POR DANIEL SALDAÑA PARÍS

Muchos diaristas comentan otros diarios desde el suyo. Levantan, así, un entramado intertextual que a veces se vive como la pertenencia a una comunidad secreta, una especie de vanguardia lánguida (finalmente, la ambición no declarada del diario también es la fusión del arte y la vida cotidiana), sin programa ni manifiesto, que ofrece por momentos la sensación de escribir acompañados

No puedo decir exactamente cuándo me volví un lector de diarios personales. Casi desde que sé escribir he llevado diarios, intermitentemente, y desde que leí los de Anaïs Nin en la adolescencia he tenido rachas de fascinación lectora con ese género, si se le puede llamar género. Pero sólo en los últimos tres o cuatro años empecé a leer diarios de forma compulsiva y a tomar notas sobre esas lecturas. El problema es que esas notas las tomo también en mi propio diario; mis observaciones sobre el diario de Pavese o el de Katherine Mansfield se entrelazan ahí, de forma casi indiscernible, con el relato de mis descalabros emocionales y el recuento de mis viajes y rutinas.

Me consuela saber que no soy el único con esa costumbre. Muchos diaristas comentan otros diarios desde el suyo. Levantan, así, un entramado intertextual que a veces se vive como la pertenencia a una comunidad secreta, una especie de vanguardia lánguida (finalmente, la ambición no declarada del diario también es la fusión del arte y la vida cotidiana), sin programa ni manifiesto, que ofrece por momentos la sensación de escribir acompañados. Y supongo que escribir diarios, a un nivel bastante básico, se trata de eso: de buscar la forma de desdoblarse en alguien más que nos haga compañía, de inventar un destinatario a la medida de nuestra soledad.

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Pienso esto mientras releo los diarios de la chilena Teresa Wilms Montt (1893-1921), que adoptan la segunda persona todo el tiempo, dirigiéndose a un lector fluctuante e inestable que en una página es una proyección de sí misma, en otra un amante extrañado, luego una personificación del propio texto («¡Ah, Diario mío! Tú solo conoces mi inquietud») y más allá una araña que cuelga sobre su cama mientras escribe: «Sí, arañita de luz, amada flor de pelo, que poco entiendes de las feas grandes cosas que conmueven a estos seres que se dicen superiores, porque comen más que vosotras, decorativas tejedoras del género diáfano y silencioso». Es como si la escritora, fuera de sí, se hablase a través de esos destinatarios provisionales. 

No es raro encontrar este tipo de desplazamientos en el diario íntimo, porque la intimidad, siguiendo a José Luis Pardo (en La intimidad, Pre-Textos, Valencia, 1996), se caracteriza por una socavación de la identidad: para ser uno mismo hace falta desdoblarse en dos: el yo que habla y el que (se) escucha. En la distancia que se abre entre ambos se escribe el diario. «La intimidad es lo que nos impide ser idénticos», escribe Pardo. De ahí que los cambios de persona verbal, o la ansiedad en torno a esos cambios y sus posibilidades, sean uno de los temas (en el sentido musical de la palabra) que más reaparecen en los diarios íntimos que me interesan.

«Me gustaría escribir una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona», apunta Pizarnik en junio de 1954. Y Piglia, en Los diarios de Emilio Renzi, escribe: «La primera persona puede ser generada por la tercera persona, etc. La escritura produce una serie de transformaciones y desintegraciones, sea del yo que pone en escena al relato, sea por la materia o la experiencia que integra en su funcionamiento». Son citas sobre las que vuelvo y que tengo muy presentes cuando garabateo mi propio diario, porque me interesa desbaratar esa idea, un tanto simplista, de que el diario es «escritura del yo», cuando lo más justo sería decir que es escritura de la extrañeza del yo —y, a veces, de su imposibilidad—. Claro que también hay diarios que desmienten la centralidad del yo de un modo aun más radical, y se convierten en un registro de la vida de los otros (ahí está el Borges de Bioy Casares, por ejemplo). 

