La mitologización de una sociedad impide pensar con libertad y expresarse con autonomía. Lukács (1968), por ejemplo, consideraba que el lastre de irracionalidad anejo a la homogeneización del pensamiento de una colectividad sumida en el estado mitológico devenía en hecatombe política y Jay (2003), partiendo de Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, hablaba de una estetización de la política desde el momento en que el culto irracional a un líder, a unos ritos o a unas imágenes significan la preeminencia del mito sobre el logos. Ahora bien, que el mito ocupe el lugar del logos en una sociedad que ya ha pasado por las etapas de la Ilustración, el positivismo y el espíritu científico no quiere decir necesariamente que se ponga entre paréntesis la percepción o la comprensión de la realidad y su análisis. Por esa misma razón, la conciencia mítica es no solo posible en la época contemporánea sino también en épocas en las que las utopías han constituido un desafío al racionalismo occidental. Ya Hübner (1996, p. 275) aclaraba:
A diferencia de Lévi-Strauss, yo no veo en el mito y sus variantes un código más o menos inconsciente con el cual se resuelvan dialécticamente dificultades lógicas. Al contrario, veo en él un abierto y franco reconocimiento del carácter alógico de una realidad que no se entrega a la «razón lógica». Por lo demás, hay que recordar que incluso en la ciencia existen al menos partes de la realidad de las que se puede decir lo mismo. Por ejemplo, ¿no sería absurdo que un psicólogo pretendiese que un hombre esté por completo sujeto a la racionalidad lógica y que su personalidad tenga que ser comprendida mediante la construcción rígidamente sistemática de una teoría hecha a su medida?
Padilla participó, como hemos visto, de esa colectiva razón mitológica que colocaba todas las cosas en un «justo tiempo humano», que se presentaba como coherente y estimulante, pero cuyas fisuras y falacias llegó a descubrir para evidenciarlas. De 1964 a 1966 ostentó un cargo en el Ministerio de Comercio Extranjero. En esos años residió en Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rusia. A su regreso a Cuba, en 1966, ya se había forjado una visión crítica del régimen que se había instaurado, y así lo relata en La mala memoria: «La Habana que encontré en 1967 estaba dominada por la reserva y el miedo […]. En la Unión de Escritores se había hecho más ostensible la presencia de la seguridad del Estado» (Padilla, 2008, p. 179). El paso del mito al logos estuvo, pues, ligado a ese descubrimiento y, sobre todo, a los sucesos que entre 1968 y 1971 dieron lugar al «caso Padilla». De citar a Retamar y a los héroes que murieron por él en playa Girón, pasó a sentirse muy molesto en «tiempos difíciles» porque le habían exigido, apelando al mito, entregar las partes del cuerpo y echarse a andar a continuación (Padilla, 1968, p. 23-24). Y comenzó también a estar francamente incómodo con los héroes que no dialogan, hacen ruido con las botas, nos dirigen, modifican el terror y nos imponen la furiosa esperanza (Padilla, 1968, p. 37): héroes que, como diría en su novela ya en los años ochenta, pastan en su jardín.
En el poema del libro Fuera del juego que más indignó a las autoridades de la política cultural cubana de la dictadura, se ofrece una gradación entre los órganos que el hombre nuevo debe entregar a la colectividad, al alto sueño, en tiempos difíciles: primero son las manos, lo más básico, los órganos asociados al trabajo y a las fuerzas de producción (Produktivkräfte, que diría Marx); después los ojos (el contacto más nítido, general e imprescindible con el mundo exterior), los labios (para erigir el alto sueño) y las piernas (la posibilidad de extenderse en el espacio) y, más tarde, en un mismo nivel, el pecho, el corazón y los hombros, todos ellos necesarios para la vida y con encargos más sutiles por parte del organismo. El clímax se cumple con la lengua, el elemento más importante, porque, sin su entrega, la donación de todo lo anterior «resultaría inútil» (Padilla, 1968, p. 24).
Cuando se habla, en el contexto del pensamiento clásico, del paso del mito al logos, suele hacerse hincapié en uno de los dos sentidos de la palabra griega λόγος, que significa razón, pensamiento, concepto, pero es necesario unir el significado primario que le sirve de complemento: palabra. El animal racional es también el zoon politikón, es decir, el que es capaz de expresarse racionalmente. La diferencia radical entre el hombre y los animales reside en su ser principalmente político, relacional con sentido, como reconoce Aristóteles (1910, pp. 15-16):
Solo el hombre, entre todos los animales, posee la palabra. La voz es, sin duda, el medio de indicar el dolor, el placer. Por ello es dada a los otros animales. Su naturaleza llega únicamente hasta allí: poseen el sentimiento del dolor y del placer y pueden señalárselo unos a otros. Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los hombres con respecto a los otros animales: el hombre es el único que posee el sentimiento del bien, del mal, de lo justo y lo injusto.
