¿Qué perdura de aquella primera idea?

Las vidas cruzadas de las cinco mujeres y cómo convergen sus vidas al final de la novela en el mismo punto, y mi deseo de hablar de Caracas como una ciudad de un gran cosmopolitismo, tal como la recuerdo, en la que vivíamos casi con pueril ignorancia entre mezquitas, sinagogas, iglesias y todo tipo de templos, incluidos los masones y los rosacruces, sin que esto significara conflicto alguno. Desde el apartamento donde vivía, se veía la mezquita más grande la ciudad y todas las tardes era un placer para mí escuchar la misteriosa lengua que desde el minarete llamaba a la oración. Todo esto permanece en la novela porque forma parte de la ciudad que yo conocí, la ciudad que yo viví y en la que fui tan feliz.

 

Usted vive en España desde 1997 y, como usted, otros muchos escritores venezolanos viven fuera de Venezuela ¿qué significa escribir sobre Venezuela desde la lejanía? ¿Es una tarea imposible dentro del país?

No. Tanto fuera como dentro del país, escribir es una tarea sencilla: es un trabajo como cualquier otro. Un oficio. Mi oficio. A veces el tema de mi oficio es Venezuela, como en el caso de esta novela; a veces, no. Pero si cuando escribo aparece mi país, jamás está lejos: lo llevo pegado en la piel y grabado en la memoria. ¿Cómo podría estar lejos de él, entonces?

 

Éste éxodo de escritores, sin duda, tiene o tendrá unos efectos en la literatura venezolana. ¿Cómo cree, usted, que ésta se verá afectada?

El efecto más importante de que haya muchos escritores venezolanos fuera de las fronteras del país es que hay mucha más difusión de la literatura. Durante tres décadas, más o menos, los escritores venezolanos no necesitaban emigrar, porque en el país encontraban el ecosistema perfecto: editoriales, premios, distribución, ferias, etcétera. El problema es que prácticamente todo el mercado lo copaban las editoriales del Estado o dependientes del Estado. Con Chávez todo eso, que a veces era bueno y a veces perjudicial, fue destruido, como el resto del país. Por suerte, lo único que no ha cambiado es que hay la misma cantidad de escritores magníficos como de escritores mediocres. Y viven dentro y fuera. Se escribe mucho; gran poesía, excelente narrativa, brillantes ensayos. Y, además, tenemos la suerte de poder exportar a verdaderos genios de la escritura como José Balza y Rafael Cadenas.

 

El poder, la sexualidad, el amor o la amistad son temas que por sí mismos ocupan mucho espacio ¿cómo consigue concentrarlos y que no pierdan intensidad?

El erotismo es uno de los temas más difíciles de trabajar. He tratado de imitar a los grandes escritores, las más importantes, para mí, son cuatro mujeres: Antonia Palacios, Anaïs Nin, Jane Bowles y Djuna Barnes. Son las diosas del erotismo. Suelo decir, para sonrojo de mis alumnos más pacatos, que los relatos de Anaïs Nin hay que leerlos con una sola mano. El bosque de la noche, también. Admiro, además a dos hombres: Sade y Choderlos de Laclos. Y un libro enloqueció mi adolescencia: Las canciones de Bilitis, de Pierre Louÿs. Si todo lo erótico de mi novela produce el efecto que espero, se lo debo a estos maestros. Con la amistad y el amor todo fue a tientas, ensayando posibilidades y recordando experiencias propias. Quise hacer una novela de amor, sobre el amor contemporáneo, pero no sé aún si di con ello. Ha salido Los cielos de curumo, que explora otros territorios adicionales.

 

En palabras de Paula nos habla de la realidad que se transforma, y nos transforma, y de la necesidad de escapar de ella, aunque sea por un tiempo breve. ¿De qué modo puede escapar un ciudadano venezolano de la cruda realidad que está viviendo?

