Por eso, en el discurso de Fidel Castro en el congreso de 1971 el tono resultaba imperativo, a la vista de las protestas y críticas de muchos de los intelectuales, escritores y artistas que hasta entonces se habían alineado sin fisuras con la corriente radical del sistema revolucionario. Lo que más perplejidad producía a esos escritores razonables era que la Revolución no admitiera críticas internas, positivas, constructivas, y solo escuchara a aquellos que aplauden ciegamente o asienten de modo servil a lo que se les expone, propone o dispone. El ejemplo más claro de esa actitud de rebaño es el mismo final del discurso, que pretendía ser un colofón a todo lo que se había afirmado en el congreso. La transcripción que hizo el Departamento de Versiones Taquigráficas del Gobierno revolucionario no puede ser más explícita:
Y por eso les preguntamos a ustedes si están de acuerdo (APLAUSOS Y EXCLAMACIONES DE: «¡Sí!»). Entonces que levanten la mano los que están de acuerdo (LOS DELEGADOS LEVANTAN LA MANO). ¡Perfectamente! Y siguiendo la costumbre del congreso: ¿Hay alguien en contra? (EXCLAMACIONES DE: «¡No!»). ¡Muy bien!
Entonces les deseamos, compañeros, los mayores éxitos en el cumplimiento del programa trazado por el congreso. ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! (OVACIÓN).[1]
Haciendo referencia a lo que provocó el «caso», Padilla confirmaba esa dimensión intransigente de las políticas culturales cubanas que tenían como eje el carácter orgulloso, intolerante, inflexible, fanático y vecino a la megalomanía de Fidel Castro, quien no permitía un asomo de crítica a su persona:
Todo el énfasis se reducía a que se difamaba a la Revolución. Un error elemental, porque nadie difama un proceso político. Es más, creo que es perfectamente orgánico en cualquier sociedad del mundo discutir las políticas de sus Gobiernos, y sobre todo de los dirigentes de sus Gobiernos. Es decir, lo que querían convertir en ese momento en figura de delito prevista por los códigos jurídicos no lo era en absoluto; ni lo era ni lo es en ningún país del mundo en donde se discute la existencia misma de un dirigente y la sustitución de un dirigente político por el hecho de haber cometido determinados errores. Pero como en Cuba la figura del jefe Fidel Castro es sagrada, mi delito era casi de blasfemia, de sacrilegio. Entonces, había que aprovecharse de la furia personal, de la pasión enfermiza del jefe, e instalarnos en esa única posibilidad de no hacer que se cumpliera lo que quería Fidel Castro (Verdecia, 1992, pp. 81-82).
En el transcurso de ese largo texto de Castro hay pocas ideas pero muy repetidas. La primera, como punto de partida, es la unanimidad en el sesgo ideológico, que proviene de que solo ha habido participantes ligados al único partido político que existe en la isla. Fidel señala que solo después de una Revolución tan radical se puede convocar una reunión científica de ese cariz porque en otras épocas, antes de 1959, «habrían estado representadas todas las organizaciones y partidos burgueses, un congreso dividido en una docena de partidos; habrían estado representados –por supuesto– los intereses de los explotadores, bien representados. Aquí habrían estado representadas todas las corrientes más oscurantistas, más retrógradas y más negativas. Eso no habría podido llamarse jamás congreso».
Se describe tal unanimidad como un auténtico logro, que levanta una multitud de aplausos y que significa una postura firme, unitaria, homogénea, monolítica en las cuestiones políticas, que se ha conseguido, según Castro, gracias a que el espíritu revolucionario, «las ideas patrióticas, las ideas internacionalistas, las ideas marxista-leninistas han calado profundamente en el corazón y en la conciencia de nuestro pueblo y muy especialmente en una gran parte de nuestros educadores», lo que ha constituido una forma de rozar la perfección, lo óptimo.
Una vez que se han puesto los límites sobre lo que se puede o debe pensar, Castro comienza a elaborar una segunda idea, que tiene que ver con todo aquello que está ocurriendo en el campo intelectual, artístico y literario, y en la que descubrimos lo que sucede con personajes como Heberto Padilla y todo aquellos que defienden la autonomía del intelectual y del artista. Primero se refiere a los libros que se han publicado para la educación de los más pequeños, gracias a los cuales se va a conseguir que el nivel de formación en el contexto educativo general sea de los más elevados del planeta. Pero hay algunos libros –y aquí comienza una generalización que excede el campo de la educación– «de los cuales no se debe publicar ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ¡ni una letra!», comentario seguido de una salva de aplausos. Y esto entronca directamente con lo que aconteció a partir de entonces: si bien la dirigencia cultural había cedido en alguna ocasión o no había sido lo suficientemente contundente para prohibir o desechar una publicación, a partir de ese momento ya no sería así. De hecho, los años setenta son aquellos en los que apenas hubo publicaciones relevantes, bien por la represión durante el pavonato, bien por la autocensura. Pero la criba había de ser anterior: si se pone el acento en el control y la neutralización de aquellos que pueden escribir textos contrarios o simplemente ajenos al contexto revolucionario, se evita que sus escritos lleguen a los lugares donde deberían de ser discriminados en orden a una posible publicación. La represión de la que fue objeto Padilla en la cárcel fue uno más de los procedimientos de control que hubo en los setenta: prisión, registros a domicilios, micrófonos, etcétera, y anulación también de aquellos que se habían presentado como amigos del régimen y luego se convirtieron en críticos del sistema. Una frase del discurso de Castro alude a todo ese colectivo: «En el transcurso de estos años hemos ido cada día conociendo mejor el mundo y sus personajes. Algunos de esos personajes fueron retratados aquí con nítidos y subidos colores. Como aquellos que hasta trataron de presentarse como simpatizantes de la Revolución, ¡entre los cuales había cada pájaro de cuentas!».
