Si para nosotros y nuestra cultura, en Occidente, la naturaleza ha estado a nuestro servicio y supeditada a nuestro antojo, para Oriente la naturaleza ha estado y, sigue estando —como podemos ver en el ejercicio de la reproducción, cuidado, formación y representación de la naturaleza en miniatura, cuyo significado no es el mismo que para nosotros— muy relacionada con la religión y la filosofía. ¿Qué características han impedido esa comunión con la naturaleza en Occidente?

Creo que algo fundamental fue la crisis y extinción del imperio romano —del que sin embargo hemos heredado muchas cosas buenas— con la irrupción del monoteísmo, con ese Dios único que nos creó «a su imagen y semejanza», como dice el Génesis, para que fuésemos los señores de todo. Y claro que lo hemos llegado a ser… en exceso, creo yo. En el medio y lejano Oriente, en efecto, hubo una cultura diferente. El hinduismo, el jainismo, respetan profundamente a la naturaleza. Y no digamos el budismo… Aunque ello no impide, por ejemplo, que en Indonesia esté el río más contaminado del planeta, el Citarum… o que China esté totalmente impregnada del «espíritu capitalista», pese a su aparente ideología socialista. A mi juicio, la agresión de lo humano a lo natural no humano ya está plenamente globalizada, sea cual sea la cultura de la que provengamos.

 

Desde los años setenta y ochenta del siglo xx han ido surgiendo varias organizaciones no gubernamentales, la mayoría locales que se han formado de un modo espontáneo y, algunas otras de mayor importancia por su carácter global, que proponen modificaciones o cambios radicales en las políticas ambientales de todos los estados. ¿Cree que seremos capaces de asumir ese reto? ¿O por el contrario todas esas expectativas de revolución se quedarán en un intento frustrado?

A mi edad no lo veré, pero lo cierto es que no soy demasiado optimista. Haría falta un estricto y riguroso acuerdo unánime, o un gobierno mundial no manejado por la avaricia capitalista. El problema de esos «Continentes de basura» que hay en el Pacífico, la contaminación ambiental creciente, los microplásticos y sus efectos, las toneladas de desperdicios espaciales que flotan sobre vosotros y que lloverán algún día, requieren una atención especial y universal desde la perspectiva y la conciencia política, y la capacidad de actuar. Pero el poder cotidiano está tan disperso, y el dominio de los poderosos intereses basados en el continuo y gigantesco beneficio económico es tan grande, que resulta imposible llegar a acuerdos de verdad serios y eficaces. Además, habiendo líderes importantísimos que niegan la influencia de la actividad humana en el cambio climático ¿qué podemos esperar? Sería precisa una verdadera toma de conciencia en la gente común y corriente, y eso tiene que ver con la educación, familiar y escolar, y con una resistencia combatiente en los medios de comunicación. No creo que asumamos seriamente el reto… El caso es que, como homo sapiens, no llevamos ni doscientos mil años en el planeta. Dentro del tiempo del universo, la historia humana apenas existe… Si los humanos conseguimos un eficaz apocalipsis, el planeta se sacudirá las alas y continuará girando, hasta que le toque también terminar a él. Al fin y al cabo, la especie humana estuvo cerca de desaparecer hace setenta y cinco mil años, cuando la erupción de Toba, en Indonesia. Dicen los estudiosos que apenas sobrevivieron quinientas hembras reproductoras… Entonces el fin estuvo cerca por razones naturales, ahora somos nosotros quienes estamos deteriorando cada vez más nuestro espacio vital.

 

Ante este gran reto ¿qué puede decir o hacer la literatura?

Intentar descifrarlo, como pienso que ha hecho siempre la ficción con la realidad, primero oralmente y luego mediante la escritura. Por ejemplo, yo ahora estoy escribiendo una serie de cuentos que tienen que ver con ciertos aspectos del asunto. Una de las cosas estupendas que tiene este pensamiento simbólico que lleva inserto el homo sapiens es que, salvo que haya una mutación y lo perdamos, nos seguirá ayudando a imaginar historias y, con ello, a entender mejor lo que somos y lo que nos pasa, y eso que llamamos realidad. Y acaso con ello a ayudar algo a cambiarla. Al fin y al cabo, en la literatura nacieron el amor cortés, o el espíritu romántico, o ese sentimiento kafkiano del que hablé antes.

 

El realismo, sea lo que finalmente signifique esto, se ha impuesto en la literatura ¿a qué cree que se debe? ¿Existe la intención, como defienden algunos, de una rehumanización? ¿Qué lugar ocupa la ficción en estos momentos? ¿Los tiempos definen los géneros, es una cuestión de modas?