Es un problema muy complejo, un drama muy profundo y una desgracia muy dolorosa como para pensar que la literatura sea el escape. No, no será con literatura como escapemos los venezolanos de esta dictadura. No soy político ni sociólogo, ni siquiera historiador profesional, aunque un poco sí biógrafo aficionado; por eso no sé cuál es la manera de escapar a esto. Me parece que la única forma de escapar de esto es enfrentándolo. Recuerdo que José Martí sólo escribió una novela —una gran novela: Amistad funesta— porque pensaba que el género era demasiado burgués, o que no eran tiempos para el ocio de la novela. Escapó a las desgracias de Cuba yendo a liberarla; lamentablemente tres disparos enemigos acabaron con su vida al poco de llegar. Éste es un buen ejemplo de que una cosa es rol de narrador y otra muy distinta el rol ciudadano.

 

¿Qué relación mantiene con su país y con la literatura que se hace allí?

Trato de mantenerme lo más informado posible sobre lo que se publica allá y compro o pido que me traigan todos los libros posibles. No los he leído todos, desde luego, pero creo que más o menos estoy enterado de lo que va saliendo. Hay autores valiosísimos aún por descubrir en el mundo que habla español, como el poeta Harry Almela. Hay grandes maestros que siguen haciendo su obra allá, como los citados Balza y Cadenas, pero también Ednodio Quintero y Eduardo Liendo. Y hay autores cuya obra va poco a poco cruzando fronteras como la cuentista Silda Cordoliani y la poeta Yolanda Pantin; a ambas las leo siempre con creciente placer. Hay escritores más jóvenes, como Graciela Yánez Vicentini y Alejandro Sebastiani, que me interesan mucho; y autores más o menos de mi generación que siempre he leído con gusto, como Jacqueline Goldberg, Miguel Marcotrigiano y Kira Kariakin. Dos críticos literarios que leo con devota atención son Violeta Rojo y Carlos Sandoval. Lo que ellos escriben allá también es una forma de relacionarme con Venezuela, pero en la imaginación.

 

Se le compara con grandes escritores como José Balza, Vargas Llosa, Faulkner… ¿Quiénes son sus maestros?

Me alegra y me honra que me comparen con estos autores, a veces, pienso que injustificadamente. Pero los lectores siempre leen de manera diferente a como lo hace un autor con su propia obra. Así que si me quieren comparar con ellos, lo acepto con alegría. Sigo el consejo de una de mis más queridas maestras, Ernestina Salcedo: «los honores ni se mendigan ni se rechazan». Debo decir, es verdad, que la obra de José Balza no sólo me ha enseñado mucho sobre la ficción, sino que gracias a él enrumbé mi vida hacia la escritura. El primer texto de Vargas Llosa que leí con emoción fue Los cachorros; y cuando llegué a Luz de agosto, de Faulkner, estuve semanas sin comprender la realidad, sensación que se acrecentó tras la lectura de El sonido y la furia, que es como conozco yo esa novela que ahora se traduce de una manera que me atrae menos, aunque sea más lógica y cercana al sentido de original inglés. Pero no puedo (o tal vez no quiera) hablar de «maestros», porque tengo la sospecha de que a mí me influyen libros determinados, no la obra de un escritor: Platero y yo fue el primer libro que leí en mi vida, a los siete años, y desde entonces no he vuelto a él, con el temor de que, si lo leo ahora, me parecerá una cosa ñoña y risible. Es ese tipo de libros que para entenderlo hay que leer o muy joven o muy viejo. A partir de esa noción, mi mapa de aprendizaje está plagado de libros: Doña Bárbara (Gallegos), El falso cuaderno de Narciso Espejo (Meneses), La montaña mágica (Mann), La rosa y el anillo (Thackeray), La marcha Radetzky (Roth), Ana Isabel, una niña decente (Palacios), Percusión (Balza), Del tiempo y del río (Wolfe), Sobre héroes y tumbas (Sábato). Son muchos, y sólo nombro novelas. Hago una excepción con un libro que me ha impresionado mucho este verano: Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides, una delicia de la memoria. Cada libro que me ha marcado se ha convertido en un maestro. A algunos regreso; a otros, no. Unos siguen en mis afectos; otros se han alejado de mí sin remedio. De todos he aprendido algo, y por eso los recuerdo. Pero el mejor maestro siempre es el próximo libro: y aunque sea malo, al menos señala ese error que no debe cometerse.

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