POR ALBERTO SUCASAS

Pon tu bandera a media asta,

memoria.
A media asta
hoy para siempre.

Paul Celan[1]

 

El presente análisis procederá en cuatro pasos. Los dos primeros identifican y formulan sendos principios que presiden, axiomáticamente, el corpus dramatúrgico de Mayorga: por un lado, una intuición antropológica que considera la fragilidad constituyente cardinal de la humana conditio; por otro, el carácter crítico-reflexivo de una escritura que cuestiona desde su propio interior el hecho teatral. Ambos avalan el decisivo papel de un proyecto de memoria crítica que tiene en el exterminio de los judíos europeos su centro privilegiado de interés. A continuación, dos aproximaciones a los textos que han encarado con mayor hondura e intensidad esa inquietud.

 

HOMO FRAGILIS

Lo ponen de manifiesto las situaciones de sus piezas teatrales, pero también lo enuncia, en textos reflexivos, el propio autor: el suyo es un teatro donde lo humano exhibe su inherente fragilidad, su labilidad constitutiva, su precariedad ontológica. Aquejado de inconsistencia, por vivir su identidad bajo un régimen de persistente amenaza e incertidumbre, el humano se sabe (o, en cualquier caso, lo está, aun cuando lo ignore) siempre al borde del fracaso existencial, de la pérdida de sí, de su probable perdición. Reflexionando sobre tres de sus títulos tempranos (Siete hombres buenos, Más ceniza y El traductor de Blumemberg), Mayorga lo constata:

Más allá de la política, la matriz persistente en los tres textos acerca de los que voy a reflexionar quizá sea cierta pregunta por la identidad. La pregunta por aquello que asegura la frágil identidad de un hombre; la pregunta por aquello que la pone en peligro. […] Sospecho que si mi teatro pone algo en escena, esto es la precaria solidez del sujeto: de la acción consciente y de la memoria.[2]

 

Acaso nada lo sugiera mejor que la duplicidad de la piel: a un tiempo membrana protectora, que aísla y protege de un exterior hostil, y superficie vulnerable ofrecida al contacto violento. Pues la fragilidad antropológica hace de la existencia algo sin cesar amenazado. ¿De dónde proviene esa amenaza? El teatro mayorguiano responde, con gesto inequívoco: del poder. Su gran tema es la dominación del hombre por el hombre. De ahí que las diferentes piezas reiteren un agón donde se confrontan un personaje definido como poderoso y un antagonista caracterizado por su debilidad: Max vs. las tres parejas (Más ceniza); Garay vs. Benet (El jardín quemado); Stalin vs. Bulgákov (Cartas de amor a Stalin); Comandante vs. Gottfried (Himmelweg); Profesor y Doctor vs. Harriet (La tortuga de Darwin); Inquisidor vs. Teresa (La lengua en pedazos)… La evidencia es masiva: la escena acoge una forma perversa de intersubjetividad, de hondas raíces kafkianas, donde la figura de autoridad, sabedora de que para ella todo es posible (ese lema, con el que Hannah Arendt definió el poder totalitario, es puesto en labios del comandante de Himmelweg), somete la quebradiza voluntad del dominado. La única incertidumbre, sin duda no menor, es si éste sucumbirá a la presión del poderoso (Bulgákov abdica de su condición de creador libre para convertirse en guiñapo manipulado por el fantasma, interiorizado, del Tirano) o no claudicará en su empeño resistente (la Teresa de La lengua en pedazos).

Así pues, el teatro deviene ámbito privilegiado para una analítica del poder. En efecto, éste no le es ajeno en su lógica perversa, como bien demuestra el precedente calderoniano:

Basilio se constituye en una suerte de dramaturgo y director de escena que, guiado por sus propios intereses, asigna a Segismundo distintos papeles y distintos escenarios. Así entendida, la relación Basilio-Segismundo vale como abreviatura de un orden social en que unos seres humanos determinan los papeles y escenarios conforme a los que los demás deben vivir. Aquellos primeros, más o menos escondidos, dictan en cada momento, en función de sus objetivos, qué es la realidad.[3]

 

Insistamos: la escritura de Mayorga presupone cierta concepción antropológico-fundamental nucleada en torno al binomio debilidad-dominación. No obstante, no ha de verse en ello una tesis dogmática cuya abstracta universalidad desplazase la dramaturgia hacia un espacio ahistórico. Bien al contrario, su plasmación escénica pasa por un ejercicio de memoria colectiva que explora la escena del poder en contextos históricos pretéritos. Sin incurrir en forma alguna de relativismo historicista, reivindica la lección crítica de la historia como magistra vitae, desde una adhesión incondicional a la experiencia de los vencidos; en ella confluyen dos inspiraciones tutelares, la kafkiana y la benjaminiana:

Hay un teatro histórico crítico que hace visibles heridas del pasado que la actualidad no ha sabido cerrar. Hace resonar el silencio de los vencidos, que han quedado al margen de toda tradición.[4]

 

