Julio Ramón Ribeyro nació el 31 de agosto de 1929 en Lima (Perú), en el barrio de Santa Beatriz. Cursó estudios en los colegios Montessori y Champagnat, en cuyo equipo de fútbol jugó de dizque centroforward. Practicó la natación en el mar hasta que pudo, incluso cuando su torso –tras numerosas intervenciones quirúrgicas– parecía uno de esos desnudos mapas físicos donde los escolares borronean los nombres de ríos y montes, un amasijo de costurones. Sus recuerdos de infancia transcurrían preferentemente en el barrio limeño de Miraflores. Allí, la acomodada familia residió en una encantadora casita rodeada por un frondoso jardín lleno de frutales. Cercaban ese territorio mítico corralones, potreros, cines de barrio, Chevrolets azules, desfiladeros, playas desiertas y avenidas con ficus y eucaliptos, plantados tal vez desde antes de la guerra con Chile. El antepasado más antiguo del que Ribeyro tenía noticia era un gallego llamado Melchor Ribeyro, quien había embarcado rumbo a Perú a finales del xviii. Abrió una librería de viejo en el centro de Lima y se casó con una dama decente pero sin fortuna. En el texto «Ancestros», hipotético primer capítulo de su autobiografía, Ribeyro repasa esta estirpe, integrada en lo fundamental por jurisprudentes, rectores universitarios e imaginativos buscavidas. Daniel Titinger ha escrito recientemente una magnífica, dislocada biografía de Ribeyro –Un hombre flaco– en la que dibuja de la siguiente manera el estatus familiar: «Los Ribeyro eran una familia con dinero. El padre, Julio Ramón, trabajaba en la Casa Ferreyros, que era de unos familiares suyos, una importadora que además era representante de Caterpillar Tractor Co. en el Perú. Tenían un Ford negro del 38, un chófer que se apellidaba Rosas, un jardinero, y los cuatro hijos iban a buenos colegios en Miraflores». El padre de Julio Ramón Ribeyro fue un hombre culto y francófilo, dueño asimismo de una nutrida biblioteca, uno de esos padres que daban palizas y a continuación se encerraban en su gabinete. A través de él se interesó por los libros y la lectura el jovencísimo, frágil, tímido, solitario Ribeyro. Pero la muerte del padre de Julio Ramón conllevó la ruina económica de la familia, al tiempo que alojaba en el ánimo del escritor un agudo e inconsolable sentimiento de orfandad.
Con gran pesar entre sus allegados, Ribeyro se matriculó en la Facultad de Letras de la Universidad Católica. Desechaba así la carrera de abogado, a la que parecía predestinado por apellido. Los gallinazos sin plumas, su primer libro de relatos, vio la luz en 1955. Para entonces, Ribeyro ya no vivía en Perú. Fue desde el principio una figura ausente, un extraño satélite en órbita alrededor de esa generación que, desde los años 50, introdujo nuevas preocupaciones, nuevas tradiciones en la narrativa peruana. Publicaban sus primeros libros por aquellos años Enrique Congrains, Oswaldo Reynoso, Sebastián Salazar Bondy, Eleodoro Vargas Vicuña, Mario Vargas Llosa. Esta nueva generación, según Ángel Esteban, dirige su mirada hacia la ciudad –hacia su vertiginoso reino de posibilidades– y da cuenta de las consecuencias inmediatas que entrañará la modernización en las estructuras sociales del Perú: grandes masas campesinas emigran hacia las zonas urbanas, una nueva clase media emerge y, en materia literaria, cristaliza una suerte de identidad nacional que, tras la época de los ismos, incorpora el indigenismo como un estado de ánimo y de conciencia del nuevo Perú. Fue José Carlos Mariátegui quien profundizó en esta última tendencia crítica: mientras la estética vanguardista se había traducido en Europa, grosso modo, en una voluntad destructora de la identidad anterior, en un país como Perú tal espíritu debía iniciar, a priori, un proceso de humanización social y política, es decir, debía crear las condiciones necesarias para la construcción de su primera identidad, tanto nacional como artística.
En ese contexto se desarrolla la labor literaria de Julio Ramón Ribeyro, un claro ejemplo de que carácter es destino y también es literatura. Toda la vida se consideró a sí mismo un escéptico. Ribeyro se dedicaba a inventariar enigmas, a levantar en cada texto un íntimo catastro de vacilaciones. Su sensibilidad literaria era el necesario apéndice de una mirada a través de la que, invariablemente, el mundo se reflejaba mezquino, sórdido, deleznable, ridículo y cruel. Si carácter es destino, temperamento es, sin ninguna duda, género literario: «Se es cuentista por temperamento –dijo–. Es una manera de ver el mundo». A nadie se le oculta que tras esos personajes tristes, alienados, intrascendentes, pasivos, reservados, mediocres –seres humanos «excluidos del festín de la vida», en definitiva– se agazapa alguno de los recurrentes estados de ánimo de Ribeyro, del desarraigado Julio Ramón Ribeyro, traductor en la France-Presse; más tarde agregado cultural en la embajada peruana en París; delegado y representante peruano, por último, en la unesco (puestos –estos dos últimos– políticamente muy incómodos durante un buen tiempo, aunque propicios a la buena organización del tiempo de escritura). Días grises, años grises, el número 15 de la rue de la Harpe, vinos Saint-Émilion en La Coupole o La Rotonde, mudanzas, cafés en el Old Navy, úlceras, cartas a su hermano Juan Antonio, el estudio de la rue Saint-Séverin, crisis, periodos de hermetismo, vacaciones en Capri, compatriotas a la salida de una parada de metro, la cinemateca en la rue d’Ulm, partidas de ajedrez, peones árabes y portugueses cruzando el asfalto de la place Falguière, un matrimonio, un hijo, pasillos de hospital, un cáncer de esófago, la casa junto al parc Monceau; y la perspectiva del regreso a Perú, siempre, a Lima, la ciudad donde germina gran parte de la literatura de Ribeyro. A menudo su enjuta figura convoca el recuerdo de una de esas proverbiales personalidades saturninas, esos seres melancólicos sujetos a euforias y depresiones igualmente violentas, a la influencia del planeta más hostil, frío y batido por los vientos. Vana ilusión de un orden en París, de alguna forma de sentido o de compañía: «Sé por experiencia que no puedo soportar la presencia de una persona más de tres horas», anotó en su diario en 1955. Y pese a todas sus perplejidades y retraimientos, Ribeyro se ha convertido con el andar del tiempo en un auténtico emblema de la literatura de poder (ese sistema de conocimiento al que se accede, según Thomas De Quincey, únicamente por medio del placer y de la simpatía), en un maestro, en un eficaz cobijo para nuestro desconcierto.
Sucede que para los protagonistas de las historias de Julio Ramón Ribeyro la personalidad –si nos atrevemos a glosar un verso del poeta Michael Hamburger– es una distracción, un lujo que a menudo se encuentra más allá de sus posibilidades. En efecto, abundan en la obra de Ribeyro ciertos personajes que, tras una negociación infructuosa con la realidad, aceptan sin rechistar su fracaso, acarreándolo con ellos por doquier. Por esta razón afirmó Efraín Kristal que los narradores de los cuentos de Ribeyro se definen por elaborar numerosas y decisivas reflexiones acerca de sus interioridades, pues ayudan a entender el mundo del propio narrador mucho más que el de los personajes implicados en la trama. He ahí la raíz del escepticismo ribeyriano: el afán de observar, de entender, de rastrear una emoción que, a fin de cuentas, no resuelve ninguna incertidumbre ni tampoco genera conocimiento.