Seguramente lo que más se lee en estos momentos es cierto realismo —que no sé si calificar de ramplón— cierta crónica mediocre, histórica o contemporánea, ciertos best sellers interminables, y eso es muy significativo sociológicamente, pero no estéticamente. Una gran forma de realismo se ejerció en el siglo xix, pero ni Galdós, ni Dickens, ni Tolstoi, ni Balzac, por citar a cuatro grandes maestros, ejercían solamente el entretenimiento vulgar, sino que eran testigos eficaces de su época en su mirada de los sentimientos y de las acciones sociales. ¿Y es El Quijote, donde la voz de un peculiar narrador nos enreda desde el prólogo, y en la segunda parte resulta que los personajes conocen que sus aventuras están ya publicadas en una primera parte, una novela «realista»?… Por otra parte, llamar «rehumanización» a la aluvión de libros de puro consumo me parece, por lo menos, arriesgado. Yo creo que la ficción, con voluntad verdaderamente literaria, está a la baja en estos momentos. Para empezar, por la guerra declarada a las «humanidades» en el sistema educativo. En unos tiempos en que la lectura de textos mínimamente complejos se encuentra sitiada por el tuit y el wasap, no apoya reducativamente, por parte de las instituciones responsables, la lectura tradicional, la lectura en letra impresa, me parece una dejación de obligaciones culturalmente grave, por lo menos… En cuanto a si los tiempos definen los géneros, no cabe duda de que hay géneros que responden a modas, pero eso no me preocuparía si la lectura mínimamente «seria» siguiese teniendo su lugar. Pero ahora vas a la Feria del Libro, por ejemplo, y los nombres atractivos para la firma de ejemplares son los de conocidos televisivos, roqueros o gente relacionada con el master chef. Malos tiempos para la lírica… que diría el clásico. Y para la prosa.

 

Asociamos la denuncia a la literatura realista, sin embargo, en sus cuentos se evidencia una sociedad capitalista ocupada sólo en la explotación, abocada al fracaso, y se vaticina un futuro de parajes desolados, destruidos y sin restos de vida. ¿La literatura no estrictamente realista exige al lector un mayor esfuerzo para su entendimiento?

¿Pero qué es la realidad? Yo creo que eso que llamamos realidad es impenetrable y que sólo el sueño o la ficción nos permiten reconciliarnos con ella. En un ensayo que estoy escribiendo me hago una pregunta similar a ésta: ¿cuántos miles de millones de aleatorias concurrencias genéticas, desde aquellos gusanos antecesores nuestros, esos cordados de hace más de quinientos millones de años, han sido necesarios para que usted y yo existamos, y además al mismo tiempo, que seamos humanos y no moscas o peces o conejos?, ¿y que nos encontremos ahora y estemos conversando en esta entrevista? Eso que llamamos realidad es el resultado de infinitas, inverosímiles, coincidencias azarosas. Yo soy devoto del mito de la vida como sueño, tan español. Considerar la realidad una especie de sueño nos permite justificar su inverosimilitud… Y en ese sueño —con lo que tendría mucho que ver eso que llamamos lo fantástico— las desdichas de la «realidad» pueden ser sugeridas incluso con más verosimilitud que desde el puro «realismo» ¿No fueron muy sugerentes de terribles verdades el expresionismo o el surrealismo? En este tiempo, en que tantas manipulaciones, manejos oscuros y puras y simples corrupciones nos escamotean cada día algo de nuestro patrimonio material, ¿no podemos entender el sentido profundo de Drácula? En cuanto al «esfuerzo para el entendimiento» depende de la cultura lectora. Gracias a mis padres, yo fui un avezado lector desde muy joven, me atrevería decir desde niño, y no tengo problemas para leer —y disfrutar de ello— cualquier texto literario, sea del género que sea, si tiene calidad. Es un problema de formación lectora, insisto.

 

Su trayectoria como escritor abarca: poesía, novela, cuento, microrrelato y ensayo. ¿Qué vio en el cuento para que haya sido el género más prolífico en su carrera?

Al terminar mi segunda novela, me encontré tan atrapado todavía en ella, mental y emocionalmente —como me había pasado con la primera— que no sabía cómo salir de la obsesión. Entonces recordé aquellos versos de Lope de Vega: «Que no hay, para olvidar amor, remedio / como otro nuevo amor, o tierra en medio». Y ya muy lejos la poesía y con mucha atracción por el cuento, decidí escribir un libro de cuentos  —Cuentos del reino secreto— que, por cierto, tiene mucho que ver con los «espacios naturales» de León, la tierra en que me crié. Y me sentí tan a gusto con ello que a partir de entonces, normalmente, siempre he ido alternando la escritura y publicación de novelas —o de ensayos literarios— con la de cuentos. El descubrimiento del microrrelato —o minicuento, como a mí me gusta llamarlo— fue fruto de un encargo del profesor Antonio Fernández Ferrer para un libro que se titularía La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas, que se publicó en 1990. El título recoge el de un minicuento de Juan Ramón Jiménez que entonces yo no conocía. Pero lo que descubrí escribiendo mis modestas aportaciones a aquel libro fue que muchos de los poemas que yo escribía antes de pasarme a la narrativa con armas y bagajes eran auténticos minicuentos. Seguro que la poesía me abandonó porque yo la engañaba con la prosa… El caso es que, desde entonces, he seguido esa alternancia entre novela y cuento. Lo que pasa es que una novela equivale a muchos cuentos, de manera que puede pensarse que he escrito sobre todo cuentos, pero yo no lo siento así…

 

Repetimos incansablemente que España no tiene tradición del cuento ¿insistimos por ignorancia?

