«Cada escritor es libre de escribir sobre lo que le apetezca»Por Carmen de Eusebio

© Miguel Lizana

 

Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967) es novelista, cuentista, biógrafo y ensayista. Estudió Literatura en Caracas y Salamanca. Fue finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004); con posterioridad ha publicado Nochebosque (2011), Gemelas (2013) y Los cielos de curumo (2019). Ha cultivado el cuento en Leerse los gatos (1997), Premio de la Embajada de España en Venezuela; Homero haciendo «zapping» (2003), Premio de la Bienal Ramos Sucre; Los sordos trilingües (2011) y La manzana de Nietzsche (2015). Es autor de las biografías Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer (2004), Albert Einstein, cartas probables para Hann (2004), La reina de los cuatro nombres: Olimpia, madre de Alejandro Magno (2005) y Miranda, el nómada sentimental (2006). En 2017 publicó el ensayo Venezuela. Biografía de un suicidio, en el que aborda la historia y la realidad actual de su país desde la mirada de un narrador. Colabora con el diario El Nacional de Caracas, Cuadernos Hispanoamericanos y la Revista de Occidente. Sus obras figuran en antologías en Venezuela, España, Estados Unidos, Italia, Francia, Argelia, Cuba, Marruecos y Canadá. Reside en Madrid, donde ejerce labores de investigador y asesor literario y es profesor de escritura creativa.

 

 

 

 

Podemos leer en la contraportada del libro que Los cielos de curumo «narra el mal que corroe y los signos de la decadencia de un país que no supo ver lo que se le venía encima». Todos hemos asistido y seguimos siendo espectadores de esa destrucción. ¿Qué características definirían al pueblo venezolano para no ver lo que estaba pasando? Sé que el problema es muy complejo, pero quizá usted nos ayude a entenderlo mejor.

Temo que mi respuesta a esa pregunta tan compleja será muy vaga y seguramente algo desinformada; soy incapaz de enumerar las características que han hecho del pueblo venezolano uno de los más ciegos ante su destino. Eso o que las características por las que usted pregunta son en realidad comunes a toda la humanidad. Es decir, el ser humano es propenso a creer en las promesas más inverosímiles con tal de que le suenen bien. Parafraseo ese refrán español que dice que a la gente le gusta creer que le están vendiendo duros a peseta. Cierta ingenuidad y poca formación política, quizá, sumados a una educación deficiente, nos empujó a creer, en 1998, que la solución de los problemas de Venezuela vendría de la mano de un exmilitar golpista y resentido, eso sí, muy simpático y con ínfulas de caudillo, que hablaba de manera chabacana cuando lo creía conveniente, lo cual fue interpretado erróneamente como un discurso sincero. Sigue siendo común, me da la impresión, que los ciudadanos crean que los políticos más honestos son los que no cuidan el lenguaje y tratan de hablar como «el pueblo», y a saber qué significa eso. Causa estupor volver a ver la entrevista que el empresario de televisión Marcel Granier le hiciera en su popular programa al entonces expresidente Carlos Andrés Pérez, un par de meses antes de las elecciones que Hugo Chávez ganara en 1998: en ella, cuando le preguntan qué ocurrirá si gana Chávez, CAP describe con minucioso detalle lo que se le vendría encima al país bajo ese gobierno. Corrupción, hambre, ideologización, totalitarismo. Todo ocurrió como Pérez lo predijo. Sólo puedo concluir que en el país había no pocos políticos e intelectuales que sabían en qué se estaba embarcando Venezuela al escoger esa insensata aventura; y, o no les hicieron caso a causa del poco prestigio que les quedaba, como en el caso de Pérez, o hicieron cómplice y miserable silencio, calculando siempre estar lo más cerca del poder que se pudiera. Sospecho que en muchos casos fue lo segundo; una especie de ceguera inducida hizo propicio el triunfo del mayor destructor que Venezuela ha conocido en sus más de doscientos años de historia republicana. Y puede que debajo de toda esta ceguera, de toda esta pulsión suicida, lata una almendra que es el mal que corroe el alma de la gente y, por extensión, de un país entero.

 

¿A dónde se remontaría usted, más allá de Carlos Andrés Pérez Rodríguez, para explicar la problemática de la sociedad venezolana?

