conocemos hoy habrá desaparecido y solo la veremos en parques en calidad de turistas; los drones de polinización reemplazarán a las abejas y a los pájaros. El «agua de tierra» será un bien suntuario ya que solo se consumirá agua de mar desalinizada. Físicamente también cambiaremos. Ya lo han dicho quienes estudian estas materias: tendremos cabezas más grandes, cuerpos disminuidos, pies pequeños, ojos inquietos. Ya no sufriremos con las muelas del juicio (habrán disminuido al punto de casi desaparecer) y es posible que los dedos meñiques de ambos pies se achiquen hasta convertirse en apéndices inservibles. Los aparatos reproductivos, cada vez más en desuso, también perderán tamaño e importancia. Es probable que nos tornemos verdosos porque evitaremos el sol. No iremos pareciendo cada vez más a las representaciones actuales de los extraterrestres.

Los escenarios del futuro darán cuenta de las maravillas de la ingeniería, la informática, la medicina, las comunicaciones y otras ciencias. Sin embargo, si rasguñamos esa fachada, encontraremos la tragedia de haber perdido la conexión esencial con los otros, con la naturaleza y con nuestra propia humanidad. Ese es, a mi juicio, el gran tema de las distopías de nuestros tiempos.

George Orwell. autor de 1984, novela en que especula con la influencia de las transformaciones tecnológicas en las sociedades futuras. Fuente: wiki-commons

Ejercicio terapéutico

Me ha resultado divertido incursionar en estos temas, los personajes me hacen reír. La distopía tiene mucho de humor negro, incluso podría calificarse de sátira. Las tramas casi siempre plantean situaciones límites que derivan fácilmente en el patetismo. Podemos imaginar los extremos a los que llegaría un fóbico social en medio de una multitud o a una anciana que se niega a envejecer. Y ambos, en un futuro que les ofrecerá una infinidad de recursos. La ciencia ficción es por lo general un espejo distorsionado del ser humano cuya esencia, ya lo sabemos, no cambia. Podemos tomar distancia, ver cómo actuamos, reconocernos y reírnos de nosotros mismos. Desde esa perspectiva todo se amplifica y se torna cómico, remecedor, ridículo, pavoroso o espléndido. En fin, lo observado adquiere mayor riqueza dramática sin perder la cercanía. Y los escritores, además de contemplar el espectáculo, podemos mostrarles a otros esa imagen deformada pero reconocible de lo que somos.

Por otra parte, he ido descubriendo que la distopía ejerce en mí cierto efecto aliviador frente a la indiferencia humana o al daño ambiental. Resulta paradójico que al sumergirnos por medio de la escritura en el desastre que causamos se alivie de algún modo el dolor de la pérdida. De verdad evito ver imágenes del Amazonas en llamas o enterarme de la desaparición de especies por falta de alimento, así como también, hago la vista gorda frente al sinsentido de la guerra, la corrupción de los poderosos y otras miserias humanas. Me producen desosiego. Pero al desmenuzar la tragedia y transformarla en una creación literaria, esta transmuta en algo maleable. Así como una palabra pierde sentido cuando la repetimos muchas veces, al remirar y recrear la realidad pareciera que aquello que nos duele se atenúa. (En la física cuántica el simple hecho de observar una partícula, como un electrón, altera su estado). O quizá sentimos que la omnipotencia del autor se extiende sobre lo real. El arte tiene esa virtud: embellece la realidad o le da un sentido o la humaniza o simplemente, la desdramatiza. Pero, si escribimos distopías no podemos evitar los finales tristes. En mi experiencia el final cae por su propio peso, es decir, el tenor de lo narrado se impone sobre las expectativas del autor y no hay más que aceptar el desenlace. En este género literario no puede haber finales felices. Distopía es desesperanza, la no-utopía.

