«Un escritor puede contribuir al hallazgo, a la inversión de un nuevo sentimiento»Por Carmen de Eusebio
José Balza (Delta del Orinoco, Venezuela, 1939) es narrador y ensayista. Fue profesor de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1991. Ha publicado libros sobre teoría literaria, sobre artes plásticas, cine, música. Sus relatos han sido traducidos al italiano, francés, inglés, alemán y hebreo. Colaborador asiduo de revistas de América Latina, Estados Unidos y Europa. Su obra ha sido objeto de numerosos estudios y prestigiosos ensayos. Entre sus novelas se encuentran: Marzo anterior (1965); Largo (1968); Percusión (1982); Después Caracas (1995) y Un hombre de aceite (2008). De sus libros de cuentos destacan: Órdenes (1970); Un rostro absolutamente (1982); La mujer de espaldas (1982); La mujer porosa (1996); El doble arte de morir (2008). En 2012 la editorial Paréntesis publica en España y América: Cuentos. Ejercicios narrativos, donde se reúne la práctica totalidad de la narrativa corta de José Balza, con un extenso prólogo de Ernesto Pérez-Zúñiga. Como ensayista ha publicado: Narrativa: instrumental y observaciones (1969); Proust (1969); Los cuerpos del sueño (1976); Análogo, simultáneo (1983); Transfigurable (1983); Este mar narrativo (1987); Ensayos invisibles (1994); Observaciones y aforismos (2005); Ensayos crudos (2006); Pensar en Venezuela (2008).
El delta del Orinoco es un lugar privilegiado en cuanto a la naturaleza se refiere, la influencia de las mareas hace que cambie la dirección del río provocando un flujo y reflujo. Su vegetación y fauna son únicas. Esto convierte al lugar, en sí mismo, en metáfora de la vida. Usted nació en ese bello paisaje y pasa temporadas en él, ¿cómo le ha acompañado ese azaroso acontecimiento en su vida?
El Orinoco nace y se extiende por más de dos mil kilómetros. Poco antes de arribar al océano Atlántico se multiplica en innumerables ríos y riega centenares de kilómetros: ese es el delta. Selva, aguas, especies animales y vegetales, su prodigiosa fertilidad, habitantes autóctonos, criollos, emigrantes de Trinidad, China, Europa y Asia, nos dieron el perfil actual de su realidad. Allí llueve siempre. Una isla, donde nací y a la cual vuelvo con frecuencia –aunque nadie advierte que se trata de una isla, porque los deltas son tierras de agua– que reúne la ciudad capital y casi todas las otras poblaciones establecidas. Esa isla se extiende por más de seiscientos kilómetros.
No hay duda de que un delta tropical así, cuando Venezuela salga del sueño petrolero y de la torpe política actual, será un factor alimenticio de importancia para todos. Mi casa, elemental y acogedora, está a pocos metros del gran río, rodeada de árboles. Pienso que si el país se desarrollara como debe ser, en el futuro inmediato ella podría albergar una fundación universitaria, de acción nacional e internacional, dedicada al estudio y proyección de las aguas, a la ciencia, las artes, la tecnología.
Ese río frente a mi casa lleva a la Boca de Dragos, donde Cristóbal Colón, según su diario y sus cartas, confundió sus aguas con las del Paraíso Terrenal. Cien años después el poeta, cortesano y corsario Walter Raleigh, buscando el Dorado, se detiene exactamente en las riberas de mi isla (el río Amana para él; Manamo hoy para nosotros), ya viviendo su alucinación estética y económica. Así ve Paul Auster a Raleigh en esa época: «el atractivo del nuevo mundo era tan fuerte que simplemente no pudo resistirse», lo cual le impone «la vida como un pacto suicida con uno mismo». En 1739 otro viajero iluminado describe minuciosamente las palmeras que yo sigo contemplando: José Gumilla, en El Orinoco ilustrado.
