POR YANNELYS APARICIO
La década comprendida entre 1959 y 1968 fue para Heberto Padilla la del descubrimiento del espíritu frente a la letra, la razón lógica frente a la razón mitológica. Recién aterrizado en La Habana, procedente de Nueva York, nada más triunfar la Revolución, se inmiscuyó rápidamente en el nuevo proyecto cultural. Su suerte dentro del organigrama oficialista fue al principio muy efectiva, gracias sobre todo a la ayuda de tres amigos: Carlos Franqui, Alberto Mora y Juan Marinello (Padilla, 2008, p. 53). Comenzó a trabajar en el entorno del periódico Revolución, que por entonces dirigía Carlos Franqui, concretamente en el suplemento Lunes de Revolución, editado por Guillermo Cabrera Infante y en el que también colaboraban Virgilio Piñera, Edmundo Desnoes, Pablo Armando Fernández, Lisandro Otero y otros escritores. Sus primeras colaboraciones fueron apasionadamente celebratorias en relación con el nuevo modelo social y cultural que se acababa de implantar. Baste citar como ejemplo el artículo titulado «La poesía en su lugar», del 7 de diciembre de 1959. En él criticaba a Virgilio Piñera, Lezama Lima, Cintio Vitier y a los poetas vinculados al grupo Orígenes por su ausencia real de cubanidad y por haber querido proponer como rasgos de identidad nacional lo que solo eran estéticas particulares y obsoletas de unos cuantos. Llegó a decir: «Orígenes es el instante de nuestro mal gusto más acentuado, es la comprobación de la ignorancia pasada, es la evidencia de nuestro colonialismo literario y nuestro servilismo a viejas fórmulas esclavizantes de la literatura. No es una casualidad que las palabras, el vocabulario de estos poetas tenga siempre una reiterada alusión monárquica: reino, corona, príncipe, princesa, heraldos» (Padilla, 1959, p. 5).

De Vitier, afirmaba que era la persona que más había «contribuido a confundir la poesía cubana de los últimos tiempos»; de Eliseo Diego, aclaraba que pretendía «reconstruir una zona inexistente de nuestro pasado, un colonialismo sin altura»; de García Vega, que «nunca fue un poeta»; de Justo Rodríguez Santos, que fue un «poeta preterido» y de Lezama, que tenía una «vieja voz, hueca y grotesca» (Padilla, 1959, p. 5). Terminaba el panorama exaltando a los jóvenes poetas cubanos que habían entendido los signos de los nuevos tiempos, llamando «mediocre» a Lezama Lima y profetizando que el nombre del poeta de Trocadero «quedará en nuestras antologías ilustrando las torpezas de una etapa de transición que acabamos de cancelar en 1959» (Padilla, 1959, p. 7). Concluía también que Lunes de Revolución debería dar cuenta de la poesía del mundo y ayudar a los artistas que todavía no habían encontrado su propio camino. Padilla se integraba así en la estructura ideológica oficialista que se encontraba desde principios de ese año elaborando un mito: el del tiempo nuevo, ajeno a la historia y negador de ella. En ese mismo artículo solo salvaba a los vanguardistas y a poetas anteriores a Orígenes como Agustín Acosta, Navarro Luna, Pichardo Moya, Emilio Ballagas o Mariano Brull, que fueron realmente «innovaderos» (sic) porque consiguieron «arrancarse del oído el sonsonete modernista» (Padilla, 1959, p. 5). ¿Por qué ese interés por desacreditar en bloque a los de Orígenes? ¿Solo porque eran molestos para una revolución radical de izquierdas, cercana al ateísmo y el comunismo (como luego se demostró)?

Probablemente no. Quizá lo más necesario para los que dirigían las políticas culturales desde 1959 era conseguir que la Revolución no se redujera al ámbito de la política y la economía, sino que funcionase de modo paralelo, en el mismo tiempo y con la misma intensidad, en el campo literario y en el artístico. Y, para ello, era necesario destruir el único mito hasta entonces elaborado por un grupo dominante –el mito de los orígenes impulsado por Orígenes– para colocar la Historia en el punto de partida. Por eso, para Padilla, los vanguardistas eran una bisagra entre lo único destacable, para un proyecto identitario razonable, en más de cuatro siglos (José Martí) y en el presente, porque eran considerados como un momento de desviación del programa colonial que impedía el proceso histórico que se estaba comenzando, por fin, en 1959. Se aniquilaba un mito para comenzar otro mito. Lunes de Revolución, algunos de sus colaboradores y otras publicaciones similares tuvieron, así, un papel parecido al de las armas en la Sierra Maestra y al de la toma de las ciudades hasta culminar en la llegada a La Habana el primero de enero de 1959. Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco (2011) han aportado textos, con sus protagonistas, que demuestran esa inquina contra el mito origenista: Guillermo Cabrera Infante, José Álvarez Baragaño, Enrique Berros, César Leante, Antón Arrufat, etcétera.

