POR PATRICIO PRON
Buenos Aires, Argentina. 2018. Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado. Detenidos, desaparecidos y asesinados en la dictadura militar perpetrada por el Estado en el período 1969-1983

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EEDMPSSELLL es el producto de una dificultad manifiesta para dejar atrás parte de mi historia personal y la de mi país que comenzó en torno a 2007; durante cuatro años estuve tratando de comprender qué podía hacer con ciertos hechos y algunas circunstancias: la experiencia política de mis padres, la desaparición y el asesinato de muchos de sus compañeros y amigos, nuestras libertades condicionadas y bajo amenaza durante buena parte de la Dictadura, el ocultamiento, el miedo y el fingimiento, el país resultante de la cancelación del proyecto de soberanía política, independencia económica y justicia social de la generación de mis padres, el desencanto y el cinismo de mi propia generación, los exilios, la huida, las defecciones, las lealtades. La novela —que algunos llaman autoficción, otros, novela de no ficción y, algunos más, y más recientemente, true crime— fue publicada en 2011 pese a que mi impresión por entonces era que los hechos recogidos en ella sólo podían interesarnos a mí y a un puñado de personas cercanas. Ningún escritor es buen juez de su trabajo, ni siquiera el que, como yo, recibió una educación como crítico literario y escribe habitualmente sobre libros; como estaba convencido de que mi editor rechazaría el manuscrito, se lo entregué junto con los relatos de La vida interior de las plantas de interior: había escrito la novela porque los hechos narrados en ella se me habían impuesto, impidiéndome escribir —e incluso pensar— acerca de cualquier otra cosa durante un largo período de tiempo, pero mis intereses tienden a ser poco habituales, y mi editor podía ver todo esto de otro modo; si le entregaba también los cuentos, pensé, al menos uno de los dos libros sería publicado. Pero mi editor apoyó la novela desde el momento en que la leyó, y desde entonces ha sido traducida a diez idiomas y publicada en Francia, Italia, Estados Unidos, Países Bajos, Chile, China, Argentina, Kuwait, Dinamarca, Noruega, Alemania, Brasil, Reino Unido, Colombia, México y otros países; es la novela sobre la que más veces he respondido preguntas, la que en más ocasiones he tenido que leer en público, aquella acerca de la que más veces se ha escrito en la Academia y la que en más oportunidades he tenido en mis manos subrayada y anotada por sus lectores. Las primeras páginas las escribí en la calle de Rodríguez San Pedro, en Madrid, en un apartamento de un dormitorio cuya dirección no cabía en los albaranes, pero duré algo menos de un año en esa casa —nunca un hogar— y el resto del libro lo escribí en la calle Vallehermoso, a continuación: mi nuevo alojamiento tenía un solo ambiente, una pequeña cocina oculta dentro de un armario, unas baldas, un colchón y una mesa; de un lado podía ver el Parque del Oeste, del otro, a los pequeños ladrones y a los sin techo que entraban y salían de un supermercado abierto las veinticuatro horas al ritmo de sus necesidades y de sus feudos incomprensibles. Yo escribía para no tener que volver a pensar en lo que estaba narrando, para desterrar esos acontecimientos —«Olvídalo, desactívalo, suéltalo ya. Sólo está en tu memoria, suprímelo. Tienes el poder para hacerlo. Escríbelo», proponía William S. Burroughs a los lectores de sus Últimas palabras—, pero había dificultades, escollos; y en ocasiones sucede que lo que deseabas olvidar regresa y se te recuerda con mayor intensidad y más frecuencia cuando lo señalas con un gesto; por ejemplo, con un libro.