Enemigos de dentro y de fuera. En los párrafos siguientes hay una larga sección en la que aborda las nuevas formas de colonización que el imperialismo ha adoptado, e introduce en ellas a medios de comunicación extranjeros, sobre todo europeos, y personajes del mundo de la cultura y la literatura que estuvieron comprometidos con las causas revolucionarias pero que ahora miran el mundo desde una óptica burguesa. Primero, los medios:
Porque ellos allá, todos esos periódicos reaccionarios, burgueses, pagados por el imperialismo, corrompidos hasta la médula de los huesos, a 10.000 millas de distancia de los problemas de esta Revolución y de los países como el nuestro, creen que esos son los problemas. ¡No, señores burgueses!: nuestros problemas son los problemas del subdesarrollo y cómo salirnos del atraso en que nos dejaron ustedes, los explotadores, los imperialistas, los colonialistas; cómo defendernos del problema del criminal intercambio desigual, del saqueo de siglos.
Después, las personas:
[…] Pseudoizquierdistas descarados que quieren ganar laureles viviendo en París, en Londres, en Roma. Algunos de ellos son latinoamericanos descarados, que en vez de estar allí en la trinchera de combate (APLAUSOS), en la trinchera de combate, viven en los salones burgueses, a 10.000 millas de los problemas, usufructuando un poquito de la fama que ganaron cuando en una primera fase fueron capaces de expresar algo de los problemas latinoamericanos.
Pero lo que es con Cuba, a Cuba no la podrán volver a utilizar jamás, ¡jamás!, ni defendiéndola. Cuando nos vayan a defender, les vamos a decir: «¡No nos defiendan, compadres, por favor, no nos defiendan!» (APLAUSOS). «¡No nos conviene que nos defiendan!», les diremos.
Y desde luego, como se acordó por el Congreso, ¿concursitos aquí para venir a hacer el papel de jueces? ¡No! ¡Para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad! (APLAUSOS). Y para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad (APLAUSOS), revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua. Y las revistas y concursos, no aptos para farsantes. Y tendrán cabida los escritores revolucionarios, esos que desde París ellos desprecian, porque los miran como unos aprendices, como unos pobrecitos y unos infelices que no tienen fama internacional. Y esos señores buscan la fama, aunque sea la peor fama; pero siempre tratan, desde luego, si fuera posible, la mejor.
Tendrán cabida ahora aquí, y sin contemplación de ninguna clase, ni vacilaciones, ni medias tintas, ni paños calientes, tendrán cabida únicamente los revolucionarios.
Ya saben, señores intelectuales burgueses y libelistas burgueses y agentes de la CIA y de las inteligencias del imperialismo, es decir, de los servicios de inteligencia, de espionaje del imperialismo: En Cuba no tendrán entrada, ¡no tendrán entrada!
La lista podría ser casi interminable: Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes, Jorge Semprún, Jean-Paul Sartre, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Barral y un largo etcétera, a los cuales se habría unido en los últimos meses Jorge Edwards, acogido por la Revolución pero con el estigma de su amistad con Lezama, Padilla y otros cubanos rechazados por el Gobierno y finalmente expulsado del país para caer bajo el ala de otro de los acusados: Pablo Neruda. Todos ellos visitaron Cuba, escribieron o se manifestaron a favor del proceso revolucionario, o bien participaron de los jurados de los premios literarios, publicaron en las revistas cubanas, asistieron a los congresos de los sesenta, etcétera, y ahora, desde Europa, enviaban esas cartas preguntando por lo que había ocurrido con Heberto Padilla. Aunque las acusaciones de Castro eran muy vagas, es coherente pensar que todo lo que estaba ocurriendo en esos mismos días alrededor de la figura del poeta pinareño influyó en la redacción de las líneas generales de ese discurso. En la larga entrevista con Verdecia, Padilla se refería a esas jornadas como un momento en que Castro relacionaba a Edwards con la CIA, «encargado de ir a Cuba a reclutar a todos los descontentos del sector cultural, a los escritores», y aseguraba que el chileno era el culpable de la detención de Heberto y que enseguida haría «revelaciones que indignarían a la opinión pública, porque el caso de Heberto Padilla no se agota en el mismo, sino que se extiende a muchos escritores más» (Verdecia, 1992, p. 72).