Lo más importante para situarse en la línea de partida era la reubicación de Martí. Acomodado por los origenistas en el ámbito de la justificación de los cuatro siglos de historia desde el concepto de la teleología insular, fue preciso adaptarlo al espacio colectivo del mito. Ya Fidel Castro, desde 1953, había tratado de proponer lo que a partir del «nuevo comienzo» sería un lugar común en el contexto de su proyecto propagandístico: Martí como autor intelectual de la Revolución. En La historia me absolverá, Castro (1981, p. 15) aseguraba que Martí fue el «autor intelectual del 26 de julio» y, en una foto tomada algunas jornadas después del conocido asalto al cuartel Moncada, aparecía Fidel Castro delante de un cuadro de José Martí, las dos cabezas casi pegadas la una a la otra, la de Martí encima y, bajo ella, la de Castro (Laviana, 1988, p. 97). El mito de la Revolución se alimentaba así del mito fundacional más extensivo, quizá el único compatible, en el tiempo y en el espacio, con cualquier opción ideológica, y que a la vez remitía a una opción mesiánica: Martí era el «Apóstol», del mismo modo que Fidel Castro aseguraba que, nada más llegar a las costas de Cuba en el Granma, el 2 de diciembre de 1956, los revolucionarios sobrevivientes a las primeras dificultades, grupo seminal de lo que luego fueron los barbudos de la Sierra Maestra, habían sido 12, como los apóstoles, dato inventado para convocar el mito (Franqui, 2001, p. 33).

Martí era no solo el ariete del capital simbólico precursor e instigador del comienzo de la verdadera historia, sino el poeta y el ensayista que sancionaba la Revolución y sus consecuencias. La creación del mito pasaba por el concepto de heroicidad, evocado como leitmotiv en el poema XLV de los Versos sencillos, en el que la voz poética cuenta un sueño con claustros de mármol donde los héroes reposan «en silencio divino», habla con ellos, les besa las manos y los abraza (Martí, 1975, p. 123). El poeta contempla a esos héroes como vestigios de un pasado glorioso ya caducado porque las nuevas generaciones no han heredado el espíritu de lucha y de defensa de la identidad, lo que provoca que las estatuas se pongan en movimiento, salten de su peana y comiencen a estimular a los vivos para que lo recuperen (Martí, 1975, p. 124). Esa es la actitud que se consolida a partir de 1959, en la que Martí se erige como modelo especular. Roberto Fernández Retamar (1989, p. 109), que desde los primeros momentos se sitúa en la misma órbita que Padilla (crítica con un pasado descentrado y necesitada de afirmar el presente como principio de la historia), escribe el poema clave en la recuperación del relato martiano sobre los héroes –fechado simbólicamente el 1 de enero de 1959–, en el que se pregunta por aquellos a los que los sobrevivientes debemos la sobrevida, por el muerto sobre el cual yo estoy vivo. Poco más tarde, Padilla (1962, p. 121) recuperaría los primeros versos del poema, junto con otros de Randall Jarrell («Estos murieron para que nosotros vivamos / –¡para que yo viva!–»), para su personal homenaje a los héroes de playa Girón, «donde murieron mis hermanos» y donde «para mí no hubo / un sitio». El título del primer libro de Padilla, El justo tiempo humano, donde se encuentra el poema citado, se completa con el verso final del poema homónimo, en el que se asegura que ese tiempo humano, justo, va a nacer. No cabe duda, pues, de que Padilla colabora con la difusión y consolidación del mito fundacional revolucionario. Es un lugar común que la filosofía nació en Grecia con el paso del mito al logos, pero este proceso no confirió a Occidente un estatuto definitivo en la medida en que en cada época histórica se ha ido fluctuando entre la razón mitológica y la razón lógica, lo que Santayana, en pleno siglo xx, expresaba como una constante en la cultura occidental reflejada en el «ascenso de la letra al espíritu» y en «dejar de aceptar un mensaje en su sentido literal, que mueve mecánicamente a la acción», «un sentido cuyo desenlace no es la acción sino la comprensión» (Garrido, 2002, p. 18). En una aproximación más certera y específica al concepto de la historia que aquí venimos manejando, algunos filósofos contemporáneos –como Ricoeur, Halbwachs o Adorno– han denunciado las simplificaciones totalizantes del pasado que han supuesto algunas mitologías contemporáneas (Losiggio, 2018, p. 139). Cassirer (1974, p. 331) sugería que el mito contemporáneo surge cuando una sociedad debe enfrentarse a una situación delicada, acechante, que aboca a un destino azaroso, convulso e inquietante. Entonces entran en juego el miedo y la repulsión hacia lo que se soporta, que reavivan el mito, como señala Losiggio (2018, p. 139): «La política es, entonces, un terreno peligroso que presenta la ocasión para el mito: deificación de un caudillo, carga afectiva sobre ciertas palabras a las que se les arrancaría su función semántica y aplicación de ciertos rituales que indistinguen las esferas de lo privado y lo público».