Esclavos del destino, los personajes de Ribeyro personifican el sujeto tal y como Alain Badiou lo describe en su libro La ética: al encontrarse ante el acontecimiento decisivo que cambiará sus vidas, no pueden hacer nada más que cargar con él. El destino es aquello que no se puede rechazar, pues por esa misma razón es el destino. Es el instante en que realmente uno se convierte en Sujeto en el pleno sentido de la palabra, como en las tragedias griegas: alguien que se somete (sub-jacere en latín) y, paradójicamente, mediante ese acto, afirma su modesta soberanía. Es el mudo que no se aparta del punto de articulación en su historia, sino que acarrea con él, con plena responsabilidad y conciencia de que el encuentro con el propio destino puede significar una catástrofe. El resto, entonces, es ya literatura y temperamento.

 

Cuento, novela, diario, ensayos, apuntes de una filosofía práctica e inclemente y, asimismo, teatro: Ribeyro compuso una decena de piezas dramáticas, por una de las cuales recibió el Premio Nacional de Teatro de Perú. Ribeyro saltó de un género a otro de forma caprichosa y voluble, en congruencia con sus hábitos de escritura, que comparó en uno de los fragmentos de su diario con los juegos de su hijo. Esto es, la literatura como prolongación de la infancia: la misma insatisfacción, el mismo aburrimiento, el mismo deseo de cederle la palabra al otro o a los otros que hay en nosotros mismos. La misma soledad. A lo largo de La tentación del fracaso abundó Ribeyro en sus manías, en sus angustias, en su particular manera de entrar en el mood creador que, palabra a palabra y voluta a voluta, definiría el género al que lo redactado, a menudo en horas nocturnas, debería adscribirse más tarde. «Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa». La pluralidad de rubros en el seno de la obra de Ribeyro es natural consecuencia de una constante y permanente vocación literaria. Por eso llegó a afirmar que vivía «con la literatura», una aclaración sutil pero decisiva. Mientras los que viven de la literatura son los que fabrican libros –y, a través de ella, buscan dinero, consideración o poder–, los que viven para la literatura son quienes encuentran en la creación el fin supremo, de modo que la vida se convierte en un simple medio para tal fin. Entre unos y otros se encuentran los que viven con la literatura, a semejanza de Julio Ramón Ribeyro, aquellos para quienes la literatura no es ni totalmente un medio ni totalmente un fin, sino más bien una compañía, una presencia continua a lo largo de la vida. O una permanente excusa: «A veces pienso que la literatura es para mí sólo una coartada de la que me valgo para librarme del proceso de la vida».

Como dejó escrito Diego Zúñiga, a partir de cierto momento la vida de Ribeyro, el temperamento de Ribeyro, se confunde con las historias que el autor entrega en sus libros. Paradójicamente, el más discreto de los escritores se convirtió en el más célebre. Empezó a ser objeto de ediciones conmemorativas en su país, de ediciones populares, a figurar en los manuales, a llenar los salones en los que impartía una conferencia o presentaba un nuevo libro. Sus visitas a Perú se anunciaban a bombo y platillo y él se veía en la obligación de atender a los periodistas, o de mentirles y evitarlos. Llegaron a asediarlo como a una estrella de rock. Orillado por el fenómeno editorial del boom, acabó convertido, por alguna suerte de error o de milagro, en un escritor consagrado, querido, admirado, incontournable. Le concedieron en 1994 el Premio Juan Rulfo. De repente, se vio confinado en un estrecho panteón, junto al Inca Garcilaso de la Vega y José María Arguedas. Él, el tímido, el enclenque, el mudo, el flaco, el hermético, el atractor de grillados, de absurdos equívocos, de adversidades ridículas, de azares lamentables: «A mí los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos. Me basta subir a un vagón de metro para que, en cada estación, de uno en uno, suban a su vez y vayan cercándome hasta convertirme en algo así como el monarca siniestro de una Corte de los Milagros». Sólo a Ribeyro pudieron ocurrirle infortunios editoriales tan extravagantes como los que atañeron a la publicación de sus obras Los geniecillos dominicales o Los gallinazos sin plumas: si la primera de ellas se editó pésima y repudiablemente, plagada de erratas, omitiendo un cuadernillo de ocho páginas hacia el final de la obra, lo cual volvió la novela absolutamente incomprensible, la edición traducida al francés del segundo título, a cargo de Gallimard, colocó en la solapa del libro la fotografía de un escritor africano con idéntico apellido. Por lo visto, este último episodio lo colmó de vergüenza y Ribeyro se escondió en su casa durante horas.

Algunas de las últimas fotos de este hombre fueron tomadas también en balcones y terrazas, aunque en este caso del barrio de Barranco, en Lima. Posaba resignadamente alegre y enjuto, en camisa (la gabardina ya no era necesaria), frente al mar, siempre el mar. Había llevado a término, de forma aproximada, su viejo anhelo, como escribió en una entrada de 1974 de La tentación del fracaso: «Proyecto –o menos que proyecto, anhelo, sueño– de tener una casa en el malecón de Miraflores, frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando el poniente, pensando, escribiendo si me provoca, tal vez con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco». Eran los turbulentos años noventa peruanos (de los que se supone que también hay páginas del diario personal de Ribeyro, inéditas todavía). Se había dejado crecer un espeso bigote, tal vez para disimular su prognatismo. Alternaba feliz con escritores y amigos más jóvenes. Montaba en bicicleta. Llegó a cantar boleros en algún anónimo karaoke limeño. Julio Ramón Ribeyro murió en Lima el 4 de diciembre de 1994. Tenía 65 años. La muerte resultó ser como la rúbrica de todos sus cuentos: una fecha, un lugar, el extraño consuelo de la vana perfección.

Total
3
Shares