POR ÁNGEL ESTEBAN
El 30 de abril de 1971, Fidel Castro pronunció una larga arenga como primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y como primer ministro del Gobierno con motivo de la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el que participaron la mayoría de los cien mil profesores y maestros del país, más escritores, intelectuales y gestores oficiales de la cultura y el arte. Como puede imaginarse, el evento había sido organizado con mucha antelación, y todo lo que en él se debatió y ocurrió estaba previsto desde el año anterior, pero es razonable pensar que la intervención final del dictador hubiera estado en parte provocada y alterada a tenor de los acontecimientos que acababan de producirse en torno a la figura del poeta Heberto Padilla.

En enero de 1971, el poeta de Pinar del Río comentó a Jorge Edwards, instalado en La Habana a finales del año anterior como encargado del gobierno de Allende para restablecer las relaciones diplomáticas entre Cuba y Chile, que la situación por la que atravesaba la isla en esos momentos era «la más crítica que había conocido la Revolución cubana» (Edwards, 2015, p. 274). Su situación personal y su lugar en el contexto cultural de la oficialidad revolucionaria habían ido en declive desde la concesión del Premio Julián del Casal, la reprobación de la obra por parte de la UNEAC y la publicación del poemario con aquella singular aclaración de aquellos que manejaban las políticas culturales. A pesar de ello, Nicolás Guillén, por entonces presidente de la UNEAC, invitó a Padilla a protagonizar el último de los recitales poéticos que había organizado desde hacía meses en la sede de la institución. Edwards, que asistió a la actividad, asegura que participaron muchos jóvenes, que la estancia estaba repleta de gente y también los pasillos adyacentes y hasta el jardín de la finca, y que hubo varios diplomáticos en el acto. Padilla leyó poemas del polémico libro premiado y otros de un nuevo poemario, Provocaciones. El acto fue un éxito y hubo prolongados aplausos y ovaciones, por lo que los amigos del poeta, en una celebración posterior a la lectura en el hotel Habana Riviera, sugirieron que aquella velada habría constituido, quizá, una total reintegración del autor en el curso habitual de la vida cultural cubana. Para corroborar esa sensación, al poeta se le concedió una habitación en el hotel Nacional y más adelante en el Habana Riviera, justo debajo de las estancias que ocupaba Jorge Edwards como diplomático chileno. Este comentó a Padilla que ya no podría quejarse, pues lo estaban tratando «a cuerpo de rey» (Edwards, 2015, p. 283).

La euforia duró muy poco. Ya en febrero, Padilla y su esposa Belkis Cuza comunicaron a Edwards sus sospechas: creían que su habitación tenía micrófonos y que el gobierno escuchaba sus conversaciones, reuniones con amigos, etcétera, algo que también ocurriría, con toda seguridad, en las habitaciones del cuerpo diplomático chileno. Además, el poeta se había obsesionado con la posibilidad de que el gobierno cubano quisiera arrebatarle y castigarle por el libro que estaba escribiendo en esos momentos, su novela En mi jardín pastan los héroes. Otra invitación a leer poemas mitigó, sin embargo, la zozobra de Padilla. Fue el rector de la Universidad de La Habana quien, directamente, acogió en su institución al poeta, actividad que además sería grabada para enviarla a un evento cultural en Chile. Pero ahí no terminó todo. Cuenta el pinareño: «Como a las dos de la madrugada siguiente a la tarde en que yo hice mi grabación, llamaron a los técnicos de nuevo para una recepción privada del recital. Y, efectivamente, a las dos y media de la mañana se apareció Fidel Castro en la universidad para escuchar aquellos poemas míos. Me contaron que oía cada poema, y lo volvía a oír detalladamente. Oyó todo aquello y salió de allí sin hacer un solo comentario» (Verdecia, 1992, p. 67).

Días después ocurrieron los hechos sobradamente conocidos: el arresto de Padilla y su esposa, la cárcel, la salida y la declaración de autocrítica a la que fue obligado en la sede de la UNEAC, con la presencia de numerosos escritores a los que Padilla también acusó de ser, como él, infieles a la Revolución y a su líder. Y, por supuesto, las reacciones de estupor de la mayoría de los intelectuales europeos y americanos que hasta entonces habían apoyado ciegamente la Revolución y que, a partir de entonces, escribieron cartas de protesta y dejaron de involucrarse en un proyecto que recordaba los peores momentos del estalinismo. El 27 de abril de 1971 Padilla abandonó la cárcel y esa misma noche leyó el documento redactado por la policía política en el que supuestamente se arrepentía de tantas deslealtades cometidas desde los años sesenta hasta la fecha. Pocos días más tarde se inauguró el Congreso Nacional de Educación y Cultura, que fue clausurado con el discurso de Fidel Castro. Es evidente que, a priori, no existe una relación causal entre los sucesos de los días y meses anteriores y el contenido del discurso, pero cabe sugerir que el primer mandatario cubano hizo hincapié en ciertos aspectos en los que se podía adivinar que lo que estaba ocurriendo molestaba profundamente a un dirigente deseoso de mantener el poder sin fisuras mientras el colectivo intelectual y artístico se le estaba poniendo en contra. Padilla era, nada más, la punta del iceberg de algo mucho más profundo y general en el ámbito. Por eso aquel evento tuvo, finalmente, un carácter excesivamente autoritario, como veremos a continuación, y fue el punto de partida de una década en la que la censura llegó a hacer casi irrespirable el aire literario y artístico del país.

