¿Qué es el filósofo portátil?

El filósofo portátil es alguien que, como el ciudadano de a pie, no teme la ingenuidad. El temor a pasar por ingenuo ha sido y es una de las lacras del mundo académico y la alta cultura. Wittgenstein detestaba los ambientes académicos, en los que el lema parece ser: «que nada me sorprenda», «que ante nada puedan creer que no lo había previsto». En mi estancia en la Universidad de Michigan pude comprobar que es una enfermedad generalizada entre profesores y gentes que tienen en alta estima su propia inteligencia. En estos ámbitos, y ocurre también con muchos novelistas y escritores, parece que ser cínico, sarcástico o corrosivo, es síntoma de inteligencia. ¡Ah!, y despiadado, es fundamental ser despiadado. Por el contrario, el filósofo portátil preserva celosamente ciertas dosis de ingenuidad y cercanía. Le gusta que la realidad lo sorprenda, le gusta el asombro y tiene una actitud devocional ante el universo, sabe que de ella surgen posibilidades, aperturas, horizontes…

Todo escritor escribe para los demás y para sí mismo. Escribir es una forma entre otras de aprender y organizar el propio pensamiento. Lo esencial del aprendizaje filosófico consiste en ponerse en el pellejo de los grandes pensadores y ver cómo se ve el mundo desde allí. Hemos abusado de la filosofía crítica, es hora de una filosofía de la simpatía, de ver con los ojos de otro, de congeniar. La filosofía debería ser un arte de la simpatía. Y en ese sentido para mí, como para cualquier lector, la vida y las ideas de los filósofos sirven para trazar el camino filosófico propio.

 

Volvamos a Oriente. En la colección Índika de la editorial Pre-Textos, que usted dirige, hay un precioso libro que contiene dos obras, Vasubandhu-Berkeley. Carlos Mellizo escribe la parte dedicada al filósofo que afirmó que el ser, la existencia, es lo percibido; y usted se ocupa de la dedicada al filósofo indio, que afirma algo que es el eje, creo, de sus preocupaciones filosóficas, que todo es mente. No por casualidad reúne a ambos filósofos en un volumen. ¿Qué ocurre con las palabras y las cosas?, ¿qué con la mente y el mundo?, ¿y con la mente y el cerebro?, ¿cree usted que todo tiene una naturaleza mental?

Bueno, ésa es la apuesta de Berkeley y de budistas como Vasubandhu. Mi postura es más inclusiva. Hay mente y hay materia, y lo importante no es reducir una a la otra. Ni en un sentido ni en otro. Es fundamental no eliminar ningún miembro de la ecuación (como hacen hoy las corrientes dominantes de las neurociencias, que suprimen la mente y nos reducen a autómatas dominados por impulsos químicos y eléctricos). Y es fundamental porque ése es el presupuesto básico de la libertad y no podemos vivir sin ella.

Hay científicos que piensan que la mente puede cambiar el cerebro. Para entender esto hay que asumir primero que la mente no es el cerebro. Y luego aceptar, como hicieron algunas filosofías antiguas, que el espíritu puede transformar la materia. De lo que hagamos con nuestra mente (si pensamos lo fasto o lo nefasto, el paraíso o la catástrofe) dependerá la dinámica y estructura de nuestro cerebro. Este énfasis en la cultura mental, en los hábitos mentales, es una herencia del budismo que intento tener presente.

El propio trabajo de las ciencias, y no digamos ya el de los poetas, es un asunto mental. Berkeley y Santayana explicaban muy bien esto y la física cuántica lo corrobora. Hay materialistas que sólo conciben un universo material. Imaginan colisiones de electrones, explosiones de estrellas, el viaje de la luz, el gas navegando por el espacio interestelar. Sienten afecto y pasión por el minucioso relato que desgrana su ciencia. Y estructuran esas ideas en una narración. Pero se resisten a admitir que conciben, imaginan y sienten. O lo reconocen sin reconocerlo, con otras concepciones (generalmente abstractas), con otras imaginaciones, en infinita regresión. Nadie ha visto un electrón, pero el físico puede trabajar sin verlo, le basta con sus efectos, y en ese sentido no se diferencia del creyente.

Nadie ha visto un electrón, pero el físico puede trabajar sin verlo, le basta con sus efectos, y en ese sentido no se diferencia del creyente

Pero los hombres sólo hablamos con los hombres, aunque tomemos el mundo natural y al cosmos como correspondencia, como lectura. Si es así, ¿cuál es la diferencia entre el todo mental y esta parte que es usted y que manifiestamente está pensando y expresa pensamiento?

