POR RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
Fotografía deJ.G. Ballard, uno de los mejores representantes de la literatura de ciencia ficción

Responsable de algunos de los más fascinantes libros de relatos de la literatura del siglo veinte, caso de Playa terminal, Aparato de vuelo rasante o Fiebre de guerra, desde finales de los años 80 hasta su muerte en 2009, J. G. Ballard facultó un paso capital en la dirección de la distopía contemporánea. Lo que Ballard subrayó con singular intensidad en Furia feroz, su primera gran distopía, y prolongó hasta Bienvenidos a Metro-Centre, su novela de despedida, fue el despojamiento del género de su naturaleza eminentemente anticipatoria en beneficio de rastrear los elementos distópicos que existen aquí y ahora. Es razonable suponer que a Ballard no le agradara demasiado el término que nos ocupa, pues él contemplaba su obra como una investigación clínica a propósito de las patologías presentes en la sociedad posindustrial, pero más allá de la disputa nominalista, lo cierto es que debemos al autor de Crash la intuición de que el futuro es el siguiente cuarto de hora que ya nos acecha, y la mayoría de sus trabajos se ambientan en un tiempo inminente, organizado en torno a lugares de bienestar, privilegiados, satisfechos de sí mismos, en los cuales aparece siempre la pasión por lo oscuro, lo demoniaco, lo perverso. Ballard, en realidad, nos enseñó que la utopía no se cumple porque la felicidad es aburrida, reiterativa y vacua, inane. El displacer, la tentación de la violencia y de la muerte, el riesgo de la incertidumbre son los auténticos depósitos de vida. Lo que nos hace sentir vivos es la posibilidad de perder o malograr la existencia. Lo distópico, pues, no sería, desde esta óptica, otra cosa que la expresión de ciertos deseos reprimidos. O por usar una expresión consagrada por la filosofía, la distopía no es más que otra evidencia del fuste torcido de la humanidad.

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Esta línea ballardiana se prolonga en ochomiles literarios tan sugestivos como los alcanzados gracias a La broma infinita de David Foster Wallace, El círculo de Dave Eggers o Satin Island, de Tom McCarthy, aunque quiero detenerme en la plasmación de esta corriente distópica tal y como se vislumbra, por ejemplo, en Cero K, penúltima obra hasta la fecha de quien en mi ánimo es el escritor vivo más importante de nuestro tiempo: Don DeLillo.

Los cuarenta y cinco años que median entre la aparición de la primera novela de Don DeLillo, Americana, y su decimosexta entrega, Cero K, invitan a ser contemplados no sólo como uno de los itinerarios más admirables de la literatura universal, sino como uno de los más coherentes. Esta sensación de unidad viene servida a través de dos elementos: un estilo único y una temática precisa. DeLillo posee una escritura inconfundible, construida en torno a unas características reiteradas y pulidas hasta la exasperación: diálogos donde prima el tono oracular, que se alimentan de la paradoja y el aforismo; un soberano talento para la descripción forense, cifrada en una voz glacial; un magnífico oído para detectar los argots de la época, la constelación de submundos que articulan la red semántica de la globalidad: biopolítica, economía, cibernética. Nutriendo ese estilo, descuellan los temas de nuestro tiempo, el abecedario de temores y anhelos que el escritor ha elevado a rango de verdad revelada: la tecnología como triunfo y condena; la muerte como enigma y destino; el lenguaje como demiurgo y gran mistificador. Este matrimonio entre forma y contenido, entre un modo de narrar y un puñado de argumentos, alcanza en Cero K una decantación purísima. La novela posee mucho de omega literario, de puerto de llegada para una nave cargada de presagios y preguntas. Era de hecho inevitable que DeLillo acabara por aproximarse a un tema que ya no pertenece al imaginario de la anticipación, sino que está instalado en el corazón del enjambre distópico: la superación de la especie humana tal y como la conocemos, la abolición de la mortalidad o, al menos, su domesticación.

La reubicación del Homo sapiens en el orden planetario y la conquista paulatina de la inmortalidad hacen de Cero K una encuesta en torno a nuestros límites, a propósito de la rebeldía del hombre como animal que se resiste a la extinción. El elemento definitorio de la vida es que concluye. Esta idea, articulada como motivo a lo largo de la narración, sirve de percha a la peripecia intelectual y emotiva de Cero K, convirtiendo la novela en un simposio filosófico en torno al problema de la muerte en la época de la espesura digital. En Ruido de fondo, DeLillo había definido la tecnología como la naturaleza desprovista de lujuria. Tres décadas más tarde, Cero K ya no opone tecnología a naturaleza, sino que contempla la tecnología como una naturaleza añadida, cuyo dominio se ha independizado de su creador. La operación es sutil y abre perspectivas complementarias. Por un lado, la tecnología es la instancia que investiga el advenimiento de un tiempo en el que la muerte podrá ser abolida; por otro lado, la tecnología es la garantía de que el mundo se encamina hacia su destrucción. La pira en la que arderá la Tierra alimenta el fuego que salvará a la humanidad. La camada tecnológica amamanta al salvador y al asesino. Instalada en esta dialéctica, Cero K es una invitación a convertirnos en peatones de la debacle y la apoteosis.

