«Siempre habrá una poesía oscura»Por Gabriela Kizer y Antonio López Ortega

© Vasco Szinetar

 

 

 

LA VIDA

¿Cuál es la imagen más remota que recuerdas?

La de mi madre. Yo tenía cuatro años y ya vivíamos en Ciudad Bolívar. Al igual que todos mis hermanos, yo nací en Tumeremo, pero viajamos a Ciudad Bolívar por la muerte de mi padre. Esa imagen la retengo porque mi madre había viajado a Panamá: debía hacerse una operación con un médico recomendado por el doctor Carlos Fragachán, que había sido el médico de mi padre y era mi padrino. Yo me desperté un día y me puse a llorar al darme cuenta de que mi madre no estaba.

Háblanos del primer hogar, del entorno familiar.

En Ciudad Bolívar vivíamos en una casa grande, con azotea. Compartíamos hogar con mi abuelo y con varios de mis tíos y tías. A los Sucre Figarella, que éramos nosotros, se sumaban los Sucre Poveda, que eran primos nuestros. En total, éramos como catorce personas. Luego, por necesidades económicas, mi madre alquiló esa casa para obtener una renta mensual. Así que nos mudamos a una casa más pequeña, en la misma calle, pero muchísimo más modesta. Recuerdo que no tenía excusado moderno, sino letrina: ¡era horrible! Luego mi abuelo se mudó a otra casa de mi madre, más pequeña, que quedaba en la calle Libertad de Ciudad Bolívar. Más tarde, a esa casa nos mudamos finalmente nosotros. Allí vivimos con mi abuelo, hasta que nos vinimos a Caracas. Antes de morir, mi abuelo se mudó para la casa de otro hijo, un tío nuestro, porque mi madre y mi abuelo no conciliaban mucho. Ya para entonces, estaba un poco senil. Como era masón, le preguntaba a mi madre por qué nos daban educación católica. Y en esos terrenos sí es verdad que mi madre no aceptaba la intervención familiar.

 

¿Puedes hablarnos de la gravitación específica de tu madre y tu padre?

La de mi madre es determinante puesto que mi padre ya había muerto cuando yo tenía año y medio. También fue importante la de mi abuelo paterno, que vivió con nosotros hasta los últimos años de su vida.

 

¿Cómo fue tu primera escuela, tus primeros amigos?

Mi primera escuela se llamaba Escuela de Nieves y Petra Martínez. Nieves era un ser angelical y Petra una mujer morena, fuerte como una piedra, que era mi maestra y siempre me castigaba. Con ellas vivía Berta, una mujer indígena que medía como un metro veinte. Berta tenía una tortuga inmensa en el patio; allí me montaba cuando llegaba a clases y yo paseaba encima de la tortuga. A esa escuela uno llegaba a comienzos de año con una silla —que uno pintaba— y cuando terminaba el año escolar te la llevabas o la dejabas allí. Yo, por lo general, me la llevaba, porque a mi madre le gustaba tener los mismos muebles. Luego pasé a la escuela de los curas Paúles, conocida como colegio La Milagrosa; allí hice mi educación elemental.

Ciudad Bolívar era una ciudad un poco cosmopolita, de grandes colonias. Había una de españoles, los Ruiz, de la que provenía mi abuela. Ella era hija de un médico español, oriundo de Málaga. El hospital de Ciudad Bolívar se llamaba Hospital Ruiz en memoria de mi bisabuelo, padre de Matilde Ruiz, que fue la mujer de mi abuelo Juan Manuel Sucre. También estaba la colonia de los corsos, medio afrancesada, que vinieron en la época de Guzmán Blanco, a mediados del siglo xix. De allí provenían mis antepasados corsos, los Figarella, jóvenes ingenieros que se establecieron en El Callao. Los otros eran los alemanes: los Blohm. La Casa Blohm era una de las casas de comercio fundamentales de Ciudad Bolívar; tenía unos almacenes maravillosos, donde vendían de todo. También había muchos libaneses, para nosotros «los turcos», que eran bastante ricos. Un compañero mío de primaria, llamado Felipe Bezara, cuando lloraba por cualquier razón, su padre le decía: «No llores, Felipito, que tu papá tiene un millón de bolívares». La Ciudad Bolívar de entonces era una ciudad muy bonita, asentada a orillas del Orinoco. Espero regresar algún día, atravesando kilómetros de carretera.

 

¿Nos puedes hablar de tu adolescencia?

A los doce años yo ya estaba estudiando en La Milagrosa de los padres Paúles. Recuerdo mucho a esos curas: eran todos muy buenos. El cura Casado, era profesor de Matemáticas; el cura Ramiro Rodríguez, medio amanerado, nos daba Gramática; el cura Ubierna, muy talentoso, nos instruía en Historia Sagrada e Historia Universal. Luego estaba el cura Cámara, un catalán que casi nunca nos daba clases porque se iba a la selva, preferiblemente a la Gran Sabana. Buscaba animales y se los traía al colegio, hasta formar un pequeño zoológico. Al final se lo prohibieron, porque ya tenía un tigrecito, varias serpientes y quería agregar una baba. Cuando yo comencé a dar clases en la Universidad Central, hacia los años sesenta, un estudiante se levantó y me dijo: «Profesor, le manda muchos saludos el padre Cámara». Yo le contesté: «¿Cómo va a ser? ¡El gran explorador! ¡Me conmueve mucho que se acuerde de mí!».

