Una sociedad de lectores, una sociedad que llene los museos, una sociedad que abarrote los teatros, puede aplaudir el genocidio.

A menos que esa sociedad se sitúe críticamente respecto de su cultura.

Sin crítica, la cultura prepara la barbarie. Ella misma es barbarie.[10]

 

Así pues, la (auto)crítica impone al teatro la tarea de desenmascarar lo que de barbarie encierra cualquier manifestación cultural. Muy en particular la barbarie que se infiltra, con insidia, en el lenguaje. Acaso sea ésa la principal preocupación del dramaturgo, evidenciar cómo el poder adultera o deforma las palabras, contaminando las conciencias y contribuyendo, así, a perpetuar la dominación: «Enfermo de teatro, vivo pendiente de lo que las personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen con las personas».[11] Sabedor de que los signos, con su potencial de ofuscación, pueden pervertir nuestra relación con las cosas, sobre todo con la más importante de ellas, puesto que a todos nos afecta: la res publica. Hasta tal punto que «[l]a expropiación de la palabra por el poder es el tema político fundamental del teatro en cualquier tiempo».[12] Las piezas mayorguianas hacen de la pregunta ¿quién habla? una suerte de test para detectar la infección del lenguaje por la barbarie: no basta identificar al emisor, pues quizá éste no sea sino involuntario portavoz o caja de resonancia de una palabra impuesta desde fuera. Sin que con ello abriguen la ambición de oponer a la elocuencia falaz, o al silencio encubridor, una Palabra absoluta, la del Autor, el cual, mediando el dispositivo escenográfico y el trabajo actoral, enuncia la Verdad. La de Mayorga es, muy al contrario, una dramaturgia cuya palabra se sabe «herida», «insuficiente y dañada».[13] Escritura que duda de sí misma: mal de autoría.

Su inevitable corolario viene dado por la coexistencia, en el corazón de la obra, de habla y silencio, de representación y ausencia.[14] Al teatro genuino se le encomienda el aporético empeño de representar lo irrepresentable… e implicar al espectador, cautivo de una pasividad de mero consumidor, en esa necesidad/imposibilidad. Mayorga reclama espectadores críticos. Y contribuye a su nacimiento. Si lo real socialmente aceptado es impostura que oculta o invisibiliza el sufrimiento injusto de los muchos, a una escena crítica corresponde, en la tensión entre espectáculo y espectador, desvelar gradualmente lo oculto o velado, arrancarle jirones de verdad… reeducar la mirada. El teatro ha de ser escuela de la visión.

Asume, en consecuencia, dos imperativos. Por un lado, la crítica desencubridora que denuncia la producción social de la mentira. Por otro, el testimonio de la resistencia de las víctimas. Ambos requerimientos alcanzan su máxima intensidad allí donde la representación teatral afronta el mal absoluto de la Shoah. Su sombra gravita sobre el conjunto de la producción mayorguiana, también sobre su vida,[15] pero sobremanera en las dos piezas que, tentativamente, se propusieron darle expresión dramática. Si Himmelweg escenifica la operación mediante la cual la dominación se invisibiliza, valiéndose del concurso de sus víctimas, El cartógrafo concede a dos de ellas, una Niña y un Anciano, la oportunidad de visibilizar su decisión de resistir. El horror absoluto de Theresienstadt o del gueto varsoviano se abren —sin verismo (el pasado resulta, en su integridad, irrecuperable) ni dogmatismo (la autoconciencia de hallarse ante una representación inhibe la inmediatez de la identificación)— a la visión y la escucha del espectador. Combaten su ceguera y su sordera.

El proyecto de una memoria crítica, específicamente teatral, inspira ese díptico;[16] es la bisagra, a la vez crítico-negativa (Himmelweg) y afirmativa (El cartógrafo), que le confiere unidad.

 

HIMMELWEG: ENCUBRIMIENTO VICTIMARIO

Himmelweg responde a una triple búsqueda:

Cuando traté la historia de Rossel en mi pieza teatral Himmelweg, intenté explorar tres temas: la responsabilidad de un hombre cuya misión es ayudar a las víctimas y se acaba convirtiendo en cómplice de los verdugos, la invisibilidad del horror —no es la mascarada lo que engaña al delegado, sino su propia incapacidad de mirar— y la perversión de forzar a las víctimas a defender el relato del verdugo.[17]

 

Esa triple intención refleja una trinidad de figuras inherente al fenómeno victimario: verdugos, víctimas y espectadores.[18] El binomio víctima/victimario resulta insuficiente; sólo la sinergia con el espectador, observador no comprometido y, por ende, cómplice del perpetrador (el laissez faire, lejos de toda neutralidad, contribuye, aunque sólo fuese por omisión, a la producción del sufrimiento), hizo posible que el exterminio se consumase. Al ofrecer una versión escénica del macabro espectáculo de Theresienstadt, Himmelweg interpela la conciencia moral del espectador, situándole en la posición del observador que fue Maurice Rossel, un viviente de paso.[19]

El Delegado de la pieza mayorguiana, trasunto ficticio de Rossel, encarna la figura del observador ciego, de alguien cuya capacidad de visión se pliega a los dictados del poder y, en esa medida, respeta las zonas de invisibilidad por él diseñadas. Estuvo allí, entonces, comisionado por Cruz Roja internacional, pero el alcance de lo acontecido se sustrajo a su mirada. ¿No pudo o no quiso ver? Probablemente una mezcla de ambas cosas: la cobardía moral se habría aliado a su ineptitud como testigo. Esa ambivalencia se plasmaría en el informe elaborado tras la visita: la más extrema atrocidad se enmascara bajo una apariencia de normalidad. (En el filme, Lanzmann se desliza gradualmente del papel de interlocutor al de interrogador, contraponiendo al contenido del informe la realidad del referente: si el cineasta insiste en la pregunta «¿Vio usted…?» —la inscripción Arbeit macht frei, los trenes, el humo, el hedor…—, Rossel, quien estuvo en Auschwitz antes de visitar Theresienstadt, se limita a replicar, monótonamente, «No lo vi»).

Sobre esa ceguera y la escritura que la corroboró, aunque el nombre de Rossel no comparezca en la pieza, se construye Himmelweg. Otros elementos de la facticidad histórica son alterados en la fabulación dramática: Eppstein es renombrado Gottfried; se introducen en lo que fue gueto de Theresienstadt elementos provenientes de campos de exterminio, como el reloj de Treblinka o el gaseamiento tras la llegada de los convoyes ferroviarios. Pero la intención no es sólo evocar el pasado, creando la contrafigura del testigo veraz, sino incidir sobre el presente, imponiendo al espectador una reflexión crítica sobre su afinidad con el delegado de Cruz Roja. No prima una actitud compasiva, sino un examen de conciencia ético-político: el hipotético espectador que abandone la sala con una buena conciencia fortalecida, envés de la condena del pseudo-testigo, traicionará el espíritu de la obra. Habrá sido, en tanto que asistente a una función teatral, un agente de barbarie.

Himmelweg se estructura en cinco actos. Dos de ellos son monólogos, a cargo, respectivamente, del Delegado («I. El relojero de Núremberg», pp. 299-306) y del Comandante («III. Así será el silencio de la paz», pp. 312-316). En los tres restantes asistimos a la escenificación de la farsa interpretada por judíos deportados («II. Humo», pp. 307-312), a sus preparativos escénicos («IV. El corazón de Europa», pp. 317-330; diálogo entre el Comandante y Gottfried) y a uno de los ensayos («V. Un canción para acabar», pp. 330-332).

La meta-teatralidad atraviesa en su integridad la obra: lo representado en escena es, a su vez, una escenificación (II); se muestra su proceso de elaboración (IV y V); en los dos monólogos (I y III), explícita y enfáticamente en el segundo, la presencia de un único personaje implica al público, en tanto que destinatario del discurso, en la parodia diseñada por el Comandante. De «El corazón de Europa», incluso cabe decir que ofrece una poética de la teatralidad: al hilo de las instrucciones que, como autor, el Comandante transmite a Gottfried-director, aquél reflexiona sobre el hecho escénico, insistiendo, como ya indicamos, en la primacía del «gesto» sobre el texto,[20] o meditando sobre la melancolía del actor cuando concluye el espectáculo.[21] Incluso invoca la Poética de Aristóteles en su apología de la verosimilitud y de la relevancia, para la composición de la fábula, de un adecuado equilibrio entre diversidad y unidad.