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Escribir acerca de lo que le ha sucedido a uno mismo plantea dificultades prácticas, pero los problemas a los que uno se enfrenta cuando aborda una historia que no le pertenece por completo son mayores y entran en el ámbito de la ética. La pregunta en torno a si resulta apropiado narrar un proyecto colectivo de transformación de la realidad y sus consecuencias reduciéndolos al relato de las vidas de algunas personas —mis padres; Alicia Burdisso, asesinada en 1977 en el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de la ciudad de San Miguel de Tucumán durante la Dictadura; su hermano Alberto, asesinado décadas después para robarle el dinero de la indemnización que le había otorgado el Estado argentino por la desaparición de Alicia; yo mismo, en parte— es también un problema ético; en términos prácticos, es, sin embargo, también un problema moral y estuvo a punto de hacer fracasar el libro. Una suma de pudor y de cálculo —además de una demanda de compartimentación de la que quienes somos hijos de activistas políticos nunca acabaremos de librarnos del todo— había hecho que concediese a mis padres el derecho a veto a la publicación de la novela en Argentina: yo no veía ninguna gran contradicción en el hecho de arrojar cócteles molotov en la puerta de un periódico conservador durante la juventud y décadas después trabajar en él, pero no todos eran de la misma opinión —mi madre, por el caso, no lo era—, y ésta fue la primera y la última vez que mis padres leyeron un libro mío antes de ser publicado. No parecía que éste tuviera antecedentes, por otra parte; si había algún libro similar en torno a los hechos trágicos del pasado reciente del país en cuyas respuestas a los problemas que la escritura planteaba yo pudiera recostarme, no lo encontré hasta tiempo después de que la novela fuera publicada. Un cierto consenso establecía por entonces —además— que de esos hechos trágicos sólo debían hablar sus protagonistas, no quienes, como yo, los experimentaron siendo niños y en una posición subsidiaria; el testimonio es una economía y Argentina es un país de monopolios, así que EEDMPSSELLL tuvo varios comienzos en falso y quizás dos o tres versiones, y su tema principal —el modo en que las dos muertes narradas en el libro establecían una simetría que enmarcaba otra simetría, la de que, cuando yo estaba «buscando» a mi padre, él también estaba buscando a alguien, en su caso a una persona cuya desaparición estaba estrechamente vinculada, a su vez, con el asesinato de otra y con su historia personal—sólo se me reveló durante la escritura; como en el muy conocido dictum de Marguerite Duras, escribir El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia fue una forma de aprender a escribir una novela llamada El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, y supongo que también en este aspecto el libro acabó siendo determinante para mí: nunca escribí con un plan previo, pero, desde entonces, todos mis libros han sido producto del enfoque empleado en EEDMPSSELLL, de acuerdo con el cual los libros son las respuestas a las preguntas que los suscitaron, su propio manual de instrucciones, su mapa de un territorio no cartografiado de antemano.

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Por mi parte, en cualquier caso, preferiría no tener que haber escrito nunca ese juego de espejos en el que unas historias completan y explican a otras y ponen de manifiesto el fondo de violencia y sordidez de la vida argentina, así como nuestro interminable deseo de justicia

Mi padre leyó el manuscrito no muy lejos de donde transcurrieron las vidas de Alicia y de Alberto Burdisso y el asesinato de éste último, pero es posible que el recuerdo que yo tengo de verlo leyéndolo sea un recuerdo falso, que anuda en una imagen dos o más circunstancias que podrían haberla producido: en cualquier caso, ni mi padre ni mi madre ejercieron su derecho a veto, por más cuestionable que les haya parecido la lectura. Poco después, en agosto de 2010, mi padre creyó importante ofrecerme su visión de los hechos y reparar algunos errores: el resultado fue prácticamente un texto autónomo, que publiqué con su autorización (https://bit.ly/3QuypoP) y años después escuché a alguien decir que era inventado, parte de la obra. Pero la de mi padre sólo fue la primera de una serie de reacciones privadas a EEDMPSSELLL no todas las cuales se produjeron en la Argentina, lo que pareció demostrar que en otras sociedades —la española, la chilena, la uruguaya, la italiana, la peruana, la alemana— también se manifiestan, por un lado, una imposibilidad por parte de una generación —dicho rápidamente, la de los sesentas y setentas— de dar cuenta de su experiencia y, por el otro, una dificultad igualmente acusada para entenderla entre los más jóvenes; una interrupción en la transmisión de la experiencia política —y, por lo tanto, un obstáculo para la creación de proyectos políticos alternativos— que, bajo la forma de la inhibición y del silencio, pondría de manifiesto que todas esas sociedades siguen instaladas en una situación inmediatamente postdictatorial con la que cada una de ellas negocia en la medida de sus posibilidades, pero que más a menudo soslaya u oblitera fingiéndose una sociedad por completo democrática. No menos importante para mí que esa primera reacción de mi padre fue que, en febrero de 2011, mi padre redactó un proyecto de ordenanza municipal para la creación de un Espacio de Memoria en El Trébol, donde transcurre buena parte del libro; el 24 de marzo de 2012 —es decir, en el trigésimo sexto aniversario del último golpe de Estado—, en la inauguración de ese Espacio, en el que se plantaron árboles y se instaló un grupo escultórico que representa a los tres desaparecidos de la ciudad —Carlos Alberto Bosso, detenido y secuestrado en *osario el 17 de setiembre de 1977 junto a su mujer y a su hija de quince meses de edad; Luis Alberto Tealdi, un activista sindical secuestrado el 28 de setiembre de 1977, y Alicia Burdisso, a los que acabaría dedicándoles una serie de tres libros periodísticos—, mi padre leyó un fragmento de EEDMPSSELLL: que tanto él como mi madre volviesen al activismo político después de leerla es la mejor y más importante consecuencia de haber escrito esa novela.

