«Si me cogieras del pelo y me tiraras al suelo…»
Unas semanas atrás, en el Museo Británico de Londres, estuve algunos minutos tratando de observar las pequeñas gemas que se exhiben junto a la puerta principal. Para hacerlo, el Británico pone a disposición de los visitantes lentes de precisión. Pero, cuanto más las manipulaba, más difícil se me hacía ver. Habían sido creadas por artesanos que no disponían de ese tipo de lentes. Y usadas por personas que carecían de ellas. Por más que intentara enfocar, sin embargo, más difusas se me hacían las gemas. Eran como un estallido de color frente a los ojos: inexplicables y sin propósito. Dejé las lentes, frustrado. Unos minutos más tarde, ya estaba en otra sala. Pero la experiencia me recordó una invención de César Aira que posiblemente esté en Copi. Es la de un «telescopio invertido» que haría parecer las cosas próximas, muy lejanas; y las lejanas, muy próximas. El «encanto» de Jane Austen radicaría en su uso, según Aira: la literatura de la autora de Mansfield Park sería «una especie de etnología de las tribus exóticas que son los ingleses mismos».
Una particularidad del tipo de telescopios que no han sido «invertidos» es que las cosas que nos permiten observar siempre parecen más grandes de lo que son y permanecen a distancia. Aira es un escritor extraordinario, por supuesto; sin embargo, poco después de dejar atrás la sala de las gemas, ya me había olvidado de su invento. Volví a pensar en él pocas semanas más tarde, cuando el editor de esta revista me pidió un artículo «sobre el hecho de escribir siendo argentino y español […] con referencias a tu caso concreto». Fue el 13 de marzo de 2024, a las 20.48 horas. Ese día estaba en Madrid, según mi diario. Por la mañana había escrito un texto para una revista argentina, después había reunido mis notas para un seminario sobre Silvina Ocampo que iba a dar esa semana; al parecer, también había estado escuchando a Joni Mitchell, algo que posiblemente sea tan desconcertante para otros como lo es para mí, que nunca he compartido la devoción que la canadiense provoca en algunas personas. Un día antes, había dado una entrevista a una periodista chilena; al día siguiente, iba a escuchar una conferencia de José Carlos Llop en la Residencia de Estudiantes y, a continuación, un amigo me iba a hablar de la imposibilidad de concebir la inteligencia —incluso la así llamada «inteligencia artificial»— de otro modo que como una forma específica de relación para la que la percepción es determinante. Yo iba a pensar, al escucharlo, en libros que se me quedaron grabados por su tactilidad, por la textura de su papel, por su peso: no los hubiera leído de no haberme visto atraído por ambas cosas. Quizás, de no ser por esas características, ni siquiera los recordaría. Después iba a regresar caminando a casa, pensando en Mitski, en Sigbjørn Apeland, en Pauline Oliveros: iba a ser un buen día.
«Si cogieras los libros y los discos que tengo…»
No suelo escribir sobre abstracciones, por principios. Y no soy español. Unos años atrás, hice un examen: desde entonces, el expediente continúa su marcha por las instituciones. Pero vivo en España desde 2008. Y me siento afortunado y feliz de hacerlo; en especial, me alegra que mis libros sean publicados aquí y continúen encontrando a sus lectores con el apoyo de críticos y críticas, la prensa, editores y editoras, algunas instituciones culturales, libreros, libreras, los jurados de premios. No me «siento» español, sin embargo, aunque esto puede ser el producto de que, por lo general, no siento nada respecto a las cosas que se me imponen. No elegí nacer en Argentina. Venir a España tampoco fue algo que yo haya decidido, y las razones para quedarme aquí son tan trascendentes como banales: mi mujer, mis gatos, algunos amigos, muchas amigas, las librerías, los teatros; el pescado, que es muy bueno.