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Otra idea muy extendida en torno al género, que también me parece mal planteada, es que la intimidad del «diario íntimo» tiene algo que ver con lo que ahí se dice: que el autor (o, más frecuentemente, la autora), cuenta «sus cosas íntimas», es decir aquellos secretos inconfesables que no contaría en público ni en sus otros libros. Pero la intimidad no tiene que ver con la materia del diario, sino con su forma: dado que es imposible escribir todo, imposible incluso escribir todos los días, por mínimo que sea el apunte (aunque algunos autores, aburridísimos, se han acercado: así el suizo Amiel, que prácticamente funda el género), los diarios tienen siempre lagunas: días y semanas o meses e incluso años de silencio, en los que no sabemos qué fue de la vida del autor. «Con las acciones que dejamos entre paréntesis y con los pensamientos que dejamos inéditos al paso de nuestros días, podríamos escribir otro Diario, también nuestro y tan diferente del que llevamos, como pueden serlo el diamante del carbono», escribe el venezolano Rufino Blanco Fombona (1874-1944). 

Claro que a veces también el carbón se encuentra. En algún lugar leí que Tolstoi llevaba un diario público, que le daba a su esposa para que lo pasara en limpio, y otro secreto, que escondía en sus botas. En Witold Gombrowicz, el diamante es su Diario, publicado en la revista Kultura, y el carbón es Kronos, el atado de papeles sueltos con anotaciones crípticas sobre sus finanzas, su deteriorada salud y sus encuentros sexuales con hombres y mujeres. 

Esa parte de la vida que no está en el diario, pero que aparece como una ausencia, como un negativo de la escritura, es lo que le confiere su carácter íntimo, en realidad. Porque el autor sabe qué paso en ese ínterin, y ese conocimiento, robado al lector, tiñe las páginas de una coloratura extraña. La intimidad es una temperatura del lenguaje: la calidez específica de ese silencio que se abre en cada elipsis. 

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El que escribe un diario, decía antes, parece cumplir discretamente con la aspiración vanguardista de fundir el arte y la vida cotidiana. Pero para poder escribirlo debe, paradójicamente, dar un paso atrás, sustraerse a la vida un momento y apartarse del flujo de los hechos para sentarse a escribir, a menudo doblado sobre sí mismo, inclinado sobre el cuaderno, dando la espalda al mundo. Por eso el diario se convierte, muchas veces, en una actividad solipsista y parasitaria. O, como escribe Julio Ramón Ribeyro en la introducción del suyo, en una «ocupación peligrosa» que «termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos».

Así, a menudo el diario toma la forma de una bitácora de fracasos: el autor se dedica a registrar ahí todo lo que no está escribiendo por escribir el diario. 

En los últimos años parece haber un auge editorial de diarios íntimos a ambos lados del charco. La publicación de los de Chirbes (Anagrama, 2021), la edición conmemorativa de los de Ribeyro con prólogo de Vila-Matas (Seix Barral, 2019), el magnífico ensayo de Begoña Méndez sobre diarios escritos por mujeres (Heridas abiertas, WunderKammer, 2020) o la apuesta por el género que sostienen editoriales como Tres Hermanas son algunas de las joyas que nos ha dejado este boom silencioso

El ocultista más célebre del siglo XX, Aleister Crowley, explica que la escritura de un «diario mágico» es fundamental en la formación de un aprendiz de brujo, y añade: «Es mejor fracasar en la ceremonia mágica que fracasar en anotar un registro puntual de ella». Esta máxima se puede extrapolar muy fácilmente a la literatura. No importa que la obra pública fracase, si el diario da cuenta de dicho fracaso. Esa es la idea que late detrás de La novela luminosa, de Mario Levrero, cuya primera parte, «Diario de la beca», es un monumento al fracaso, un registro puntilloso y a veces asfixiante de la imposibilidad de escribir una novela. 

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El escritor que escribe un diario no sólo no goza de la vida mientras escribe, sino que tampoco está escribiendo nada «de provecho». Y es que los diarios personales muy rara vez reportan alguna ganancia económica a sus autores, ya que en general se publican cuando estos ya han muerto. Como escribe Alan Pauls en «Las banderas del célibe», su prólogo a Cómo se escribe el diario íntimo (El Ateneo, Buenos Aires, 1996), junto a cada diario se encuentra un cadáver: el de su autor. Se trata, según Pauls, de un género póstumo: «Casi no hay diario íntimo que no apueste a este extraño porvenir conjetural. Es el más allá del diario, su otra vida, su vida después de la vida». 

