Desde sus primeros textos, ese acervo endeudado con lecturas de historia sagrada y antigua se expone como carta de presentación del poeta. En «Palabras escritas en la arena por un inocente», incluido en su primer cuaderno, Poemas (1942), el poeta se presenta como arquetipo de la inocencia frente al «doctor»: una suerte de terapeuta antipsicoanalítico que, luego de diagnosticarlo con la enfermedad de la «inocencia idiota, inofensiva, útil e ignorante del arte de escribir», recomienda al paciente «volver a dormirse» (Baquero, 1998, p. 43). El personaje del doctor, que dice no llamarse Protágoras, sino Anselmo, en una evidente contraposición entre el sofismo griego y la teología escolástica, encarna un saber adquirido al que el inocente deberá llegar a través de la escritura, es decir, de la poesía. La forma primigenia de ese saber es la «historia de la antigüedad»:
En la antigüedad está parado Julio César con Cleopatra en los brazos.
Y César está en los brazos de Alejandro.
Y Alejandro está en los brazos de Aristóteles.
Y Aristóteles está en los brazos de Filipo.
Y Filipo está en los brazos de Ciro.
Y Ciro está en los brazos de Darío.
Y Darío está en los brazos del Helesponto.
Y el Helesponto está en los brazos del Nilo.
Y el Nilo está en la cuna del inocente David.
Y David sonríe y canta en los brazos de las hijas del rey.
Baquero, 1998, p. 44
A través del inocente David, Baquero se desplaza de la historia antigua a su otro archivo: la historia sagrada. Y de éste a la tercera y definitiva fuente, que será la historia de la cristiandad. Otra escena poderosa del poema nos ubica en tiempos del emperador Constantino, al año siguiente del Edicto de Milán, cuando arranca la cristianización del Imperio romano. Baquero, que antes ha mencionado a la emperatriz Faustina, a Juliano el Apóstata y al patriarca Cirilo, intenta captar el momento de fundación de la Iglesia romana, como despertar del inocente al saber o, lo que es lo mismo, de la poesía a la historia. Algunos versos de la escena, en los que el emperador toma un jugo de fresa o acaricia un faisán, encierran una fórmula retórica —y visual— que Baquero aprovechará a lo largo de toda su obra lírica:
El emperador Constantino sorbe ensimismado sus refrescos de fresa.
Y oye los vagidos victoriosos del niño occidente.
Desde Alejandría le llegan sueños y entrañas de aves tenebrosas como la herejía.
Pasan Paulino de Tiro y Patrófilo de Shitópolis.
Pasan Narciso de Neronias, Teodoto de Laodicea, el patriarca Atanasio.
Y el emperador Constantino acaricia los hombros de un faisán.
Escucha embelesado la ascensión de Occidente.
Y monta caballo blanquísimo buscando a Arlés.
El primero de agosto del año 314 de Cristo.
Sale el emperador Constantino en busca de Arlés.
Lleva las bendiciones imperiales debajo de la toga.
Y el incienso y el agua en el filo de su espada.
Baquero, 1998, p. 52
En su siguiente cuaderno, Saúl sobre su espada (1942), el segundo y el último que publicará en Cuba, antes de exiliarse en España en 1959, el poeta se internaba en la historia sagrada. La fuente era el Primer Libro de Samuel, del Antiguo Testamento, donde se narra la muerte del rey Saúl y sus hijos. En la escena de la batalla contra los filisteos, Baquero vuelve a ubicar a David, el arpista ungido, siempre contemplado por Saúl. David, «Con toda la frente colmada por el llanto ausente / […] después de las montañas como una reposada melodía / alejado del reino donde las sombras andan» o «asomado a la sombra de su cabello / como el silencio oculto en el trepidar de la batalla / asomado al balcón inerme de los ojos / con el cortejo de liras y fúnebres salterios» (Baquero, 1998, p. 64).
El rostro de David contemplado por Saúl sirve a Baquero para trasmitir la locura del rey, su fuga hacia la «furia tranquila de las llamas», en «busca de las cenizas de sus hijos», y, finalmente, su suicidio. El exergo bíblico que presenta a Saúl como «vencido de Dios, lejano fundador de la sangre que niega», es sólo un pretexto para introducir la invocación de la pitonisa de Endor. Quien invoca es, en resumidas cuentas, el sobreviviente, es decir, el heredero, David, como antecesor genealógico de Jesús. Tanto esos primeros poemas como otros dos sonetos, incluidos por Cintio Vitier en su antología Diez poetas cubanos (1948), «Génesis» y «Nacimiento de Cristo», instalaban la poética de la historia de Baquero en el referente católico.
Llama la atención, sin embargo, que, en algunos de sus primeros ensayos sobre la poesía, Baquero prescindiera de ese referente. En «Los enemigos del poeta» (1942), en Poeta, y «Poesía y persona» (1943), en la revista Clavileño, se utilizaban nociones cristianas como la del sentimiento de participación —tan caro también a Lezama—, pero no se hablaba del diálogo de la poesía con Dios, sino con la «sustancia del universo» o con «la física o la epopeya de lo que no es» o con una «escatología celeste», siguiendo a Horacio (Baquero, 2015, pp. 3-8). Ya en ensayos de madurez, como «La poesía como problema» (1960) o «La poesía como reconstrucción de los dioses y del mundo» (1960), al año de su exilio en Madrid, Baquero abandonará aquel lenguaje pitagórico juvenil por una idea más plenamente católica de la poesía como «multiplicación de los gestos y las acciones de Dios» y, a partir de los casos de Apollinaire, Eliot, Pound, Saint-John Perse, Valéry y Rilke, leídos desde el prisma de Martin Heidegger en Hölderlin y la esencia de la poesía (1944), hablará de un «regreso del carácter sagrado del poeta» (Baquero, 2015, pp. 15, 18 y 24).
Lo que interesa aquí es identificar una técnica narrativa y plástica en la primera poesía de Baquero que irá desplegándose hacia otras imágenes históricas en su obra posterior. La articulación de escena y retrato, en el ademán de Constantino sorbiendo su refresco de fresa o de Saúl dejando caer su cuerpo sobre la espada, se repetirá en la poesía exiliada del cubano. En el poema «Memorial de un testigo», que da título al cuaderno de 1966, el poeta testifica su presencia en episodios que resumían la creatividad de la cultura occidental, como la composición de la Cantata del café, de Bach, o de La flauta mágica, de Mozart, la pintura de los frescos del Vaticano de Rafael o la escritura de Elegía de Marienbad, de Goethe (Baquero, 1998, pp. 106 y 107).
Tanto como algunos hitos de la cultura interesaban a Baquero los que Stefan Zweig llamaba «momentos estelares de la humanidad»: la primera conversación de Julio César y Cleopatra, el entierro de Pascal, los bailes de Luis XIV con sus calzones rojos, la derrota de Napoleón en Waterloo. En un verso del poema, Baquero llamaba a esos saltos «subidas y bajadas en las escaleras del tiempo», como las de una criatura transhistórica que recorre como un fantasma el devenir de la humanidad. En otro poema del mismo cuaderno, «Relaciones y epitafio de Dylan Thomas», hace un juego analógico similar, convirtiendo al poeta galés en una suerte de Orlando woolfiano, hijo secreto de Gertrude Stein y Bertolt Brecht, biznieto de Nietzsche, sobrino de Hemingway, novio de Rimbaud, valet de chambre de Isidore Ducasse, «robafichas» de Dostoyevski en Baden-Baden, office boy de Strindberg y taquígrafo de Henry Miller y Ezra Pound (Baquero, 1998, p. 139).
En la poesía de Baquero, a veces la escena es el subterfugio y el retrato la finalidad. Como en las siluetas de san Pablo, Nefertiti, Jean Cocteau o el barón de Humperdansk, con su «cara granítica» y sus ojos clavados en «el parque de abetos que rodeaba el castillo» (Baquero, 1998, p. 163). O como en el estremecedor soneto «Epicedio para Lezama», escrito tras la muerte del autor de Paradiso en 1976 e incluido en Magias e invenciones (1984), donde el amigo aparece como «reverso de Epiménides, ensimismado», que contemplaba «el muro y su misterio» y sorbía «por la imagen de ciervo alebrestado / del unicornio gris el claro imperio». Esta última noción, «imperio», acogía en Lezama y en Baquero alusiones a una cultura y un saber propios, es decir, a una soberanía intelectual, de pocos equivalentes en América Latina: Borges, Reyes, Paz y alguien más (Baquero, 1998, p. 158).
La «transustanciación de lo que es», a que aludía Baquero en sus primeros ensayos, se manifiesta en estos retratos. Como en la «Charada» que dedica a Lydia Cabrera, en la que el uno caballo, el dos mariposa y el tres marinero se confunden y metamorfosean. El poeta también dedicó en carta aquella charada «a Gerardo Diego por sus días habaneros», en 1968 (Baquero, 2014, p. 216). Pero desde 1955, cuando celebró la aparición de El monte, de la importante antropóloga cubana, en Diario de la Marina, Baquero advertía la poderosa significación de la numerología y el bestiario, la «animalia vernácula y el repertorio de fórmulas» de los cultos afrocubanos. El retrato de Cabrera como «criolla laboriosa» contenía un mentís al conde de Keyserling, en el sentido de que para encontrarse a uno mismo no había que dar la vuelta al mundo, sino adentrarse en lo propio (Baquero, 2015, pp. 128 y 129).