No hace mucho que he publicado una edición en el español actual de Calila y Dimna, que, pasando del indio —Panchatantra— al persa, y de éste al árabe, fue traducido al castellano, a mediados del siglo xiii, por orden de Alfonso X el Sabio. Me sentí obligado a hacer tal trabajo porque creo que el castellano del siglo xiii resulta hoy bastante ininteligible, y porque pienso que Calila y Dimna es un libro bellísimo y modernísimo: en él, entre innumerables y divertidas fábulas y preciosos microrrelatos, se encuentran las primeras celestinas y los primeros pícaros de nuestra historia literaria, y me fastidia que por convencional respeto a la tradición lingüística se llegue al punto absurdo de que podamos leerlo en su traducción del inglés —a Inglaterra llegó en el siglo xvii— o del francés —a Francia llegó en el siglo xix— y no en una versión española contemporánea, por lo difícil, como dije, del lenguaje castellano de su época… habiendo sido la española la cultura europea a donde llegó primero. Toda la Edad Media hispánica está llena cuentos —Sendebar, Barlaam y Josafat…— y algunos han tenido su eco en la más estricta modernidad —pienso en El mago don Illán de Toledo y el deán de Santiago, del libro de Patronio y el conde Lucanor, que Jorge Luis Borges puso en el español de hoy con el título «El brujo postergado», por ejemplo—. Y maestro del cuento —el que lo modernizó entre nosotros— fue Cervantes, con sus Novelas ejemplares. Y no hay que olvidar los cuentos de Los cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina, ni El peregrino en su patria, de Lope de Vega…—. Y la estupenda narrativa corta que escribieron María de Zayas Sotomayor o Quevedo… Pero no voy a ponerme erudito. Lo cierto es que la tradición del cuento es sólida y antigua en España, a pesar de la Iglesia —por ejemplo, la obra de María de Zayas acabó prohibida por la Santa Inquisición— y se mantiene hasta ahora con bastante fortuna. Citaré nombres como los de Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Ros de Olano, Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán… Y pienso ahora en «La sombra» de Benito Pérez Galdós o en «La mujer alta» de Pedro Antonio de Alarcón, o en Azorín —su cuento El reverso del tapiz es un antecedente de Cortázar—, y recordaré a Rosa Chacel, Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez o Max Aub. Llego a la Guerra Civil y no sigo citando nombres… Claro que hay una estupenda tradición cuentística en España. En un ensayo sobre el asunto, hace años, dije: «[…] En cualquier caso, lo que no parece ofrecer dudas es la permanencia del cuento literario en lengua castellana como género en la creación de los autores españoles desde hace siete centurias y media, lo que no está mal, incluso para quienes aborrecen hablar de tradición». Y en estos momentos hay entre nosotros un excelente nivel creador de cuento literario, pero, eso también, una ignorancia y un desinterés lector más que notables, al nivel de la poca cultura literaria de nuestro país.

 

¿Qué comparte con la tradición del cuento latinoamericano?

Descubrí el cuento latinoamericano en los años sesenta, cuando estaba estudiando Derecho en Madrid. Yo era un lector devoto, como dije antes, tanto de poesía, como de novela y cuento. En este campo conocí bien a Bocaccio, Margarita de Navarra y otros clásicos, a Bécquer, Poe, Chéjov, Turguéniev, Chesterton, Maupassant, Dinesen, Hemingway, Dos Passos, Pavese… y me encantaba el género fantástico. También era lector fiel de nuestra generación del 50 y aledaños, y admirador de peculiares cuentistas, como Antonio Pereira, Medardo Fraile, Álvaro Cunqueiro, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute o Carmen Laforet… Encontrarme con Borges, con Cortázar, con Bioy Casares —y más tarde con Juan Rulfo, o con Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo— fue para mí un verdadero descubrimiento. Además, en aquellos tiempos en los que en España se predicaba el «realismo social» —como si la censura tuviese mucha manga ancha para permitirlo— resultó una liberación, pues mi gusto inveterado de lo fantástico suscitaba en mí cierta mala conciencia, y los hispanoamericanos practicaban lo fantástico con toda naturalidad. Yo creo que la literatura latinoamericana ha sido profundamente renovadora de la literatura en español. Claro que esto había empezado con el inolvidable Rubén Darío… Pero no hay que olvidar que, en el siglo xix, escritores como Emilia Pardo Bazán, Galdós o Clarín eran leídos en Hispanoamérica, sus cuentos estaban en la prensa… Y que Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, fue muy leído en los sistemas escolares de varios países de allá. Algo habrán tenido también que ver en la formación de cierta sensibilidad literaria, digo yo… Pero, en la actualidad, la literatura hispanoamericana es uno de los más firmes cimientos de la literatura en lengua española —o castellana, que en la denominación no hay unanimidad en el otro lado del océano—.

 

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