Si aquellos, venidos de lejos, quedaron impregnados del delta, ¿cómo no iba a obsesionarme a mí? Mi familia fue modesta y trabajadora; seguimos siendo así. Casi toda vive en la región. Y su origen surge de gente que acudió desde las alturas de los Andes (severos, algo neuróticos, agudos) y de la isla de Margarita (músicos, felices, sensuales).
Me enseñaron a leer a los cinco años y quedé atrapado en la letra. He llevado un diario desde los nueve; escribí novelas a los doce; dibujé films a los catorce. Todo un desdoblamiento natural, porque también nadaba, pescaba, atravesaba los bosques.
Ese «azaroso acontecimiento» se prolonga hasta hoy. El delta va conmigo por el mundo. Me impulsa a percibir con hondura, a comparar, recibir y admirar: una callejuela de Salamanca, una roca en Delfos, los palacios en Beijing. Y a pasar desde el mundo a lo escrito: buscar la sombra de los santuarios paganos en Pär Lagerkvist, la devoradora fuerza del Popol Vuh, el tono sagrado del mar en Pedro Salinas, las rapsodias urbanas de John Ashbery.
Sí, el delta es una metáfora de vida. Casi destruido en estos momentos, como todo el país, por la imbecilidad y la perversión de Chávez y de sus secuaces. Tenemos dieciocho años con gobernantes que desconocen y rechazan la inteligencia.
He sabido de la existencia del caimito por sus libros. Creo que me hubiera sido muy difícil entender algunos de sus textos si no me hubiese informado acerca de él. A su sombra y con la luz dorada que reflejan sus hojas, me parecía que es un árbol iniciático, como lo fue para el niño de «La Sombra de Oro» (confieso la envidia que he sentido por no haber tenido un árbol así en mi infancia). ¿Qué propósito le llevó a comenzar Cuentos. Ejercicios Narrativos con este relato?
Alguna vez creí que había comenzado a escribir, a las orillas del Orinoco –llamado Manamo frente a mi casa, término que significa «dos» en idioma indígena– para no convertirme en árbol. Era un niño. Al llegar a Caracas, una urbe emergente y deslumbrante, me sorprendió encontrar tantos árboles en calles, plazas, en los alrededores de los grandes edificios y, sobre todo, en la vital montaña que rodea a la ciudad. Había cambiado el vasto río por una corriente humana y automovilística controlada por las arboledas.
Pero nada podía compararse a los imponentes cedros, robles, almendrones, ceibas, guamos y nísperos que se movían cerca de mi casa. Y, desde luego, al milagro refulgente de un gigante dorado, de hojas y frutos violetas, verdes: el caimito de mi casa. Entonces ignoraba que es un árbol americano y que puede ser iniciático, como usted dice. Nada raro si recordamos que Orfeo y los suyos convierten a los árboles en intermediarios con los dioses.
El árbol, casi centenario, sigue en mi patio. El pájaro fugaz que me enamoraba retorna de vez en cuando, por las madrugadas, aunque ambos persisten en la ficción. Muchas de mis selecciones de ejercicios se abren con ese relato. Creo que es un talismán.
En un momento concreto, a los diecisiete años, usted tuvo la necesidad de huir del lugar donde había nacido. ¿Fue necesaria esa salida para saber quién era? No ignoro el tono cervantino de esta pregunta.
Me complace ese «tono cervantino» de su pregunta; por muchas razones creo que aquí estaremos volviendo a él en varias oportunidades.
Escapé del delta a esa edad (un viaje agotador de tres días y tres noches en buses, camiones, camionetas) porque intuí que algo se agotaba: la posibilidad de afrontar rutas del conocimiento. Ignoraba esto, pero la exuberancia ambiental y corporal no era suficiente. Me faltaba algo que desconocía. Trabajé desde el primer minuto en Caracas: oficios incesantes: vendedor callejero, vigilante de un garaje, officeboy, etcétera. También estudiaba el bachillerato de noche.