Respecto de los lectores, sembrar reflexiones a través de mis libros le ha dado sentido a lo que hago. Los autores nos preguntamos a menudo por qué escribimos. Es un oficio ingrato, solitario, exigente y a veces obsesionante. Hallé la respuesta al compartir con otros mis aprensiones. No soy la única «loca de la casa» –como dice Rosa Montero– que se queja de que el jardín se está secando y a nadie le importa. Las distopías, en especial entre los jóvenes, remueven una suerte de incomodidad y los moviliza. Suelen preguntarme qué hacer para evitar el daño. Algunos se reconocen afortunados porque viven en contacto con la naturaleza; otros, por haber descubierto en la lectura un punto de encuentro. Un grupo de niños plantó un árbol. Son pequeños gestos que a mí me causan gran satisfacción. Sin embargo, mis textos no pretenden ser moralejas ni llamados a la acción. Nada me interesa menos que pontificar sobre el deber ser o el correcto hacer. Solo se trata de historias que quise contar.

Por otra parte, he ido descubriendo que la distopía ejerce en mí cierto efecto aliviador frente a la indiferencia humana o al daño ambiental. Resulta paradójico que al sumergirnos por medio de la escritura en el desastre que causamos se alivie de algún modo el dolor de la pérdida

Noción de daño

El hecho de pensar en un futuro que inevitablemente luce catastrófico en lo ecológico y en lo humano va decantando en algo así como un sarro emocional que, a la larga, incomoda. No es extraño que los escritores de ciencia ficción migren hacia otros géneros. La mirada distópica va contaminando el presente y nos convertimos en incansables buscadores de evidencias del desastre que imaginamos. Descubro con ojo de águila basura humana en un bosque protegido, dudo de la pureza de las aguas de cualquier playa, soy la única que ve en una fruta madura la intervención química y advierto codicia, indiferencia o ignorancia donde probablemente no la hay. Sin embargo, esa mirada crítica no me angustia como debiera. Observo los cambios que conducen a la debacle (en los cuales todos somos parte activa) como lo haría un patólogo que analiza un cadáver, sin culpa, enfrentando lo inevitable. Sí, me parece que estamos desahuciados; la plaga insaciable en que se transformó nuestra especie acabará con todo. Bueno, quién sabe, solo es una opinión.

Esa noción del daño es la parte ingrata del proceso, más todavía porque sentimos que no estamos tan equivocados. Según el futurólogo y periodista norteamericano David Wallace–Wells, autor de El planeta inhóspito, nos encaminamos hacia un «mundo funesto», un futuro al menos no apocalíptico, pero en el cual difícilmente sobreviviremos. En base a una investigación rigurosa, proyecta escenarios similares a los de la película Mad Max o a los imaginados por Octavia E. Butler en su novela La parábola del sembrador: «Un sistema del que nadie será capaz de escapar en las próximas décadas», según precisa Wallace–Wells en una entrevista. El planeta inhóspito es uno de los ensayos más aplaudidos por los expertos y uno de los mejores libros del 2019 según The New Yorker.

En este escenario catastrófico difícil de rebatir, las distopías hacen eco en un número creciente de seguidores. Por eso está de moda: la desesperanza es un sentir general acentuado, por supuesto, por un torrente de información que no podemos negar porque la estamos viendo o viviendo. Me gusta la idea de que cunda el desasosiego aunque claramente eso no acelera los cambios urgentes, por el contrario, pareciera que aquello que hacemos mal se está normalizando. Otra vez, distopía pura.

A modo de epílogo

¿Qué es belleza en la escritura? Para mí, la hay cuando logramos plena honestidad en el texto y esa honestidad toca a los otros; cuando el lector se detiene, se conmueve o reflexiona porque pudo ver en nuestro trabajo algo de su propia humanidad. Cuando los textos hacen eco en otro, la conciencia se amplia. También hay belleza si hay sublimidad: cuando la frase es tan precisa que logra sutilizar algo que es muy concreto o difícil de explicar. En su libro Qué es el arte Tolstoi dice que solo hay arte en una obra si el autor es capaz «contagiar» a otros con los sentimientos que él ha experimentado. Gabriela Mistral agrega: «No darás la belleza como cebo para los sentidos, sino como el natural alimento del alma». En tal sentido, la distopía es bella.