Como él mismo reconoció, sus cuentos se agrupan por familias de preocupaciones. Esencialmente encontramos en su obra cuentos realistas; cuentos fantásticos; cuentos que él mismo denominó «evocativos, autobiográficos», los cuales suelen transcurrir en algún escenario de la Lima de mediados del siglo xx; y, por último, cuentos «europeos», tras los que se oculta un autorretrato afiligranado, una proyección del propio Ribeyro en su dilatado periplo por el Viejo Continente. En efecto, Julio Ramón Ribeyro partió a Europa en 1952, cuando, tras terminar sus estudios universitarios en Lima, pudo viajar a Madrid gracias a una beca concedida por el Instituto de Cultura Hispánica. Necesitaba cambiar de panorama, traicionar su hado, atreverse –como gritó Nietzsche– a ser quien era. «Aquí ya soy definitivamente como han querido que sea», había escrito el 3 de junio de 1950. Llevaba noventa dólares en el bolsillo. Desde España enviaba a su hermano Juan Antonio los cuentos que iba escribiendo, de suerte que éste los pudiera presentar a los certámenes literarios de Perú. Luego se marchó a Munich, en Alemania, y también a Berlín, Hamburgo y Fráncfort. Y a la ciudad belga de Amberes, donde residió hasta que tomó la determinación de establecerse definitivamente en París. En la capital francesa dio continuidad a sus hábitos noctámbulos, desempeñando primero trabajos subalternos, desagradecidos y muy físicos –portero de hotel, recogedor de periódicos usados, cargador de paquetes en las estaciones–, empleos tras los que acababa con el cuerpo derrengado y moralmente abatido ante la máquina de escribir. Se trasplantaba de una habitación de alquiler a otra, toda vez que solamente llevaba consigo una maleta con libros, un tocadiscos portátil y la máquina de escribir. Vivió emancipado del sentido de la propiedad, de la profesión, de la familia. Ocupó habitaciones hostiles e impersonales; lúgubres cuartos que quedan como caparazones huecos tras la marcha del huésped. Regresó a Perú y vivió una breve época entre Lima y Ayacucho. «Retrospectivamente, –afirmó– me doy cuenta de que, al cabo de ese tiempo, tuve el temor de regresar al Perú para asumir una responsabilidad, insertarme en un medio social y desempeñar una función determinada. Preferí seguir en la situación del estudiante extranjero, lo cual me daba mayor libertad e independencia y, sobre todo, me eximía de aquellas responsabilidades». Gracias a la intermediación de Loayza y Vargas Llosa –quien había llegado a París un poco más tarde que él– empezó a trabajar en la France-Presse. En esta agencia parisiense pasó doce años, «duros y enojosos». Al arreglar sus papeles para la jubilación, mucho tiempo después, Ribeyro encontraría una amonestación oficial que resume el estado de aburrimiento y embrutecido desinterés en el que le sumía este trabajo: «Los deberes del periodista son incompatibles con la lectura en horas de oficina de En busca del tiempo perdido». Cada una de estas urbes –Madrid, Amberes, París…–, cada una de estas etapas en la vida de Ribeyro quedaron consignadas de manera minuciosa y a veces lacerante en el diario del autor, que abarca desde 1950 hasta 1978 y se titula, muy elocuente y ribeyrianamente, La tentación del fracaso. El diario está trufado de pasajes de carácter puramente narrativo y de pequeños episodios que conforman elusivos relatos europeos. La descripción de alguno de sus proyectos literarios da paso a menudo, sin solución de continuidad, al examen de cualquier temor, presagio o correría: «Ahora estuve bailando en una cave de Amberes, cerca de Venusstraat […]. A la media hora me escapé avergonzado por mi falta de inocencia». Abundan, asimismo, comentarios y apuntes a vuelapluma semejantes a aquellos que formarían parte, años después, de un libro lucidísimo, implacable y legendario: Prosas apátridas, publicado en 1975 por la editorial Tusquets (y cuyas galeradas, afirma el mito, le fueron entregadas a Ribeyro en París, personalmente, por un joven Enrique Vila-Matas). Estas prosas constituyen un valioso manual de filosofía práctica, fragmentaria y portátil, amén del original cruce al que habrían dado lugar los poemas en prosa de Baudelaire y las acidísimas cavilaciones de Cioran. Un libro único que encarna el presente absoluto de la inteligencia de Ribeyro, flâneur nocturno e infatigable; un artefacto literario surgido directamente de la vivencia de la ciudad de París y del enjambre de pulsiones que zarandeaban el ánimo del autor.