En los mismos albores de la Revolución, en el ámbito de la cultura occidental, se habían tratado de evaporar los límites entre la vida y el arte, intentando «fusionar el arte y la política» (Bell, 1988, p. 122), y se definía con precisión al intelectual como una pieza fundamental en el engranaje de los procesos revolucionarios abanderados por la izquierda, como un agente de cambios esenciales en la sociedad para la defensa de los oprimidos, siguiendo la noción de compromiso esbozada por Sartre en ¿Qué es la literatura? y otros escritos. Muchos de los congresos de los años sesenta, en Latinoamérica y, sobre todo, en Cuba, incidían en la identificación del artista con el intelectual y con el compromiso con los «condenados de la tierra», como definía Fanon en 1961 a los que sufrían el colonialismo económico y cultural. Ahora bien, conforme avanza la década y nos acercamos a los setenta, la relación del intelectual con la política y el compromiso se torna problemática, precisamente por la relación también planteada por Sartre entre la palabra y la acción. Dice Claudia Gilman (2003, p. 160): «En el proceso de politización del intelectual, un fenómeno paradójico terminó por enfrentarlo con la eficacia del hombre de acción, cuya posición es antes pragmática que sustentada sobre una ética del decirlo todo. Dicho de otro modo, la palabra y el acto pueden entrar en sistemas de antagonismo cuando se deteriora la certidumbre de que la palabra constituye alguna forma de acción que pueda vincularse con las exigencias de la política».

Los escritores de finales de los sesenta y los setenta tendieron a aproximarse cada vez más a la autonomía de la palabra frente a la acción política o a su servidumbre, y a considerar que la propia utilización de la palabra ya era una postura crítica y una posición en el mundo y frente a las injusticias. Por eso, en Cuba, ya desde finales de los sesenta, meses antes de que estallara la primera polémica por el poemario de Padilla, la declaración final del Congreso Cultural de La Habana, de enero de 1968, insistía en que la Revolución es el acontecimiento cultural por antonomasia y en que defender la Revolución es lo mismo que defender la cultura. Mientras los artistas deseaban escapar al control, las dirigencias políticas exigían que el compromiso fuera revolucionario y radical, absoluto. De hecho, el mismo Benedetti, que desde el comienzo del proceso cubano había sido incondicional con la causa, y lo seguiría siendo, realizó una aportación que no sentó del todo bien en el espacio político: su texto «Sobre las relaciones del hombre de acción y el intelectual» solicitaba respeto para la acción reflexiva y teórica del intelectual, a quien no se puede acusar de «antiintelectual» por el hecho de no acomodarse a un objetivo práctico urgente o inmediato. Y se manifestaba en contra de apreciar como «intelectual revolucionario» solo a quien participara de una lucha armada, aunque tampoco el guerrillero debería ser excluido del carácter intelectual: «No todos los intelectuales revolucionarios (empezando por Carlos Marx) terminan en soldados. Ni está prohibido ni es obligatorio» (Benedetti, 1974, p. 43).

Ese respeto por la autonomía del intelectual y del artista, frente a las supuestas necesidades de las revoluciones que pretenden orientar de modo absoluto el sentido, la actividad y sus formas, es el que, de una manera mucho más agónica y con buena dosis de ironía, exhibe Padilla en su poema de Fuera del juego «En tiempos difíciles», en el que un hombre revolucionario debe entregar todo a una magna causa, incluso su lengua y, una vez que no es dueño de nada, debe acometer la imposible tarea de echar a andar. El hecho de que la lengua sea el último órgano que se le solicita a la voz poética y que sea el más importante, necesario para que la entrega de los demás órganos sea útil, notifica a las claras el estatuto privilegiado del intelectual comprometido pero autónomo, que tiene pensamiento y voz propios y defiende las causas justas vengan de donde vengan, sin servilismos a ideologías excluyentes.