El ser vivo es el centro del universo, ésa es la única geometría (muy compleja, eso sí) que no traiciona la vida en aras de la abstracción. Ninguna idea es separable de la vida. Ninguna visión puede ser abstraída sin ser parte de un proceso vivencial, esto vale tanto para el algoritmo como para los valores. Vivimos en la era de la locomotora digital y el flujo de la información, el flujo del big data, controlado por algoritmos. Pero lo más valioso de la memoria o los afectos, las intuiciones o los vislumbres, es que nunca podrán ser encapsulados en algoritmos, sencillamente porque no pueden reducirse a lo cuantitativo. El pensamiento, la intuición, puede quedar sofocado por la información, también la vida. Comprender esto es comprender el problema que enfrenta nuestro tiempo.

 

La idea de que todo tiene una naturaleza mental es metafísica. Quizás podamos decir, reduciéndolo mucho, que en toda vida hay algo mental, una sensibilidad que reacciona de manera individual ante un medio, pero ¿cómo demostrar que el mundo físico tiene una realidad mental?

Al contrario, es la idea más empírica que existe. Ésa es la postura del empirismo radical que defendía William James, al que me sumo con mucho gusto. Y me sumo de un modo irónico, porque soy consciente de que, como decía el propio James, nadie puede vivir ni un hora sin ser al mismo tiempo empirista y racionalista, es decir, amante de la cruda variedad de los hechos y, al mismo tiempo, devoto de principios abstractos y eternos. Kant sostenía que la metafísica deja siempre en suspenso al entendimiento, con esperanzas que ni se disipan ni se cumplen nunca. En ese sentido la metafísica sería un engañabobos y la denuncia kantiana se parece a la budista. En esa línea, lo que yo propondría es otra cosa, un énfasis en la cultura mental, en lo que cada día hacemos con nuestra mente.

Hoy podemos afirmar que ningún físico sabe qué es la materia. La materia pertenece al ámbito de lo tácito, de lo presupuesto. Santayana ironizaba sobre esa abstracción metafísica que llamamos «materia». En todo caso, lo que resulta evidente es que mente y materia no se encuentran al mismo nivel y no son igualmente accesibles.

 

Usted ha llevado a cabo en diversos ensayos, recogidos en La fuga de Dios, pero también en un libro un poco anterior, La invención de la libertad, una crítica del dogmatismo de las ciencias. En este último afirma que «los que frecuentan el laboratorio y los que visitan el templo, unos y otros son recios creyentes, lo único que cambia son sus plazos». ¿Quiere decir, por ejemplo, que la estructura helicoidal del ADN y su lógica secuencial no corresponden a una realidad químico-biológica que rige la herencia de la vida?

El mundo contemporáneo libra una batalla entre tecnócratas y humanistas. Los primeros detentan el poder de lo cuantitativo, los algoritmos que rigen la economía financiera y la riqueza de las naciones, ellos creen tener ganada la batalla a los humanistas, que abogan por lo cualitativo y lo creativo. Pero en el fondo del motor interno del aparato financiero, ése que hoy devora la economía real, en su raíz más profunda, no encontramos los algoritmos que controlan los mercados bursátiles, sino pasiones humanas como la codicia o la envidia. Y sobre éstas los tecnócratas apenas saben nada, simplemente se dejan arrastrar por ellas. Sobre las pasiones los expertos son los humanistas, de modo que los problemas generados por un mundo en brazos de la técnica sólo podrán resolverse mediante el humanismo.

Respecto al adn o cualquier otro concepto relacionado con la vida, siempre y cuando no lo hipostasiemos y seamos conscientes de su faceta de «representación», nos servirá para entender mejor la vida, o para entenderla según una disciplina particular, con sus particulares metáforas o modos de asociación. El problema es cuando se hipostasia y se convierte en dogma (algo, por otro lado, muy poco científico). En todo caso, la vida no está hecha de leyes, está hecha de hábitos y, de todos ellos, los mentales son los más decisivos.