Rancière distingue entre la voz, que nada más puede «indicar» y es prerrogativa también de los animales, y la palabra, que «manifiesta», actividad exclusiva del hombre que le confiere el carácter político porque significa detentación y disfrute del logos entendido como palabra. Asegura el filósofo francés:
El destino supremamente político del hombre queda atestiguado por un indicio: la posesión del logos, es decir, de la palabra, que manifiesta, en tanto la voz simplemente indica. Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que la escuchan, es lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. La posesión de este órgano de manifestación marca la separación entre dos clases de animales como diferencia de dos maneras de tener parte en lo sensible: la del placer y el sufrimiento, común a todos los animales dotados de voz; y la del bien y el mal, propia únicamente de los hombres y presente ya en la percepción de lo útil y lo nocivo. Por ello se funda, no la exclusividad de la politicidad, sino una politicidad de un tipo superior que se lleva a cabo en la familia y la ciudad (Rancière, 1996, p. 14).
Se concluye entonces que el logos no es solo la capacidad racional que incluye el uso de la palabra, o la palabra misma, sino también «la cuenta por la cual una emisión sonora es entendida como palabra, apta para enunciar lo justo» (Rancière, 1996, p. 37). En el camino que va del mito al logos, Padilla entendió que la palabra no es solo aquello que le es negado al hombre que ha perdido su libertad bajo un sistema dictatorial y represivo, sino que es el único camino para constituirse como ser autónomo e independiente, el único modo de producir arte. La importancia de la lengua en la entrega paulatina del ser es fundamental, a pesar de que no es un órgano imprescindible: se puede vivir sin emitir palabras, pero no se puede vivir sin corazón, sin cerebro, sin un número muy elevado de órganos. Incluso, en el orden de los órganos prescindibles, los ojos o las piernas serían más relevantes que la capacidad de hablar porque limitan de un modo mucho más patente el contacto con el mundo, la inmersión en la res publica.
¿Por qué, entonces, se aviene a constituir la punta del iceberg, el elemento final del clímax sin el cual el resto de las donaciones serían inútiles? Porque es el único órgano que traduce lo privado a lo público, separa la identidad individual de la colectiva y ordena la jerarquía de las funciones en el campo de las relaciones sociales y económicas. La política, entendida como el reparto, el dar a cada uno lo suyo según su nivel de participación, es el «orden que determina la distribución de lo común» (Rancière, 1996, p. 20). Y ahí es donde Padilla realiza una propuesta concreta a través de su poemario, y por eso se coloca «fuera del juego». La política debe definir el alcance de «lo común», la parte de individualidad que se debe mezclar con las otras individualidades y conectarse con ellas, y que es justo que se ponga a disposición de la comunidad. Rancière (1996, p. 19) lo explica tomando como base los conceptos de igualdad aritmética e igualdad geométrica: la primera define y aborda los «intercambios mercantiles» y las «penas judiciales» que afectan en justicia y equidad a cada individuo según la cuota que su propia presencia merece en la sociedad; la segunda va encaminada a delimitar la «armonía común», ya que «establece la proporción de las partes de la cosa común poseídas por cada parte de la comunidad según la cuota que esta aporta al bien común».
El nudo del debate, que aportaría direcciones encontradas a las propuestas de la razón mitológica y de la razón lógica, se centra en la preeminencia de una de las dos igualdades, la aritmética y la geométrica, o, mejor dicho, en la subordinación de una a la otra. Para que la res publica se dirija y estructure en torno al bien, es necesario que las cuotas sean proporcionales a cada participante, según el valor que «aporta a la comunidad y al derecho que este valor le da de poseer una parte del poder común» (Rancière, 1996, p. 19). Asimismo, este juego de fuerzas confiere al individuo una cuota de libertad para expresarse en lo común de la forma que considere oportuna según sus intereses personales y su honestidad, su sentido común y su conocimiento de y compromiso con las regulaciones del pacto social. Padilla fue evolucionando de la absoluta sumisión a lo que dictara el pacto que «en tiempos difíciles» llevó al Estado a dirigir las políticas culturales, sociales y económicas sin contar apenas con los individuos, en lo que entonces consideraba como un «justo tiempo humano», hacia una exigencia de cuotas individuales según otro pacto más democrático, en el que la palabra fuese uno de los condimentos y de los ingredientes de la cuota. Pero lo hizo en el momento menos oportuno. Ironizar con la entrega que el hombre nuevo debería realizar al proyecto de una Revolución dilatada en el tiempo –en un oxímoron que continúa todavía vigente después de sesenta años de régimen– era exponerse a lo que realmente ocurrió en el denominado «caso Padilla»: la estalinización de la cultura tuvo su momento culminante justo en los días en que Padilla fue encarcelado, puesto en libertad y obligado a leer una declaración contraria a la que su lengua quería realmente pronunciar, punto de partida del quinquenio o decenio gris o negro.