La vasta, hermosa ciudad me adoptó en seguida. No puedo vivir sin Caracas. Mi cuerpo y su moral se adaptaron a ella. Conocí la soledad, el desafío de la vida diaria. Pero tenía los cines, la Biblioteca Nacional, los conciertos y teatros. Y para colmo de buena suerte encontré dos milagros: gente que leía, gente que escribía, tal como yo había estado haciendo desde niño.
Cuando regresé por primera vez al delta tuve dos certezas: estaba en la plenitud viril, por eso arrojé al río cuanto había escrito hasta entonces; y también acepté la posibilidad de que, aun cumpliendo con trabajos cotidianos y estudiando, ya en la universidad, mi verdadero oficio sería el de escribir.
Caracas arrojaba del gobierno a un dictador militar. Me incliné hacia los amigos comunistas, fantasía que se fue borrando más tarde al conocer Cuba y Moscú. Tuve esperanzas breves con el socialismo hace tres lustros. Hoy sé que es una trampa política.
Esta cadena de «revelaciones» no indica que, como el Quijote, yo pueda decir hoy y a esta edad que sé quién soy. Nunca terminamos de conocernos. Y no quiero preguntarme por lo hecho en mis libros; han sido intentos de identificar momentos y seres o de adivinarlos o de creer que uno puede vislumbrar el futuro. Lo único que me consuela es lo inesperado, el asomo a un nuevo sentido del mundo, la esperanza de un equilibrio ético.
El lenguaje y las palabras son las herramientas imprescindibles para un escritor. Sin embargo, no siempre, o quizá pocas veces, son usadas para nombrar lo que en principio nos resulta innombrable. ¿Qué significa, en usted, esa necesidad de nombrar las cosas?
Sí, las palabras, dentro de sus mil misterios, poseen uno que es evidente pero que puede pasar desapercibido. Me refiero a que, al ser pronunciadas, su sentido se hunde en resonancias impersonales y muy antiguas, cuyo fondo nunca podremos alcanzar; y al mismo tiempo invaden el presente, aprisionándolo, volviéndolo concreto. Digo esto para reflejar su carácter colectivo. Pero a la vez que ocurre todo ello, también la palabra muestra y esconde ecos personales –públicos o privados– de quien habla, mientras en el oyente ocurre algo similar. Y en ambos, esos ecos invaden simultáneamente zonas que ninguno de ellos conoce.
Allí funciona la expresividad del escritor: en un flujo incesante que la letra intenta detener. Tal vez por eso me guste escribir: hurgo zonas visibles del habla para presentir sus elusiones. Y porque considero que un escritor puede contribuir al hallazgo, a la invención de un nuevo sentimiento.
Mucho nos está haciendo cambiar la literatura con respecto a la percepción de la realidad. En su caso, y según vamos leyendo en mayor número su obra, el mundo que nos presenta se nos llega a hacer familiar y al mismo tiempo nos resulta, cada vez, nuevo y sorprendente. El espacio y el tiempo en algunas ocasiones cambian, pero ¿no es cierto que son los personajes y sus actitudes ante la realidad quienes cambian?
Creo que me está hablando de algo que parece irresoluble: la tensión entre algo fijo que existe cambiando: ese algo es la literatura. Ésta puede presentarse como texto (poesía, ensayo, narración, teatro), como imagen (dibujo y pintura, cine, TV, formas futuras), como sonido (oratorio, ópera, cantata, sinfonía, rock, jazz, etcétera) y fingir estabilidad a través de los días o los milenios; sin embargo, el transcurrir mismo –mediante un lector– hace cambiar esa fijeza y dotarla de inesperadas asociaciones.
El narrador, desde luego, dispone de sus personajes para mostrar algunos de tales deslizamientos, pero es bueno recordar que en una narración importan tanto los gestos de los protagonistas como el ambiente y los objetos que los rodean. En algunos casos, la ficción ha magnificado a éstos por encima de aquellos (Swifft, Robbe-Grillet).
«Personajes y actitudes» me dice usted. De acuerdo: como segmentos de un todo también versátil.