Y es que, a diferencia de una novela o un ensayo, es muy difícil que un diario íntimo tenga un final en el sentido clásico. Dice Philippe Lejeune que el diario se termina por abandono, por destrucción o por muerte. Sólo cuando la muerte es voluntaria se podría decir que el autor le puso un punto final al diario. Quizá por eso es tan común la figura del diarista suicida. El suicidio es un gesto que está fuera del texto; no queda registrado en el diario, pero modifica nuestra lectura de éste. 

Nadie puede leer el diario de Alejandra Pizarnik sin tener en cuenta que la autora se mató; ese acontecimiento, exterior a la escritura, funciona como una especie de imán que organiza las cargas magnéticas del diario y las hace señalar un mismo punto ciego, una línea de fuga. Ningún otro género guarda una relación tan estrecha con la muerte de su autor. Las novelas de Cesare Pavese o de Virginia Woolf, la poesía de Pizarnik o de Sylvia Plath, son obras autónomas, desligadas de la muerte por mano propia de esos autores; sus diarios, en cambio, parecen escritos retrospectivamente desde ese gesto.

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No hay, en la literatura latinoamericana, tantos diarios publicados como en la española, en donde abundan incluso las publicaciones en vida. A este lado del charco, quizá los argentinos (incluyo a Gombrowicz) y los chilenos han cultivado más el género, además de reflexionar sobre él constantemente. En México, que es donde escribo esto, los diarios publicados se pueden contar con los dedos de una mano. Aquí los escritores jugaron siempre (siguen jugando) a esculpir su efigie de embajadores, secretarios de estado, personajes que opinan en televisión sobre cualquier tema. La franqueza del diario se aviene mal con esa tendencia idiota; el pudor de los autores y la prudencia de sus albaceas también han jugado en contra. 

Hace unos años se publicó una selección, expurgada de escándalos, de los diarios de Salvador Elizondo, quien publicó en vida sus noctuarios (esos diarios de la vida onírica que constituyen toda una tradición paralela, y que entre los autores más jóvenes ha cultivado, con buena fortuna, Rafael Villegas en Lengua noche). Es más fácil encontrar el diario como materia prima de la obra literaria: así aparece en la Trilogía de la Memoria de Sergio Pitol, en el Diario del dolor de María Luisa Puga (un inventario de síntomas y reflexiones desatados por la artritis reumatoide) o, más recientemente, en los libros, a medio camino entre el ensayo y la novela, de Jazmina Barrera. 

Menos común es el caso de quien usa el diario ajeno como médula de la obra propia. Estoy pensando en Correr el tupido velo, de la chilena Pilar Donoso, que toma como punto de partida los diarios de su padre —José— para escribir una especie de biografía llena de ansiedades, revelaciones dolorosas, preguntas sin respuesta. No conozco un libro comparable, y es que en él aparece, en toda su crueldad, el carácter póstumo del diario como condena para los familiares que sobreviven. Pilar Donoso lee el desprecio secreto que le guardaba su padre, la bisexualidad escondida, el alcoholismo materno, la concesión altanera de su padre de adoptar a una hija para que la esposa no enloquezca —un mito de origen fracturado y frío—. Escribe esta biografía imposible de su padre, con fragmentos del diario intercalados, y luego se suicida. 

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De entre los precursores latinoamericanos célebres, soy más lector de José Martí que de Blanco Fombona. En los diarios del primero, la política aparece como una aventura, pero la mirada del poeta prevalece incluso camino a la batalla: su Diario de campaña se puede leer como un largo poema cargado de empatía por las mujeres y los hombres que se cruza en su camino. 

En los últimos años parece haber un auge editorial de diarios íntimos a ambos lados del charco. La publicación de los de Chirbes (Anagrama, 2021), la edición conmemorativa de los de Ribeyro con prólogo de Vila-Matas (Seix Barral, 2019), el magnífico ensayo de Begoña Méndez sobre diarios escritos por mujeres (Heridas abiertas, WunderKammer, 2020) o la apuesta por el género que sostienen editoriales como Tres Hermanas son algunas de las joyas que nos ha dejado este boom silencioso. 

Y quizá la pandemia haya provocado una explosión de escrituras diarísticas que irán viendo la luz poco a poco. No sería tan extraño. Recordemos que la primera entrada del Quadern gris de Josep Pla consigna un motivo parecido para empezar su cuaderno: «Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la Universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia».