Tal vez, el mejor equilibrio entre retrato y escena no se encuentre en sus poemas a Lezama o Cabrera, sino en la emblemática composición «Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto» (1973), también incluida en Magias e invenciones. Desde los primeros ensayos del poeta cubano se establecía una tensión entre aquellas fuentes del saber, ligadas a la historia antigua y sagrada, y la literatura moderna del siglo xixy, sobre todo, el xx, personificada en poetas como T. S. Eliot y Ezra Pound y narradores como Thomas Mann y Marcel Proust. Lo que intenta Baquero en este poema es una reconciliación entre esas coordenadas que, equivocadamente, algunos de sus contemporáneos entendían en pugna.

No es Proust el protagonista del poema, sino el viejo filósofo presocrático Anaximandro de Mileto, quien, rodeado por las muchachas más bellas y florecidas de Corinto, intenta resguardarse del sol con una sombrilla mitad verde, mitad azul. El anciano había enmudecido, nada pensaba y nada decía: sus viejas elucubraciones sobre el principio o archéde la naturaleza se habían adormecido en su mente. Su única preocupación parecía ser la correcta postura del quitasol verdiazul que lo resguardaba del sol, frente a las muchachas de Corinto. De pronto, al final del poema, Baquero ubica a un hombrecito que atraviesa remando la bahía, «con fatigada tenacidad de asmático». Al verlo acercarse, con la mirada fija en la sombrilla de Anaximandro, el filósofo sonríe. Es entonces cuando el poeta, sólo al final de la pieza, introduce plenamente a Proust en la trama:

Esa noche, poco antes de irse a dormir,

Marcelo Proust gritaba exaltado desde su habitación:

«Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda.

Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.

Voy a titularlo: A la sombra de las muchachas en flor».

Baquero, 1998, p. 162

 

Como el anciano filósofo milesio, la poesía del viejo exiliado cubano pareció aferrarse a aquel formato de la escena y el retrato. Varios de los textos reunidos en su último cuaderno, Poemas invisibles (1991), instalaban aquellos divertimentos narrativos en la marca personal de una escritura. En «Con Vallejo en París —mientras llueve—», el trueque de los arquetipos que constantemente produce Baquero mezcla las figuras del poeta peruano, el patriarca Abraham y el emperador Julio César. Vallejo es, asimismo, llamado Adán o Abel, en un momento del poema, toda vez que Baquero quiere trasmitir el mensaje de que el autor de Trilce fue una suerte de primer hombre o espécimen que resumía la capacidad de dolor —«pararrayos del sufrimiento», dice— de todo el género humano (Baquero, 1998, p. 250). Antes, en un conocido ensayo sobre Vallejo, el poeta cubano había definido al peruano como «el poeta puro de América»: un «indio tenaz que hizo una política relativa al diálogo con Dios» y que, sin hacer «americanismo, en el sentido folclorista, es el más representativo de lo americano» (Baquero, 2015, p. 381).

Otra pieza similar, también de tema latinoamericano, es «Manuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia». Gastón Baquero fue un gran lector de libros de historia de América Latina. Su interés por el proceso de conquista, colonización y evangelización de las civilizaciones prehispánicas, por la epopeya de la independencia de los viejos virreinatos borbónicos y por toda la literatura regional se plasmó en los ensayos de su volumen Indios, blancos y negros en el caldero de América (1991) y en el apartado «Escritores hispanoamericanos de hoy», incluido en el libro de prosas que Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart compilaron para la Fundación Central Hispano en 1995 (Baquero, 1991, pp. 15-18; Baquero, 1995, pp. 152-190).

En «Evocación de Bolívar», un texto escrito en 1963 con motivo del bicentenario del libertador, Baquero seguía la costumbre de pensar al caraqueño como segundo Colón de las Américas. La grandeza de Bolívar como pensador y estadista era incontrovertible, según el poeta cubano. Pero, a esa admiración republicana, agregaba Baquero algunas observaciones propias de una poética de la historia, similar a la de Lezama Lima, Eliseo Diego y otros poetas del grupo Orígenes. Apuntaba, por ejemplo, que el caballo de Bolívar había bebido las aguas del Amazonas, el Orinoco y el de la Plata y sugería que esa confluencia de grandes ríos, en el estómago del animal, pasó a la sangre del prócer caraqueño por las piernas. Bolívar, además, era grande por su «infortunio», por una soledad y un sufrimiento finales parecidos a los de José Martí, que cristianizaban al padre de las repúblicas americanas. Y hasta se tomaba Baquero la licencia de introducir «un tema en imprudencia», el de María Mancebo, la nodriza cubana que amamantó al hijo de doña Concepción Palacios (Baquero, 1991, pp. 163-172; Baquero, 1995, pp. 191-204).