Responder a esto ameritaría un tratado completo. Sin embargo, un buen epítome sería el siguiente: en realidad, la problemática de la sociedad venezolana es irrastreable porque sus fuentes son múltiples y se expanden hacia atrás en el tiempo, casi hasta el mismo momento en que Colón llegó a Macuro en su tercer viaje, en 1498. No puedo determinar el momento en que la problemática de la sociedad venezolana se hizo evidente e irreversible. La famosa pregunta que se hace Zavalita sobre el Perú en Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, cae ahora en forma de metáfora sobre Venezuela como una profecía cumplida: ¿alguien llegará a saber cuándo se jodió Venezuela? Las señales fueron emergiendo poco a poco, sin notarse; un silencio aquí, una vesania por allá; un ladrón que huye; un criminal que se salva; un libro que se deja de leer y una ley sin aplicar; tres injusticias toleradas por todos, unas risas, demasiadas cervezas en horas de trabajo, un «mejor lo hacemos mañana», otro informe que se rellena para que nadie lo lea y muchos ojos que miran para otro lado. Sucedió con la sociedad venezolana, me parece, lo que ha ocurrido con todas las sociedades humanas que fracasan: se descuidó a sí misma al descuidar a una parte importante de sus miembros.

El ser humano es propenso a creer en las promesas más inverosímiles con tal de que le suenen bien

Cuando el conflicto en un país es tan profundo y de tan larga duración ¿es imposible para un escritor no escribir sobre él?

No lo creo. Cada escritor es libre de escribir sobre lo que le apetezca. Es su problema (consigo mismo) si escribe sobre los conflictos de su país o sobre las hadas del bosque encantado. No es su asunto ni su responsabilidad escribir obligatoriamente sobre los temas «acuciantes» de la sociedad en la que vive. El escritor de ficciones no es historiador ni cronista, ni está obligado a «entretener enseñando», porque a la literatura se llega aprendido y leído, o no se llega. Como narrador, generalmente mis temas no suelen tener nada que ver con la crisis en Venezuela; como ciudadano, en 2017 tuve la oportunidad de publicar un ensayo que titulé Venezuela, biografía de un suicidio, en el que exploro las causas de nuestros males y nuestros bienes. Lo hice para explicar a los lectores españoles lo que pasa allá, pero también para darme una explicación a mí mismo. Así que mi respuesta en este caso es de dos cabezas: No, no es imposible no escribir sobre lo que te afecta como ciudadano; y sí, un escritor que termina haciéndolo lo hace sólo porque su conciencia ciudadana se lo exige, no porque obligatoriamente forme parte de su proyecto artístico. Aunque suene un poco tautológico, el aporte más importante, el fundamental, de un narrador de ficciones al mundo en el que vive es su propio mundo de ficciones, sin interferencias ni obligaciones. Es un error esperar que la literatura les explique a los ciudadanos qué han de hacer con sus sociedades. Pero tienen mucho que aprender de ella, desde luego, si saben cómo.

 

Para un lector que no conoce su país, el espacio físico que nos describe de Venezuela, y concretamente de Caracas, nos lleva a preguntarnos si es un trasunto de la realidad o una metáfora de la situación actual.

Mi intención primaria estaba constituida por un deseo y un reto. El deseo era escribir una historia que hablara del amor en una ciudad contemporánea como Caracas, llena de animales, llena de contradicciones y llena de maldad. En mis novelas anteriores —El niño malo cuenta hasta cien y se retira, Nochebosque y Gemelas— ya había empezado a explorar este asunto del mal relacionado con los animales como los principales seres vivos que lo detectan en las urbes. Gatos, perros, gorriones, hormigas: toda clase de animales que poseen los sentidos suficientes para saber cuándo y dónde se manifiesta el mal. Eso me interesaba mezclarlo, en Los cielos de curumo, con las relaciones amorosas que tienen lugar en las calles de una metrópoli como Caracas. Para eso, escogí cinco personajes femeninos: éste fue mi reto. Quise crear cinco mujeres que fueran muy verosímiles, y no voy a decir que me convertí en un especialista en mujeres, pero sí estuve un buen tiempo interrogando a mis amigas y leyendo sobre todo tipo de detalles que me permitieran hacerme una idea de cómo podrían reaccionar mis personajes en las diferentes situaciones en las que las coloco. Soy partidario, por cierto, de lo que Jean Genet decía de sus personajes: «son mis criadas, las mías, las que he creado yo». A veces he escuchado quejas de estudiosas de la literatura sobre la forma como Cortázar creó a la Maga de su Rayuela; a mí me parece adorable y una sabia, y una gran madre; pero a saber. Lo que sí sé es que a la Maga sólo la voy a encontrar del lado de allá, y eso es suficiente: para eso ha sido creada. Quiero decir que allí es donde radica su verosimilitud.

El otro «personaje» importante de Los cielos de curumo es la ciudad de Caracas. No quise ubicar exactamente cuándo ocurre todo, pero fue inevitable que el referente impusiera ciertas pautas. Aunque no quise que fuera una metáfora ni un trasunto: la ciudad que allí se lee sólo está en esas páginas, y en mi cabeza. El realismo no es una patente de corso para hacer historia en una novela. La ficción es mi mayor aspiración. Todo lo demás sólo pertenece a la interpretación del lector.