 

Ribeyro fue sin duda un diarista excepcional, así como un fervoroso lector de este género, entre cuyas realizaciones predilectas se contaban los diarios de Amiel, Chateaubriand, Saint-Simon, Casanova, Jünger y Kafka. También cobramos conciencia en las páginas de su diario del rendido interés de Ribeyro por los libros de historia, en especial por la obra de Michelet, Tácito, Toynbee o Gibbon, aunque fue la extensa tradición de los moralistas franceses la que, efectivamente, forjó algunos de los mejores párrafos de la obra de Ribeyro: esa tradición de libros heterodoxos y aparentemente descabezados –basados en máximas, reflexiones o aforismos– que comprende desde los ensayos de Montaigne a los cuadernos de Valéry. Por lo demás, incursionó en el ensayo y el artículo críticos, actividad que fructificó en el conjunto La caza sutil, publicado en 1975. Es en verdad la obra de Ribeyro un continuum en el que las fronteras entre géneros literarios son particularmente frágiles, dúctiles; catalogar un texto de una manera u otra responde a un asunto circunstancial, a cualquiera de las fluctuantes irisaciones del ánimo. Su latido literario –«Yo no tengo un estilo: tengo sólo una tonada»– es fácilmente reconocible. «Lo importante –afirmó– no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor».

Ribeyro escribió tres novelas. En parte, quizá, porque era lo que se esperaba de él. O porque era lo que se esperaba de cualquier escritor hispanoamericano de su época. O tal vez porque era la única contraseña que admitía la comunidad lectora atenta al fenómeno del boom. Crónica de San Gabriel, novela publicada en 1960, fue definida por Washington Delgado como la liquidación de la novela épica agraria. Construida a partir de una estructura aparentemente tradicional (carente de juegos y vaivenes temporales y de otros aparentes artificios), Crónica de San Gabriel está recorrida por notas arcaizantes que remiten deliberadamente a la novela del xix y homenajean a algunos de los autores preferidos de Ribeyro (Chéjov, Maupassant, Poe, Balzac, Cervantes). Es, en suma, una novela erguida sobre la sólida peana constituida por una sucesión de capítulos breves, rotulados mediante un título y concluidos sorpresivamente para reanimar el interés del lector. La modernidad, sin embargo, está en otro sitio, como señaló Loayza: en la meditación sobre el medio social y político, además de su sagaz punto de vista. Aún publicó otras dos novelas: Los geniecillos dominicales (1965), de tema netamente urbano, cuyos personajes discurren por el angosto mundo pequeñoburgués; y Cambio de guardia, que carga las tintas contra la corrupción política. Él mismo, cuando ya había escrito estas novelas, era consciente de los problemas del novelista de su época: mientras las ciencias sociales acaparaban y reivindicaban la transmisión del saber y de lo novedoso, la historia banalizada expropiaba los tesoros del pasado y el periodismo de actualidad, el mero presente. ¿Qué le queda al novelista?, se pregunta en un artículo Ribeyro. Le queda el lenguaje, le queda la fantasía, la libertad de composición; le queda el carácter no inmediatamente utilitario de su quehacer, le queda tal vez la insatisfacción.

Violencia, injusticia, quiebra moral y económica, indefensión, el sufrimiento de los peones, la desdicha de los amos, la fatal incomunicación entre clases y razas, entre iguales, el deterioro de la vida, amores decepcionados… Los temas y personajes de la novelística de Ribeyro no se distinguen en realidad de los de sus cuentos, caracterizados estilísticamente por la sobriedad y la cadencia de su prosa, la adjetivación precisa, el ritmo fluido y apretado o la sabia dosificación de los elementos simbólicos. En mi caso, vuelvo a algunos de sus relatos como a la vieja cabaña construida en la adolescencia, todos ellos timbrados por un mismo sello de cierre: la fecha y el lugar en el que se escribieron, siempre tras el punto final, como un fugaz testimonio autobiográfico (escribir es recordar quiénes éramos en el tiempo en que escribíamos). Vuelvo a «Al pie del acantilado», una emotiva y tristísima historia de acantilados, marginación y sal (incluida en el libro Tres historias sublevantes y cuya escritura está fechada en Huamanga en 1959); a «Doblaje», una obra maestra del tema del doble, a la altura de los textos canónicos de Chamisso, Cortázar, Poe o Hoffmann (que data de 1955, en París, y está incluida en Cuentos de circunstancias); a «Por las azoteas», una subversiva y libérrima exploración por las entrañas del pensamiento firmada en 1958, en Berlín (incluida en Las botellas y los hombres); a «Sólo para fumadores», donde la historia de la literatura se convierte en la volátil historia del humo del penúltimo cigarrillo (incluida en Sólo para fumadores)… La escritura de Ribeyro, parafraseando a Vila-Matas, es una casa para siempre. Sus personajes son como nosotros, luchan contra los mismos obstáculos y quedan paralizados por idénticas perplejidades. Al final, Julio Ramón Ribeyro reunió su obra cuentística bajo el título de La palabra del mudo. Mudo el autor de los textos y mudos sus personajes: los bobos, los estafados, los locos, los tipos raros, los desubicados, los enamorados, los absortos, los saldos de la especie humana, marginados todos ellos de alguna u otra manera o refractarios a lo consabido: «Me gustan las personas sobre las que no podemos formarnos una opinión, en otras palabras, las que nos obligan a renovar constantemente la opinión que tenemos de ellas». En su momento, Frank O’Connor aseguró que en el cuento moderno la voz solitaria que está gritando es la de la Población Sumergida. Difícil hallar un mejor ejemplo para tal aseveración que la obra cuentística de Ribeyro, el autor que amplificó la voz de su particular Población Sumergida: la Población Muda.

 

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