Hoy algunas corrientes heterodoxas de las neurociencias estudian en los laboratorios la mente de aquellos que practican la meditación. Se llaman a sí mismas «neurociencias contemplativas» y no están del todo bien vistas por las corrientes dominantes de la disciplina. En ellas se habla de neuroplasticidad, que es la capacidad de cambiar el cerebro con la mente. En función de lo que imaginamos y de cómo lo imaginamos, podemos cambiar la estructura de nuestro cerebro. La idea es fascinante y en ella resuena una visión antigua, tanto india como grecolatina. La idea de que la mente y la materia, como dijimos, no están al mismo nivel. La mente tiene la capacidad de orientar y modificar la materia. La mente puede fabricarse un cuerpo, dirán los budistas. Richard Davidson y su equipo de la Universidad de Wisconsin estudian desde hace años cómo reacciona una mente entrenada al dolor físico. Y se comprueba cómo una agresión externa puede ser digerida o procesada mentalmente de muy diversas maneras y de un modo no negativo, que evite los pozos de la depresión.

 

En La fuga de Dios se habla de «las ciencias y otras narraciones», ¿es acaso la ciencia un relato?

La fuga de Dios es un libro sobre la ciencia, o mejor dicho, sobre las ciencias. Se intenta hacer ver que no hay una sola ciencia (católica, apostólica y romana) sino muchas y muy diversas disciplinas. De modo que tenemos una colección de narraciones que dibujan paisajes diferentes. Podemos utilizar el ejemplo de la visita a un museo. Encontraremos pintores con estilos y preocupaciones distintas y, en cierto sentido, inconmensurables. ¿Cómo decir que un Cézanne se acerca más a la realidad que un Van Gogh? En uno prevalece el contorno de las cosas, en el otro las líneas se difuminan y ese contorno se hace paisaje. A veces prima lo discreto, otras lo continuo. Lo mismo ocurre con las diversas ciencias, entre la biología, por ejemplo, y la física teórica, cada una de ellas utiliza sus propios presupuestos, métodos y vocabularios. La idea de un método universal para todas las ciencias es propaganda, Feyerabend y Skolimowski lo vieron con claridad, ¿cómo podría haberlo si cada una ve el mundo a su manera?

La ciencia carece de estilo propio no por falta de talento o de formación artística, sino porque las ciencias son muchas y no entonan entre sí. En conjunto son como una melodía a varias voces sin una clave común y, por tanto, no es de extrañar que suenen desafinadas o trasmitan significados divergentes. El paisaje de la biología es, lo quieran o no los biólogos, teleológico, pues la vida siempre tiene fines (aunque sólo sea el de llegar a la madurez), mientras que el de la física se rige por ecuaciones matemáticas, que son emanación de la vida pero indiferentes a sus fines (la vida está lejos de ser una ciencia exacta). De modo que nos encontramos con un mundo hecho trizas, discontinuo, un mundo hecho de retales de conocimiento. Y la apuesta de los grandes emperadores del big data es abrirse paso en él mediante el algoritmo, auténtico tema de nuestro tiempo (una vez reconocido el fracaso del desciframiento del genoma humano).

El arte y, especialmente, la literatura van por delante de la historia. Allí se ve, anticipadamente, lo que el algoritmo no ve. Arte y literatura son el discurso teórico de los procesos históricos. Esto quiere decir que el futuro del mundo depende de lo que seamos capaces de imaginar. Los budistas lo tienen muy claro. Pensar bien es hacer un mundo mejor. La cultura mental, la empatía y la solidaridad serán decisivas para nuestro destino como individuos y como especie. Y en ese sentido la imaginación es un factor importante. Desde esta perspectiva, la imaginación es un ámbito de materia sutil. Es el lugar de encuentro, como decía Henry Corbin, entre el mundo inmaterial de los significados y el mundo material de la experiencia sensible. Los budistas lo llaman «mundo de materia sutil» (rupadhatu en sánscrito), los sufíes «mundo imaginal» (barzaj en árabe). Es un ámbito de color y sonido, donde no hay tacto, gusto u olfato, pero sí experiencia. Y de ese lugar provienen las creaciones artísticas, tanto de la música y la pintura como de la física o las neurociencias.

El universo puede ser una fuente de inspiración. No hay por qué contemplarlo como una máquina hecha de materia muerta, ni como un instrumento que pueda servir a nuestros fines, ni la evolución como un proceso ciego y mecánico, ni la conciencia como una mera actividad físico-química del cerebro. Se trata de mostrar, en definitiva, que sin esos dogmas las ciencias serían más libres y creativas.

 

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