España es un magnífico lugar desde el que observar cómo sus habitantes tratan de darle forma y sentido a algo llamado «España». Desde fuera, el espectáculo de una sociedad aparentemente incapaz de ponerse de acuerdo en otra cosa que en el desacuerdo más profundo —una sociedad del sur de Europa que tiene los problemas habituales de los países del sur de Europa, pero cree que sólo ella los tiene— puede parecer un espectáculo menor, pero es entretenido, que es lo que se suele exigir a este tipo de cosas. Desde dentro, incluso aunque uno no sea español, es fascinante, aunque es evidente que cualquier escritor debe mantener esa fascinación a raya si no quiere convertirse en un columnista de opinión o en un tertuliano, uno de los destinos más frecuentes para un escritor, pero no el más estimulante intelectualmente1.
«Y los llevaras al monte y les prendieras fuego…»
Pero la razón por la que España resulta tan atrayente para un escritor como yo —en última instancia, el motivo por el que acepté la propuesta del editor de esta revista— es que, en su relación con América Latina, y especialmente con sus literaturas, el país permite apreciar el funcionamiento del telescopio al que hacía referencia antes. Provistos de ese instrumento, los españoles tienden a creer que la así llamada «literatura latinoamericana» es más grande y más importante de lo que es en realidad. En contrapartida, los latinoamericanos, que también tienen sus aparatos ópticos, los apuntan hacia otros sitios, especialmente los Estados Unidos; pero incluso así piensan que España es un lugar determinante para la literatura que ellos escriben.
Resulta difícil resumir cuántos malentendidos se producen por esta razón. Un editor que yo tuve solía postular la existencia de diez veces más talento literario en América Latina que en España, un cálculo que, al tiempo que proyectaba ideas equivocadas del modo en que la literatura funciona a ambos lados del Atlántico, expresaba, en el mejor de los casos, un simple hecho estadístico: en América Latina hay diez veces más personas que en España. Desde el final de la pandemia varios amigos, editores latinoamericanos, trajeron sus sellos a España: acabaron descubriendo que aquí no se venden tantos libros como ellos pensaban. Sus catálogos son espléndidos, pero los remanentes de una prensa cultural alguna vez sólida y robusta no tienen interés en ellos, no pueden reflejarlos, y los lectores y las lectoras no responden como deberían. Del otro lado, los sellos españoles en América Latina se enfrentan a la catástrofe económica y a la inestabilidad de países como Argentina y Ecuador y estudian estrategias de supervivencia; algunos, incluso, ya hablan abiertamente de abandonar esos territorios por su poca rentabilidad. Y quienes «cruzaron el espejo» —escritores y escritoras, periodistas, talleristas, editores, cronistas— alternan entre sentirse profundamente agraviados por el supuesto desinterés de los españoles y la convicción errónea de que publicar en España es esencial para la trayectoria de un escritor en español; su frustración adquiere el carácter de una proclama, se vehiculiza en antologías y en entrevistas. No es nueva, sin embargo.
«Y lo grabaras en vídeo para enseñármelo luego…»
Digámoslo así. Desde América Latina, España parece importante. Desde España, es América Latina la que representa el esplendor literario, entendido como una gran cantidad de libros y de autores y autoras, así como de lectores. Lo que está más lejos siempre parece más grande. Pero que lo parezca no significa que lo sea, y la prueba de que nuestros instrumentos de observación no funcionan es, en primer lugar, la afirmación insostenible de que existe una «literatura española».
Pese a ser representada por organismos internacionales y contar con secretarías y adláteres, a pesar de que las universidades y los suplementos literarios les dedican parte de su atención —y esto con una superficialidad semejante—, el hecho es que no existe nada que podamos llamar «literatura española» del mismo modo en que no hay nada que podamos llamar «lengua española»: hay lenguas españolas, y cada una de ellas tiene su literatura de la misma manera en que cada una de las clases sociales tiene su literatura, los grandes sellos tienen una literatura que les es propia y está en oposición parcial a la de los sellos pequeños, cada ciudad de provincias y la capital del país tienen su propia literatura, todas las generaciones tienen «su» literatura, los que leen periódicos creen que sólo es «literatura» lo que éstos les dicen que lo es, etcétera2.