Teatro dentro del teatro, pues. No constituye una excepción en el corpus mayorguiano. Pero ese designio de reflexividad no obedece a un mero ejercicio, lúdico y formal, de mise en abîme de la representación, de «representación de la representación», sino que contiene una iniciativa cívica, ético-política, cuyo destinatario es el espectador: mediante la exhibición del artificio escénico, el receptor no sólo es invitado a una reflexión sobre la ilusión constitutiva del hecho teatral, sino que también, y ante todo, es inducido a una reorientación de su mirada, hasta hacerla capaz de reconocer, en el theatrum mundi, la barbarie que la «normalidad» oculta o legitima, la brutal dominación que, aniquiladora de cuerpos y espíritus, se presenta como orden de una sociedad libre y justa.

Himmelweg suministra a su espectador abundantes, aunque discretos, indicios de ese Real obsceno que la farsa se empeña en ocultar. Así ocurre, por ejemplo, con la triple repetición, con escasas variantes, de las tres escenas de «Humo»: niños jugadores de peonza; pareja de novios; niña con muñeco. La reiteración monótona, a la vez que connota el frío automatismo de la praxis genocida,[22] desprende un aire perturbador e inequívoco de irrealidad o impostura.[23] Por otro lado, ocurre también con las frecuentes rupturas de la cuarta pared, cuando los actores interrumpen momentáneamente su interpretación para mirar insistentemente al público o interpelarlo; todo el monólogo de «Así será el silencio de la paz» obedece a esa lógica metateatral. También la jerga, cuyos eufemismos apenas logran disimular la realidad del exterminio: Himmelweg, la «enfermería» (destino de quienes no serán incluidos como figurantes o de Tadeusz), el gueto-campo como «Zona de repoblación judía» o la elaboración del listado de cien actores, que evoca la «selección» de los deportados. Además, el discurso del Comandante, aunque apele a una fachada de humanismo, permite adivinar, por momentos, la Endlösung, aportación germana a la civilización europea. Pero son, sobre todo, dos elementos, uno visual (el humo) y otro sonoro (el tren), los que quiebran, a lo largo de la obra, la eficacia del dispositivo encubridor: introducen fisuras en una escenificación que se pretende compacta y por ellas asoma la realidad del horror. Lo testimonian Gottfried, Tadeusz, la Novia…; pero también se escucha la sonoridad del tren. Incluso hay momentos en que los intérpretes suspenden por un instante su actuación y enuncian abiertamente la mentira (Ella de la pareja de novios; Niña del muñeco); Gottfried llega a plantear al Comandante la posibilidad de una rebelión.[24]

Pero la visión del Delegado, aunque se reconozca perturbada por la teatralidad de lo ofrecido a su mirada, traiciona su misión, la de ser, como él mismo dice, «los ojos del mundo»; incluso aportando testimonio fotográfico, a invitación de Gottfried («Puede tomar las fotos que quiera»). Sugerencia que en «Así será el silencio de la paz» reitera el Comandante, como si de un guía de parque temático se tratase, a los espectadores presentes en la sala: todo su discurso, donde el proyecto nazi es escamoteado (las imágenes del exterminio son simples pesadillas) y sugerido, se encamina a explotar el punto ciego de la visión del espectador, convertido en doble colectivo del Delegado.

Si la siniestra síntesis de barbarie y civilización (europeísmo culturalista) en su discurso aspira a normalizar el horror, el propósito de Himmelweg es impedirlo en el presente. No busca sino formar espectadores críticos, atentos, tras la evocación del espanto pasado, a su prolongación contemporánea, dado que «nuestro deber de memoria para con los muertos […] coincide con nuestra responsabilidad absoluta para con los vivos».[25]