La coartada para este paseo por las fronteras de lo plausible la presta un gigantesco programa de estudio llamado la Convergencia, en el que algunas de las mayores fortunas del planeta y muchos de sus mejores cerebros han unido sus voluntades para detener el paso del tiempo, preservar los cuerpos del deterioro biológico y aguardar la parusía de la redención tecnológica. Si somos capaces de pensar y hablar de lo que puede suceder en los tiempos por venir, argumenta la distopía, ¿por qué no dejar que nuestros cuerpos sigan a nuestras palabras hasta el futuro? DeLillo no insiste en las condiciones de esta operación situada entre la medicina y la teúrgia, la sintaxis robótica y los poderes del arúspice. Le basta con sugerir el clima y el escenario, creando un espacio casi fantasmal hasta convertirlo en un renovado museo del asombro. Pues a lo que asiste el lector es a la demolición del hombre y a la promesa de su renacimiento como una entidad despojada de atavismos, una perspectiva mejorada y perfeccionada de su actual avatar.

El núcleo de problemas en que Cero K abunda pertenece al mundo distópico que Ballard cartografió. En su análisis de las formas que hoy adoptan las viejas preguntas que nos atormentan (cuánto tiempo me queda, qué existe después de la muerte, por qué debo morir), la novela conquista una apertura que la orienta en la senda del relato distópico, un camino del que autores como Lem, Pynchon, los hermanos Strugatski, Philip K. Dick o Ursula K. Le Guin se han servido para identificar no sólo los temas candentes de la contemporaneidad, sino el horizonte de la vida del ser humano sobre la Tierra. El género dibuja entonces una suerte de paradoja. Mientras que el presente es distópico, es el futuro el que puede parecer anticuado. La distopía no habla de los anhelos por mejorar el porvenir, sino de las ansiedades y terrores actuales. El matiz pesimista que invade lo distópico procede de esta pregnancia. Habitamos un presente donde parecen haberse cumplido ya muchas de las distopías más influyentes del siglo pasado. La farmacocracia de la que habló Lem, el bienestar químico soñado por Huxley, la videovigilancia orwelliena, la robotización del ser humano augurada por Capek o la presencia del cíborg pronosticada por Gibson definen un día a día que cada vez se parece más a las ficciones que construyeron el esqueleto especulativo del siglo veinte.

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Hasta aquí he mencionado la distopía en textos ajenos. Esbozaré ahora un apunte de mis intereses como autor de distopías apelando a dos obras propias, separadas entre sí una década: Derrumbe, de 2008, y Homo Lubitz, de 2018.

Derrumbe reflexiona sobre la cultura del simulacro en la que vivimos, uno de los aspectos más fecundos del discurso distópico. La copia de la copia de la copia es su cronomapa: Second Life no era en 2008 sólo un fenómeno de mercadotecnia, sino una metáfora del pavor ante lo real, ante aquello que no conoce la mediación de la tecnología. Ninguna imagen más exitosa para definirnos que la platónica del esclavo contemplando un desfile de sombras que toma por reales. Junto a esta esclavitud agradecida, asumida sin rubor, se proyecta un monstruo: la ausencia de empatía. O la impiedad, si se quiere. Pero una impiedad que debe interpretarse en términos no religiosos. Una impiedad que emana de esa náusea satisfecha en la que vivimos. Derrumbe es una indagación en cierto territorio que a la distopía le agrada conjeturar: la indiferencia, el hartazgo, la plétora material. Es el mundo de Nocturama, de Bonello. De Elephant, de Van Sant. De La carnaza, de Tavernier. «Vivimos en Bizancio», se dice en Derrumbe. En el Bizancio de la hiperrealidad y de la muerte de las correspondencias humanas. Cuando los jóvenes de la novela dinamitan Corporama, el parque temático en forma de cuerpo que han convertido en objeto de su hastío, lo que están dinamitando son los símbolos explícitos de una esclavitud que se celebra como libertad. La utopía deviene distopía en el momento en que se realiza. Es el triunfo de un nihilismo que no busca destruir el mundo para mejorarlo, como había hecho el nihilismo ruso al atentar contra Alejandro II, sino que se agota en su irrelevancia. Cuando Grinevitski asesina al zar está luchando por cambiar algo. De Charles Manson para aquí lo único que se persigue es la parrilla de noticias. Incluso la rabia se convierte en objeto de consumo.