En esos años tenía un compañero de clases llamado Fernando Kurpper. Un día me dijo que quería ser amigo mío y yo le contesté que no podíamos porque él era nazi. No sé cómo mi madre lo supo, pero me dio una cueriza y me dijo: «¡Usted le va a pedir perdón!». Luego hicimos una gran amistad, hasta el punto de que me invitaban los fines de semana a la granja de la familia, La Frondosa, que quedaba cerca de Ciudad Bolívar. Allí cultivaban uvas y lúpulo. El padre tenía una cervecería, a la que nos llevaban a veces, y nos brindaban una cerveza a cada uno. Cuando llegábamos a la granja, inmediatamente nos poníamos los trajes de baño y nos bañábamos en una gran piscina. Al comienzo, nos daba miedo entrar porque nos decían que había un caimán, pero todo resultó ser una broma. Un día, después de las vacaciones, cuando volvimos al colegio supimos que Fernando no regresaría: su padre había sido llamado para alistarse en el ejército alemán. Después supimos que el padre había muerto y, sin embargo, Fernando sí regresó y se encargó de la granja. Nunca más nos vimos porque yo ya me había mudado a Caracas.

Cuando ocurrió la liberación de París, en 1944, mis hermanos mayores, los que todavía estudiaban en el Liceo Peñalver en Ciudad Bolívar, participaron en una manifestación contra el fascismo. Ya para entonces, Juan Manuel y Leopoldo vivían en Caracas: el primero ya era alférez y terminaba la Escuela Militar para hacerse oficial; el segundo estudiaba Ingeniería.

 

¿Cómo fueron los años de bachillerato en Caracas?

En agosto de 1945 me vine en autobús a Caracas con mi madre y mis hermanos Inés, Antonio y José Francisco (Quico). Mi madre había alquilado una casa en El Paraíso, en la urbanización El Pinar, y allí tuvimos una vida más o menos feliz. Como decía Camus, no era la felicidad de la abundancia sino de la escasez: uno lograba sentirse feliz cuando cumplía ciertas cosas. Tanto en Ciudad Bolívar como en Caracas, a mí me encantaba acompañar a mi madre al mercado. Toda la zona de El Paraíso, donde ahora vivíamos, estaba cultivada por los chinos, y yo iba con ella a comprar verduras y frutas. La Caracas de entonces era una ciudad bucólica.

Recuerdo muy bien el día en que fuimos caminando desde la casa hasta el Liceo Aplicación, que quedaba en la avenida General Páez, cerca de la Plaza Páez y de la Plaza Madariaga. Mi madre nos llevó a Antonio, a mi hermano Quico y a mí para inscribirnos. Yo comenzaba mi primer año el 1 de octubre de 1945, pero esa mañana ya había muerto mi madre. Murió en la madrugada, en la Policlínica Caracas, que quedaba entre las esquinas de Velázquez y Santa Rosalía. A ella le sobrevino una embolia pulmonar. Días antes —yo tendría doce años—, me llevaron a verla a la Policlínica: estaba muy pálida, dentro de una cámara de oxígeno, como en una suerte de velo. Desde allí me saludaba. Después pude hablar con ella, pero fue la última vez. Recuerdo que mi hermano Juan Manuel nos dijo que esa noche nos iríamos a casa de Eugenia Núñez, enfermera mayor de aquel médico que había operado a mi madre y muy amiga de nosotros desde la época de Ciudad Bolívar. Ella tenía un apartamento en el Bloque 7 de El Silencio. Ya mi hermano sabía que ese sería el desenlace: el médico se lo había dicho a él, a mi hermano Leopoldo y a una prima hermana nuestra que había sido discípula de mi madre cuando vivíamos en El Progreso, una hacienda bastante grande de los Figarella que tenía mucho ganado y donde se cultivaba la sarrapia. Luego regresamos a la casa con mis hermanos y con esta pareja de primos, Laura Figarella y Jaime Mattison, quienes desde ese momento vivieron con nosotros.

Después de la muerte de mi madre nos mudamos a El Silencio, a un apartamento que quedaba en el mismo bloque de Eugenia Núñez. Esos apartamentos los alquilaba el Banco Obrero a personas de clase media, como debía ser. Mi hermano Juan Manuel, siendo militar, le preguntó a Valmore Rodríguez, ministro del Interior, si le podían alquilar uno. Allí pagábamos un alquiler de ciento veinte bolívares mensuales. Para entonces, vivíamos del alquiler de la casa grande de Ciudad Bolívar (unos ochocientos bolívares), de los sueldos de Juan Manuel y Leopoldo y de algún dinero extra que nos enviaban de El Progreso cuando ocasionalmente se vendían algunas reses que correspondían a mi madre. Y eso era todo, eso tenía que rendir hasta fin de mes. Total, no sé cómo lo hacíamos, pero vivíamos.