 

Usted nació en Valera y se trasladó a vivir a Caracas, como algunos personajes de su novela. ¿De dónde surge esa visión tan particular de Caracas que nos ofrece en su libro?

Una vez un amigo me dijo algo que me gusta pensar: el mapa de una ciudad es el de los afectos. Si hay algo «verdadero» —pero eso carece de importancia— en mi novela son las casas donde vive Celestia, en Colinas de Santa Mónica, y el apartamento de la esquina Colimodio donde vive Totto. Es el apartamento de mi amigo el escultor Hernán Rodríguez, allí viví yo en mis últimos años en Caracas antes de venir a España.

 

La idea de provisionalidad está en la novela cuando habla de Caracas como ciudad provisional, de los caraqueños, y de los venezolanos en general, que dice que están de paso por su ciudad. ¿Los venezolanos no sienten afecto por su país? ¿Qué significado tienen, entonces, todas esas manifestaciones nacionalistas que vemos y oímos públicamente?

No sabría decir si los venezolanos no sienten afecto por Venezuela. No puedo hablar por treinta millones de personas. Lo que sí puedo decir es que hay que diferenciar las manifestaciones de nacionalismo que emanan del gobierno, interesadas, incultas, de mal gusto y anacrónicas —aunque no creo que haya gobierno en el planeta que no declare su amor incondicional y cursi por aquello que considere «la patria»—, y otra cosa muy distinta es cada una de las saudades que los venezolanos que viven lejos manifiestan, y el amor que los que todavía viven allí declaran. Nuestra educación, como en todos los países de América, ha estado siempre muy cerca de eso que llaman «los símbolos patrios», la bandera, el escudo y el himno, y a partir de allí, supongo, se habría ido formando la idea de identidad nacional y amor patrio. Uso el condicional porque nunca me siento seguro en este territorio.

Conservo, por otra parte, una sensación que permanece en mi memoria: el país como un territorio provisional, de paso. Pero ya he dicho que mi novela no es un espejo, que no describe nada de fuera: sólo lo que mi mapa mental ha registrado y dibujado. Creo que mi libro es muy mala brújula para entender la realidad de mi país: sólo sirve para entender mi universo de ficción. Para lo otro quizá es mejor mi ensayo sobre Venezuela.

El efecto más importante de que haya muchos escritores venezolanos fuera de las fronteras del país es que hay mucha más difusión de la literatura

Cinco mujeres protagonizan la novela. Cada una de ellas con un don distinto, sin embargo comparten sabiduría e intuición, como piensa Celestia de sus amigas, «Ustedes no saben todo lo que nos parecemos. Ni se lo imaginan». ¿Cómo ha sido el trabajo de creación? Si una voz de mujer en las manos de un escritor siempre produce curiosidad, cinco, además de curiosidad, produce admiración.

El primer borrador de esta novela lo terminé a finales de verano de 2000 y tenía como quinientas páginas. Desde entonces, hasta el año pasado, estuve trabajando en él. Mientras escribía otras cosas, otras novelas, más relatos, ensayos, textos de todo tipo y seguía con mi vida, este manuscrito pasó por muchos estados; cambié la voz narrativa, cambié los puntos de vista varias veces; suprimí varias historias paralelas que pronto supe que no funcionaban, que no eran eficaces para lo que estaba buscando. Y, claro, lo que ha ocurrido en estos veinte años en Venezuela, por fuerza, se ha ido colando, espero que de la manera menos panfletaria posible. El lector no lo notará, como debe ser, pero hay por lo menos una ocasión en que un texto que se extendía por unas cincuenta páginas en la edición quedó reducido a una frase o a unas pocas líneas. Incluso hay un personaje que desapareció de la novela y tuve que cuidarme de que no apareciera de repente en una escena, sin saber de dónde había salido. Así que he tenido muchos años para pensar en cómo serían las cinco mujeres que protagonizan la novela. Y escogí los nombres cuidadosamente, como un capricho que me di a mí mismo, porque me gustan: Celestia, Paula, Bárbara, Iannis y Osiris. No quiero decir que las conozco bien, pero tengo una idea bastante aproximada de cómo reaccionarían ante tal o cual circunstancia. Podría escribir una precuela o un spin-off con cada una de ellas si me los pidieran, pero quién sabe si ya estoy demasiado lejos de su mundo para hacerlo. Mi mayor alegría es que no he tenido quejas por parte de nadie que haya leído la novela, y espero que esto siga así: una novela que no es verosímil ha fracasado la mitad.

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