Ningún otro silencio resuena en los oídos contemporáneos como el que proviene, atronador, de los campos de exterminio nazis. En efecto, singulariza al Lager, en la historia universal de la infamia, la voluntad, funestamente exitosa, de llevar la dominación a su expresión más extrema, bautizada por los victimarios como Solución final. No sorprenderá que Mayorga asuma, en tanto que dramaturgo, la tarea de ofrecer una traducción escénica del acontecimiento maldito. A sabiendas del abisal desafío que su representación conlleva:

 

[El] Holocausto es la prueba de fuego del teatro histórico, el acontecimiento que replantea los límites —estéticos y morales— de una representación escénica del pasado. Porque ¿cómo representar aquello que parece tener una opacidad insuperable?; ¿cómo comunicar aquello que parece incomprensible?; ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? [5]

 

No sólo problematicidad estética; indisolublemente ligada a ella discurre una vocación ético-política que antepone la perturbadora pregunta por la potencial afinidad con el verdugo a la identificación empática, a la postre, tranquilizadora, con las víctimas:

La fragilidad del ser humano es el tema fundamental del teatro desde Atenas. Fragilidad ante la naturaleza y ante otros seres humanos. […] Pocas veces es el teatro tan útil —moral, políticamente— como cuando lleva al espectador a preguntarse por sus afinidades con el verdugo, por su complicidad con él.[6]

THEATRUM MUNDI

El ejercicio del poder incorpora, junto a la perpetración de la violencia, la práctica del engaño. Es, a la par, coacción y simulación. Incluso cabría decir que le resulta consustancial cierta teatralidad, o puesta en escena, apta para persuadir a los súbditos de la legitimidad del orden que los sojuzga.

Tal afinidad electiva entre dos ámbitos, teatral y político, invita a una doble actitud respecto al hecho escénico. En primer lugar, de reserva crítica, por cuanto su presunta realidad es hija de la ficción o irrealidad: el personaje, en apariencia sujeto libre, dotado de iniciativa, no es sino producto de un actor heterónomamente sometido a la doble autoridad de autor y director; por su parte, el espectador, destinatario del hechizo, asume, suspendida la incredulidad desde el alzamiento del telón, la realidad de lo irreal. En segundo lugar, de adhesión, por cuanto el engaño pasajero de la representación puede contribuir a evidenciar otro engaño, incesante, que se confunde con el orden imperante en la ciudad. En formulación política: la institución teatral tanto puede reforzar la dominación (así, en el auto sacramental de Calderón: la lección cívica de El gran teatro del mundo consiste en infundir en el espectador una actitud de resignación, en tanto que criatura, ante el designio del Creador, al igual que en la alegoría los actores deben interpretar, dócilmente, el papel asignado por el Autor) como ponerla en entredicho, pues la equiparación de mundo y escenario sugiere que aquél obedece a la lógica, mendaz, de este. El corpus mayorguiano apura esa aporía.

Tomando conciencia del «ambiguo poder del teatro, que tanto puede trabajar en el desvelamiento de la verdad como en su ocultamiento»,[7] Mayorga invita a diferenciar entre dos posibles configuraciones del mismo, que cuentan con sendos correlatos en el espectador: teatro dogmático y teatro crítico. El primero ofrece a su público respuestas definitivas, pues hace del espacio escénico ámbito donde la verdad, avalada por la transparencia del dispositivo de representación, se revela plenamente; induce, pues, a la satisfacción de quien, por el precio de una localidad, ha podido sustraerse a la duda, a cualquier incertidumbre. Todo teatro dogmático es, por tanto, teatro de tesis, de signo autoritario. Su maniobra principal consiste en ofrecer una representación encubridora de su propio carácter, una ficción destinada a borrar las huellas del artificio que la constituye. Justamente el mecanismo que el poder, todo poder, pone en funcionamiento. En ese sentido, la ilusión, escénica o política, se asemeja al desvarío de la razón dogmática tematizado por Kant: confusión de apariencia (fenómeno) y cosa en sí (noúmeno).

Mayorga transfiere al universo teatral el proyecto crítico. Una cosa es la irrenunciable voluntad de verdad que atraviesa su escritura;[8] otra muy distinta, la pretensión de hallarse en posesión de la verdad. ¿Cómo puede arrogarse tal prerrogativa un espacio donde nada abandona jamás el régimen de lo ficticio? «Porque el teatro es el lugar donde nada —ni siquiera la muerte— es verdad».[9] Entre las lecciones mayores del corpus, ensayístico y teatral, de Mayorga se cuenta ésta: el compromiso crítico sólo es legítimo si incorpora la autocrítica. De ahí se sigue una tensión constante entre el deseo de encontrar respuestas y la fidelidad, inagotable, a lo que de irreductible y enigmático encierran las preguntas: basta que esa fidelidad se extinga para que la cultura inicie una deriva, siniestra, hacia la barbarie. Aunque ésta, como ocurre con el Comandante de Himmelweg, se presente bajo el ropaje de una refinada Bildung: