No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos […] que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia.
Irene Vallejo, El infinito en un junco
INTRODUCCIÓN
Juan Mayorga cuenta en su ensayo «Mi padre lee en voz alta» que uno de sus más vivos recuerdos de infancia es la escucha de la lectura en voz alta de los clásicos literarios por parte de su padre, quien además le enseñó a leer. En otro de sus escritos ensayísticos, titulado «Teatro y escuela», Mayorga apunta que Walter Benjamin —filósofo, como es sabido, de suma influencia en su obra ensayística y literaria— defiende, en su escrito Calle de dirección única, una idea de enseñanza basada en la convicción de que «la escuela no ha de ser el lugar donde una generación domine sobre otra, sino el espacio donde dos generaciones se encuentren» (Mayorga, 2016: 278). Si hay un texto de Mayorga en el que la transmisión del saber mediante la enseñanza ocupe un lugar central, ése es El chico de la última fila, obra en la que se lleva a primer plano el cuestionamiento de la barrera que separa la realidad vivida y la experimentada con la imaginación, así como el juego metateatral que sitúa al lector ante la duda de si está delante de la verdad de los hechos o de una versión que debe juzgar de manera crítica. Además de la tematización del legado en el ámbito de la enseñanza, la herencia filosófica, política y cultural, son otros abordajes que los textos dramáticos de Mayorga presentan desde diferentes perspectivas. Si para el autor la importancia de la palabra reside en su capacidad para apelar a la imaginación del lector/espectador y en su potencia crítica para construir experiencia y memoria, no es de extrañar que la transmisión de éstas entre generaciones y la recepción de su legado sean cuestiones relevantes que están presentes en no pocas de sus obras.
De modo tangencial, la cuestión del legado y su transmisión cobran especial significado en textos como El traductor de Blumemberg (1993), pieza en la que se pone de relieve, entre otras cosas, la transmisión del mal a través de la traducción. Esta idea entronca con una reflexión habitual en la obra de Mayorga acerca de las servidumbres inconscientes de los escritores que, en ocasiones, pueden estar escribiendo al dictado de ciertos intereses. En el artículo titulado «¿Quién escribe estas palabras?», subraya cómo la posición desde la que escribe todo autor es siempre una posición política: «A mi juicio, una cultura que se pretenda resistente contra el dominio del hombre por el hombre ha de comenzar en la sospecha de sí misma. Ha de comenzar vigilando su propia inclinación al autoritarismo y a la docilidad» (Mayorga, 2016: 82), pues la perversión que genera el lenguaje desvela modos de violencia que el teatro, como arte político, tiene la tarea moral de señalar.
También en Himmelweg (2002) se evidencian las relaciones entre violencia y legado cultural, con particular insistencia en la idea de la debilidad de las fronteras entre cultura y barbarie, de la estirpe del pensamiento de Benjamin. El Comandante nazi de Himmelweg lee a Aristóteles, a Shakespeare, a Spinoza o a Corneille al mismo tiempo que firma órdenes de exterminio; es uno de esos «seres esquizofrénicos» de los que habla Günther Anders en La obsolescencia del hombre (2011). A ello subyace la idea de que la cultura se utiliza para enmascarar silencios y olvidos, pues, para Mayorga, sólo una relación crítica con la cultura, tanto por parte del artista como de la ciudadanía, será capaz de anular las prácticas de dominación para imponerse a la barbarie.
Esta relación entre herencia cultural literaria y violencia, entendida en sentido amplio, cobra también especial relevancia en dos textos dramáticos breves, BRGS (2000) y Los tres anillos (2004). En ambos se trata la cuestión de la posesión libresca y del legado moral. En el primero, escrito para un espectáculo de homenaje a Borges, la violencia física acaba por ser la solución a la que llegan los dos personajes, Jorge y Luis, ante la imposibilidad de un acuerdo sobre quién tiene derecho a leer uno de los libros de la biblioteca, el que Luis lleva veinte años releyendo y el último de la biblioteca que queda por leer a Jorge. En Los tres anillos, la cuestión se aborda desde una doble perspectiva: por una parte, de manera similar a BRGS, el Hombre 1 se pregunta temeroso si el Hombre 2 podría llegar incluso a matarlo por conseguir que el libro, cuya historia están sometiendo a discusión interpretativa, pase a sus manos; por otra, se trata el asunto de la herencia familiar a partir de un fragmento que Mayorga inserta en la pieza breve sobre la historia de los tres anillos incluida en Nathan el Sabio, de Lessing, que, a su vez, recoge de Bocaccio, cuya parábola versa acerca de la armonía de las tres religiones monoteístas bajo el auspicio de la razón. La historia trata sobre un anillo que, de poseerlo, convertiría a su dueño en la persona más amada, una valiosa herencia que el padre tendría que dejar al hijo más querido de los tres. De la narración se deduce, finalmente, una enseñanza moral como legado.
Hay tres textos más recientes en los que la cuestión del legado adquiere una presencia mayor, pues presentan historias en las que al encuentro entre generaciones subyace la voluntad por custodiar las experiencias y por mostrar la importancia de la transmisión del conocimiento: El cartógrafo (2010), o cómo la transmisión del legado político es una forma de resistencia; Reikiavik (2014), o cómo las formas de transmisión de la memoria pueden constituir un legado de la imaginación; y La colección (inédito), o cómo la transmisión de un legado artístico se subordina a la existencia del ser humano en relación al tiempo.
EL CARTÓGRAFO: EL LEGADO DE LA MEMORIA, LA HERENCIA DEL OLVIDO
El cartógrafo (2014) se inserta en la vertiente del teatro histórico crítico de la obra de Mayorga y centra su interés en la Shoah, asunto que ha tratado tanto en su producción dramática como ensayística. Es un texto sobre los espacios con memoria y sobre el concepto mismo de la representación que se articula a través del mapa. Antes de que la Alemania nazi de Hitler destruya el gueto de Varsovia, un antiguo cartógrafo judío pretende realizar un mapa del confinamiento para preservar su memoria. Impedido, será su nieta de nueve años la encargada de llevarlo a término, aun a riesgo de su propia vida. La segunda de las tramas que convergen en la obra es la historia de Blanca, esposa de un diplomático en Varsovia, quien, a raíz de la visita a una exposición fotográfica sobre los años del gueto, decide rastrear sus huellas en la ciudad actual. Blanca conoce la leyenda de la niña y su abuelo cartógrafo y visita a Deborah, una anciana cartógrafa de Varsovia, bajo sospecha de que sea ella la niña de la leyenda. Las tres tramas principales, desarrolladas en tiempos y espacios diferentes, tienen como elemento unificador el mapa del gueto, que funciona como elemento catalizador de las cuestiones principales de la obra: la exhibición de la violencia, la opresión de las víctimas o el compromiso del artista con el deber de memoria.
Son varias las perspectivas desde las que se aborda la cuestión del legado en El cartógrafo, que multiplican su significación. Por una parte, la que más interesa aquí, tiene que ver con la herencia política: el legado que la Niña recibe de su abuelo no es una mera transmisión de sus conocimientos sobre cartografía, sino que comporta dos vertientes: por un lado, el legado material de los mapas del abuelo que recibe y la advertencia de las posibilidades del mapa como herramienta de anticipación del peligro, es decir, como «avisadores del fuego», expresión benjaminiana con la que designa a quienes avisan de catástrofes inminentes para impedir que se cumplan (Mate y Mayorga, 2000: 45):
Si me pasase algo, ya sabes dónde están. Van a ser tuyos, ya he hablado con tu padre sobre ello. También éstos de las paredes. A tu abuela no le gustaba verlos ahí, entre los retratos familiares, pero para mí son parte de la familia. Varsovia 1874, cuando se introdujo la numeración de las casas. No lo hicieron para facilitar el trabajo al cartero, fue para tener localizada a la gente. Mapa de la primera partición de Polonia, en 1772. Mapa de los repartos de 1793 y 1795. Mapa de la lengua alemana de 1932. Mapa del tratado de amistad entre Hitler y Stalin de 28 de septiembre de 1939. ¿Cómo puede nadie asombrarse de lo que está pasando? Todo lo que está ocurriendo se anunciaba en esos mapas. Al mirarlos, ¿no sientes el peligro? ¿No sientes que la catástrofe se aproxima? (Mayorga, 2014: 611).
Por otro lado, el aprendizaje de la realización del mapa por parte de la nieta la convierte en portadora del testimonio de la resistencia, pues el descubrimiento de la verdad que permanece oculta y el desenmascaramiento de la violencia se cifran en los mapas, que visibilizan la opresión tiránica sobre la población del gueto: «Si todavía hay un modo de escapar, tú lo encontrarás. Es necesario que te salves. No por ti. Por cada uno de ellos. Nadie sabe lo que ha pasado aquí como lo sabes tú. Si puedes escapar, tu deber es contar al mundo lo que has visto» (Mayorga, 2014: 645). Las enseñanzas del Anciano a la Niña no contribuyen sólo a la transmisión del conocimiento como herencia familiar, sino que comprenden un legado político que es también un legado moral, pues del diseño de los mapas surgen ciertas coordenadas éticas y políticas que determinan de qué elementos se prescinde y qué otros se incluyen: «Definitio est negatio» (Mayorga, 2014: 617). Se trata del concepto de «memoria moral» benjaminiano sobre el que ha escrito Reyes Mate en Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin «Sobre el concepto de historia» (2006), a cuya autoría debo las dos frases que titulan esta sección del artículo:
Para Benjamin la memoria es memoria moral, un modo de conocer el pasado desde la conciencia de peligro. ¿Qué peligro? La amenaza de la existencia, sea por la aplicación de una violencia externa, sea por la interiorización por parte de la víctima del mecanismo opresor. Y esa violencia amenaza al individuo singular, a todo un pueblo, a los contenidos que se quieren transmitir y a la transmisión que los transmite (Mate, 2006).