El Liceo Aplicación fue la salvación para mí, para todos. Afortunadamente, a todos mis hermanos nos gustaba estudiar, y especialmente a mi hermano José Francisco y a mí nos gustaba leer. Ya no teníamos libros porque en Ciudad Bolívar se había quedado la biblioteca de mi abuelo, en manos de mi tío José Manuel. Sólo contábamos con unos libros de mi hermana y con otros que mi padre le había regalado a mi madre cuando ambos se conocieron en la hacienda El Progreso: Los tres Mosqueteros y El vizconde de Bragelonne. El bachillerato fue para mí algo importantísimo. Me acuerdo de todos mis profesores, entre los que estaba Lisandro Alvarado, director del liceo y profesor de Historia Universal, Ruth Lerner, Sarita Guardia, Benjamín Mendoza, Luis Quiroga, Soledad Carrillo, Francisco Romero, Olinto Camacho y la profesora García Arocha. A todos mis amigos del liceo y a mí nos gustaba mucho la literatura, porque además teníamos una buena biblioteca. Casi toda la literatura venezolana la leí allí; los clásicos españoles también. Nosotros no teníamos recursos para comprar muchos libros. Sin embargo, en Las Novedades, compré mi primer libro de El Quijote, de la editorial Juventud, que valía como diez bolívares. Aún conservo esa edición. Yo tenía amigos realmente importantes en esa época: Alicia Conde, que fue mi novia y luego se fue con un tipo que tenía una motocicleta; Antonio Bertorelli, que era buen estudiante y siempre competía conmigo en cuanto a quién sacaba las mejores notas; Luis Vascone, que era un genio de las matemáticas; Alí Venturini, que luego estudiaría Derecho y fue comunista hasta que en 1955 leyó el Informe Kruschov; Pierre Desenne, que era francés y muy buen pintor, sobre todo de acuarelas. De Pierre me hice muy amigo y un día me dijo que iba a hacer una exposición en el liceo. La había acordado con Sarita Guardia, que era la encargada de cultura. Luego Sarita me buscó y me dijo: «Bueno, Guillermo, ¿por qué no presentas a Pierre?». ¡Figúrate tú! ¡Yo de pintura sólo sabía cosas muy vagas! Pero me tocó hacer la presentación y gustó muchísimo. En esa época, Sarita llevó las cafeteras de Alejandro Otero, que fueron un éxito, y otras exposiciones. Más adelante, Sarita le propuso a nuestro curso que nos reuniéramos en el auditorio todos los jueves en la tarde para estudiar la historia de la música y conocer a los grandes compositores. ¡Así que ése era el clima! Una educación de primer orden. Y también hacíamos educación física. Teníamos un campo donde jugábamos fútbol, que me gustaba mucho, hasta que contraje una parotiditis y no pude seguir.

El ambiente general que había en Caracas era muy particular. Yo me hice muy político a partir de 1945, con la Revolución de Octubre, que tuvo como centro la Escuela Militar. Dos de los dirigentes militares de la Revolución fueron Carlos Delgado Chalbaud y Mario Vargas. El primero era comandante; el segundo, capitán. Un amigo de nosotros, Gilberto Marcano, también participó en el movimiento de Octubre. Y Gilberto, mi hermano Juan Manuel y otros dos fueron los que llevaron a Mario Vargas y a Delgado Chalbaud de la Escuela Militar a Miraflores, cuando les tocó formar la Junta de Gobierno. Gilberto era jefe de la Casa Militar, tanto para Delgado Chalbaud como para Rómulo Betancourt. Para entonces, como yo vivía en El Silencio, me iba a pie hasta el liceo para economizar el pasaje. Y un día, atravesando San Juan para entrar a El Paraíso, donde estaba el liceo, vi que Gilberto venía con Rómulo Betancourt, quien ya era presidente. Entonces Gilberto me presentó a Rómulo: ¡lo recuerdo perfectamente bien con su traje de lino!

Otro capítulo fue la caída de Rómulo Gallegos, en 1948. Yo estudiaba aún en el Liceo Aplicación cuando lo derrocaron, con Delgado Chalbaud a la cabeza de la conspiración. Cuando lo supe, me fui a pie desde El Silencio hasta donde estaba mi hermano Juan Manuel. Al llegar, le dije: «Pero bueno, ¿tú no me dijiste que Delgado Chalbaud estaba con Gallegos?». Para entonces, Juan Manuel ya era oficial de planta de la Escuela Militar y lo habían nombrado miembro de la Casa de Edecanes de Gallegos. Estaba furioso con Delgado Chalbaud y con el capitán Castro Gómez, que era el director de la Escuela Militar, hasta el punto de que pocos meses antes se había casado vestido de civil, y no de militar, en señal de protesta. ¡Yo lo aplaudí! Castro Gómez fue el que puso preso a Gallegos, en su casa privada, y luego lo llevó a la Escuela Militar, de donde salió expulsado a Cuba, que para entonces era un país libre bajo la presidencia de Prío Socarrás.

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