Las expresiones «literatura española» y «literatura latinoamericana» pueden parecernos simples «atajos» para hablar de cosas que, de lo contrario, nos tomaría mucho tiempo definir. Nada en lo que pensar seriamente. Pero existen dos razones para rechazarlas. La primera es que ponen de manifiesto el tipo de mirada que más habitualmente asociamos con lo que Eric Hobsbawm llamó «la era del imperio»3. La segunda, que esas expresiones tienden a producir el tipo de ilusión de conocimiento del que es necesario desprenderse para comenzar, por fin, a saber.
«No sería peor que lo que acabas de hacer…»
Viajo regularmente por los países de América Latina; estando en ellos nunca me siento «en» América Latina. En Querétaro, en Paraná, en Valparaíso, en Los Teques nunca he podido sentirme de otra manera que en Querétaro, en Paraná, en Valparaíso, en Los Teques. En todos esos lugares, las conversaciones sobre los libros son similares. Pero lo interesante para mí es que, en el fondo, sobre todo, son distintas. Se corresponden con discusiones locales, con maneras específicas de leer y de concebir la literatura. No hablo sólo de las lecturas que producen mis propios libros: en esos lugares, todos ellos funcionan de una manera ligeramente distinta a otros sitios, supongo que a consecuencia del hecho de que en cada uno de ellos los currículos escolares son diferentes, las modas llegan, se instalan o son desestimadas, las librerías ofrecen unos libros u otros, las tradiciones locales ofrecen mejor acomodo a ciertos textos, etcétera. Puedo decir lo mismo de muchas ciudades españolas, naturalmente. ¿Con qué arrogancia, con qué ingenuidad se podría postular la idea de que hay algo específicamente «español» en el modo en que se lee en algunos lugares de España, o «latinoamericano» en la literatura que se produce en ciudades como Caracas, Buenos Aires o Ciudad de México? ¿Por qué simplificar con dos adjetivos lo que tiene la fuerza de lo indócil, de lo relevante? ¿De qué nos sirven los términos «literatura española» y «literatura latinoamericana» si no para presumir de una ignorancia bien informada y para consumir el color local que se nos vende con esos rótulos?
«No sería peor que decirme la verdad…»
¿Por qué reducir a un par de clichés una escena desterritorializada, plural, inclusiva, diversa, que enfrenta desafíos enormes pero también es enormemente desafiante? Postular la existencia de una «literatura en español» tal vez parezca más práctico, aunque quizás sea demasiado fácil. Por lo general, en América Latina no tienen ningún interés en la literatura española, como demuestra la circulación de sus libros allí. Por el contrario, en España se tiene la ilusión de saber de qué se trata la «literatura latinoamericana» y de que en España se publica la mejor, pero el resultado —que podríamos llamar «literatura latinoamericana española»— es una ficción insostenible, que expresa relaciones de poder muy pocas veces cuestionadas y tiene como resultado un puñado de textos que impide la circulación de otros y crea una ilusión de cosmopolitismo y de apertura que no se disipa ni siquiera cuando la última novedad —volcanes, terremotos, pasiones intensísimas, trópicos, matanzas, desiertos, ríos— ya no es nueva4. Si alguna vez hubo un eje en la literatura en español, éste ya no es horizontal —de España a América Latina, y al revés—, sino, tal vez, vertical. De esta confusión no hay salida posible, ya que da dinero a un número considerable de personas. De hecho, ser leído a ambos lados del Océano, escribir en un sitio para ser leído en muchos es —en especial si, como yo, se escribe en España— habitar el malentendido, la incomunicación, la incerteza. No es un mal lugar para escribir, sin embargo.