En aquellas pesquisas bolivarianas, Baquero dio con un Epistolario de Manuelita Sáenz, editado por el Banco Central de Ecuador, que le reveló una personalidad hasta entonces desconocida por el cubano. En una prosa titulada «La verdadera Manuelita Sáenz», el poeta dio cuenta de aquella sorpresa, aquilatando la cultura y el discernimiento político de la quiteña, amante y colaboradora de Bolívar (Baquero, 2014, pp. 191-194). Hasta se tomaba Baquero la libertad de cuestionar el machismo de José Martí, quien echaba en falta la feminidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda por sus vastos dones intelectuales. A Baquero, en cambio, le parecía sensual la mezcla de sabiduría y coraje de Manuela Sáenz y se pregunta por el misterio de la separación final entre el libertador y su amante, luego de que ésta le salvara la vida en el Palacio de San Carlos de Bogotá, en 1828.

En su poema, Baquero sitúa a Manuelita en su exilio final en la playa de Paita en Perú, adonde fue a parar, expulsada de Quito por el severo republicano Vicente Rocafuerte en 1835. A esa playa, en la que también vivió sus últimos días otro íntimo de Bolívar, su maestro Simón Rodríguez, llegó en 1851 el patriota italiano Giuseppe Garibaldi en su segundo viaje a América. La escena, narrada en las memorias del propio Garibaldi y recreadas por el biógrafo Victor Wolfgang von Hagen, en el clásico Las cuatro estaciones de Manuela (1953), sirve a Baquero para fantasear con un deseo de posesión sexual de Manuela por Garibaldi: «Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano, vengo a suplicarle / que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que él adoró». Y continúa: «Dante / nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo prohibido. / Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que su cuerpo / pase al mío el calor de aquel hombre, su furia infantil para hacer el amor, / su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y cubrirla de hijos» (Baquero, 1998, p. 261). Sólo que, como anotaba Ricardo Palma en una de sus Tradiciones peruanas, Manuelita Sáenz tenía por entonces cincuenta y seis años y yacía paralítica, acompañada de su leal amigo Simón Rodríguez.

La misma estructura de una cápsula narrativa, poetizada, leemos en «Oscar Wilde dicta en Montmartre a Toulouse-Lautrec la receta del cóctel bebido la noche antes en el salón de Sarah Bernhardt», incluido, asimismo, en Poemas invisibles (1991). Baquero tomaba la anécdota de un escrito de Roland Dorgelès en el que se describía una cena en casa de la Bernhardt, en París, donde Wilde, a petición de la actriz, reveló la fórmula de un «raro» brebaje al «dulce» pintor. El poema de Baquero era, estrictamente, la receta: zumo de limón verde de Martinica y de piña de Barbados, «cultivada por brujos mexicanos»; elixir de maracuyá y ron de Guayana… Según avanzaba la descripción de Wilde, la bebida se volvía otra cosa: una pócima mágica, un néctar de culto. Había que agregar «Dos gotas de licor seminal de un adolescente, / y otras dos de leche tibia de cabra de Surinam, / y dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí». La ironía se reservaba para el final, cuando Wilde decía: «Y nada más, eso es todo: eso, / señor de Toulouse, es tan simple / como bailar un cancán en las orillas del Sena» (Baquero, 1998, p. 266).

Otro poema más de aquel último cuaderno de Baquero, «Luigia Polzelli mira de soslayo a su amante, y sonríe», expone la picardía y el humor, que se afinaban en la vejez del poeta. El cubano sugiere que la esposa de Joseph Haydn era deseada por un archiduque, suponemos, de la casa Esterházy, a quien llama Teobaldo el Giboso o Teobaldo el de la Giba. Un momento hilarante del poema es cuando el príncipe, luego de encargarle a Haydn una ópera sobre un «hombre feliz engañado por su esposa», desnuda con la mirada a la esposa del maestro y salta, «de cortina en cortina como un sapo / por el largo pasillo», persiguiendo a la bella Luigia Polzelli (Baquero, 1998, p. 267). La dramaturgia de Baquero en aquellas composiciones adquiere un tono bufo o de opereta que recuerda, por momentos, ya no a Lezama o a Diego, sino a Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas.

La poética de la historia que se plasma en estos poemas de Baquero está mayormente localizada en Europa. Pero África y América son enclaves siempre a la mano en la cartografía mental del cubano. Si en el poema «Memorial de un testigo» Baquero se imagina dentro de un linaje refinado de la cultura occidental, en otras composiciones, como «Negros y gitanos vuelan por el cielo de Sevilla» o «Invitación a Kenia», festeja la civilización y el «lenguaje del tacón», el continente de los leopardos bajo la luna. África está más impresa en la poesía y la prosa de Baquero de lo que tradicionalmente reconoce una crítica que extiende los prejuicios raciales de algunos poetas de Orígenes a todos los escritores cercanos a Lezama.