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Nada cura nunca, ni siquiera escribiéndolo; de todas las ingenuidades y creencias equivocadas en las que incurren quienes leen y escriben libros, la única que no recuerdo haber tenido nunca es la de que la literatura serviría para «sanar» de un hecho traumático, mucho menos de un trauma cuya naturaleza es política y hace a la persecución y al asesinato de al menos treinta mil personas y a la cancelación indefinida de un proyecto de transformación de la realidad, un proyecto utópico y, por eso mismo, perfectamente razonable y necesario. Pese a que algo en la práctica de la escritura permite olvidar lo que se ha escrito, hacerlo propiedad de otros y dejarlo atrás —y mi proyecto era que EEDMPSSELLL hiciese esto por mí—, años después sigo pensando en los acontecimientos narrados en esa novela y tratando de explicarlos. No escribí El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia para que participase de ningún subgénero, pero éste acabó conformándose y es llamado ya, por algunos, «la literatura de los hijos»: mis opiniones en torno a esa literatura —y al modo en que, como escribió Guy Debord, «en el dominio de la cultura, la burguesía se esfuerza en invertir el gusto de lo nuevo, que en nuestra época le resulta peligroso, hacia ciertas formas degradadas de novedad, inofensivas y confusas»— suelen variar de día en día; pero el subgénero, o serie, está compuesto por algunos textos excelentes, y es bueno que mi trabajo sea leído junto con ellos, que además fueron escritos por amigas y amigos muy queridos. Los mejores libros de la serie dan cuenta del hecho de que ni siquiera aquellos que somos hijos de activistas políticos que no fueron desaparecidos y permanecieron leales a sus ideas de juventud estamos seguros de comprender bien el tipo de sacrificio personal que éstos estuvieron dispuestos a realizar en el pasado; no comprendemos su experiencia, pero la sabemos decisiva para ellos tanto como para nosotros, así como sabemos que crecimos en países que, como Chile, Uruguay y Argentina, son el producto directo del fracaso de su proyecto político y del asesinato y el exilio de miles de personas. No hay muchos más libros de autores hispanohablantes que hablen con tanta claridad de estos asuntos, creo.

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En las sociedades postdictatoriales existe una demanda específica y persistente de «pasar página», y EEDMPSSELLL me parece ahora un intento de resistir esa demanda desde un lugar distinto al habitual en las novelas sobre el tema; no tanto un esfuerzo por adherir acríticamente a la exigencia de «memoria, verdad y justicia» —tres términos enormemente complejos y parcialmente contradictorios, en mi opinión— sino una tentativa de extraer del pasado ejemplos de una práctica política de tipo utópico que sea válida para el presente: está claro que no podemos reivindicar muchas de las concepciones y las acciones políticas de los miembros de la generación precedente, pero podemos reivindicar su voluntad y su entrega, y honrarla en la medida de nuestras posibilidades con una acción política afirmativa y consistente que plante cara al aumento extraordinario de la desigualdad económica y política, el desastre medioambiental y el incremento de actitudes misóginas, negacionistas y racistas en la sociedad. Quizás mi novela se haya vuelto más necesaria que en el pasado, dadas estas circunstancias, al tiempo que tal vez ciertos ejemplos de la «literatura de los hijos» puedan ser vistos como instigadores al tiempo que producto del cambio de mentalidades en sociedades como la chilena; por mi parte, en cualquier caso, preferiría no tener que haber escrito nunca ese juego de espejos en el que unas historias completan y explican a otras y ponen de manifiesto el fondo de violencia y sordidez de la vida argentina, así como nuestro interminable deseo de justicia.

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Quizás el no poder dejar atrás ciertos hechos y circunstancias, que, como decía, me resultó imposible desatender entre 2007 y 2010, sea una forma tan válida como cualquier otra —en cualquier caso, la única a mi disposición en ese momento, al parecer— de tratar de dar respuesta a preguntas que todos nos hacemos en torno a las palabras, el pasado, el presente, la memoria, las cosas, lo que hay después de la memoria y los vínculos que hay entre todos ellos; un «no poder no narrar» que tal vez sea lo que Maurice Blanchot llamó «una escritura del afuera» y —en realidad, pienso ahora— constituye una negación del deseo de que el pasado deje de pertenecernos. No creo que nadie deba pasar tanto dolor y desnudarse de ese modo para escribir un libro, pero es lo que yo tuve que hacer, y la historia sigue siendo, para mí, como para otros, una pesadilla de la que no podemos despertar. No es salvífica, no progresa linealmente, no promete ninguna parusía, ninguna realización del Espíritu Universal, pero todavía permite alojar en ella acontecimientos únicos, momentos brevísimos y altamente experimentales en los que se vislumbre la posibilidad de vivir de otra manera. La tarea de construir situaciones que puedan ser habitadas por los otros, que amplíen el repertorio de posibilidades de las vidas que vivimos, que permitan a las personas recuperar la soberanía sobre sí mismos que el Estado y el Mercado les roban, que, como escribió Debord, hagan posible «la invención de juegos de una esencia nueva» que restituyan de una manera novedosa el viejo vínculo entre las palabras y las cosas no es especialmente popular en este momento, pero tal vez sea más necesaria que en el pasado. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia aspira a ser una de esas situaciones, una negación de la negación que haga posible, por fin, la acción afirmativa.