Pocas veces la crítica literaria es vista como una forma de traducción. Pero ¿qué es sino traducción lo que hacemos algunos críticos cuando tratamos de tender un puente entre ambas orillas del Atlántico que sólo raramente trazan las instituciones culturales y la edición comercial? Interpretar, reconstruir, cuestionar, redefinir son aspectos esenciales de esa traducción. Se traduce de una lengua a otra lengua —en este caso, del español latinoamericano al español de España, sospechosamente parecidos pero en posesión de un vocabulario completamente distinto en el que palabras como «literatura», «novela», «identidad», «mercado», «edición» o «lector» son radicalmente opuestas— y, en la medida en que se lleva a cabo esa traducción, se crea una tercera lengua. De esa lengua depende la comunicación, y es un campo de batalla. Es el «telescopio invertido» que nos permite ver que, en realidad, no habitamos una literatura presidida por las nociones de «centro» y «periferia», sino que, de hecho, todas son periferias: los libros escritos en Madrid son parte de la —de a ratos— insoportable periferia de la literatura chilena; las novelas escritas en Cali pertenecen a la misma literatura que fue escrita en Piriápolis y es tan legible —y tan ilegible— en Barcelona como lo es allí la que se escribe en Girona; en todos los lugares, y en los mejores libros, es posible observar —si damos buen uso al invento de Aira— un texto original: ese texto es el de las relaciones de poder, de extrañamiento y de familiaridad, de apropiación y de rechazo, de definición de lo que uno es a través de la definición de los demás, que opera en el ámbito de la literatura latinoamericana del modo en que ésta es leída en España y del modo en que las literaturas españolas son —mucho menos— leídas en América Latina. Ese texto original permanece abierto, sin embargo. Y, en el mejor de los casos, puede ser, como dijo Raymond Williams, una perspectiva ampliada, una consciencia de posibilidades que no sabíamos que estaban allí, una herramienta para volver a anudar —esta vez, sí, por fin, bien— el viejo nudo de las palabras y el mundo.
1. Por diferentes razones, todas ellas históricas, España parece preferir a los periodistas sobre los escritores, los artículos de opinión sobre las novelas, los premios sobre los méritos, las opiniones sobre las noticias. De hecho, la mayor parte de las veces ni siquiera se molesta en distinguir unos de otros.
2. «Desde el otro lado», por otra parte, la presunción de una «literatura latinoamericana» es también insostenible. No se trata tan sólo de que la «literatura argentina» sea muy distinta de la «literatura mexicana», sino también del hecho de que esa «literatura mexicana», por ejemplo, es muchas literaturas: urbana, rural, del norte, del sur, chilanga, queer, etcétera.
3. De la que ofreció un buen ejemplo Valéry Larbaud en 1907, al describir en un artículo titulado «La influencia francesa en las literaturas en lenguas españolas» qué es lo que los lectores franceses «exigían» a los escritores hispanoamericanos: «[…] visiones de ciudades tropicales, voluptuosas ciudades blancas en las Antillas, pueblos conventuales en el corazón de los Andes negros, las verdes perspectivas de avenidas acariciadas por cálidas brisas en Ciudad de México y en Buenos Aires, la vida de estancieros y gauchos, la bella silueta de un vaquero en las provincias fronterizas de la República Argentina, y, en consecuencia, el espectáculo de la naturaleza: la nota exótica, la tristeza, la melancolía e incluso el aburrimiento que emanan de ciertos paisajes andinos». Que esto siga así, y no sólo en Francia, no expresa sólo la continuidad de una preferencia, sino también —agrego yo— la de un sistema económico que la hace posible, con sus ideas de importación y exportación, exotismo, objetos de uso, elementos suntuarios, exclusividad y buen gusto.
4. No es un problema sólo español: cuando a los lectores latinoamericanos se les impuso desde España a los escritores del Boom y se les hizo creer que esa era la literatura de su región, los latinoamericanos también picaron. El hecho supuso acceder a algunos textos realmente extraordinarios, pero también a una cantidad inenarrable de basura, además de, ay, a las opiniones políticas de sus autores, con las que todavía nos vemos obligados a convivir con cierta frecuencia.