El escritor que piense que sus novelas servirán para reformar el entendimiento es un ingenuo. Ello, por supuesto, no significa que la distopía no posea valor. Al contrario. El pensamiento distópico es uno de los más fenomenales expedientes no ya del mundo hacia el que nos dirigimos, sino del mundo en el que vivimos

Derrumbe trata del día a día en el marco de la sociedad occidental, lo cual implica hablar de uno de los asuntos por antonomasia de nuestro tiempo: el fracaso de la comunicación, la imposibilidad de establecer un diálogo real ya no entre sujeto y objeto (diríamos, apresuradamente, entre las personas y el mundo), sino entre sujetos (el diálogo del yo con el ) y entre el sujeto y su conciencia. Y especialmente implica hablar del drama que supone esta evidencia en un momento histórico en el que parte de la humanidad ha logrado unos estándares de bienestar impensables hace doscientos años y unas cotas de sofisticación tecnológica sin parangón. Las preguntas, pues, que me asaltaban mientras redactaba Derrumbe no eran muy distintas a: ¿Por qué disponiendo de los medios materiales para ser felices y buenos somos, sin embargo, tristes y malvados? ¿Cómo creer en principios trascendentes cuando los dioses habitan en pastillas de silicio? ¿Para qué leer Crimen y castigo si hay caníbales de fibra óptica en cada recodo de la Red? En Derrumbe lo distópico se manifiesta en el hecho de que la realidad se ha vuelto clandestina, expulsada muy lejos de nosotros. El mundo nos ha aplastado; el cibermundo nos ha liberado. Las futuras generaciones irán perdiendo todo lo accesorio: el dedo meñique del pie, el aparato auditivo, las papilas gustativas. Serán apenas un ojo gigantesco.

Una década más tarde, Homo Lubitz se asoma a la distopía desplazando el marco. De la pequeña comunidad que abrazaba Derrumbe, trasunto de mi Gijón natal, se pasa a una acción que sucede en los escenarios predilectos de la geopolítica: China, Estados Unidos, el mundo de las corporaciones, la élite económica que ordena la entropía. Lo distópico es aquí antiutópico con más fuerza que nunca, en lo que tiene de crítica al intento de implementación de cierta utopía, la del bienestar tecnológico, un bienestar contado mediante una coartada en apariencia extravagante, la posibilidad de que los chinos dejen de ser intolerantes a la lactosa, para acentuar el carácter de control que subyace a las intenciones políticas.

O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz, es el resultado de aquel punto sin retorno que Ballard pronosticó en sus ficciones: un tiempo donde no existe transición entre la enunciación de un deseo y su realización. En Homo Lubitz se aventura que ya todo consiste en un asunto de narrativas, de perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo decir el mundo. Esta es la complejidad primordial de lo que nos rodea. Hasta no hace tanto la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero hoy todo sucede de una forma tan veloz, urgente y plástica que el propio lenguaje parece haber perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza que se experimenta hacia la novela como instrumento de diagnóstico. Y esa desconfianza es la que genera indefensión ante un futuro que cada día parece más presente. El recorte de la distancia que media entre realidad y deseo ha dejado huella en la percepción del tiempo, pero también en el lenguaje.

De modo que la función distópica es advertir. Se diagnostica un mal presente, o al menos latente, y se proyectan sus consecuencias, a menudo ominosas. El escritor se convierte no necesariamente en un profeta, pero sin duda sí en un patólogo. Homo Lubitz despunta entonces como una novela sobre el deseo y sus mecanismos. Sobre el deseo como obligación, como imposición. De hecho, uno de los mayores actos de resistencia consiste hoy en no desear, en no poseer, en negarse a ser feliz según la lógica articulada por el capitalismo. Los personajes principales de Homo Lubitz, O’Hara y Control, lo tienen casi todo. Ese casi que les falta es el centro en torno al cual la novela pivota. En realidad, hay dos mitos en el origen del texto: el fáustico del conocimiento y el vampírico de la inmortalidad. Pero es posible que, a la postre, ni el conocimiento ni la inmortalidad sean satisfactorios. Que necesitemos algo distinto para sentirnos completos. O quizá es que esa sensación de realización es imposible, que ese tercer mito, el de la felicidad como deber, es también una quimera, y entonces tenemos que llenar esa carencia con otros placebos: la violencia mediática, el apetito por la muerte, la destrucción como acontecimiento estético.

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Ricard Ruiz Garzón, muñidor de la antología Mañana todavía, ha escrito que «la distopía nos permite prepararnos mejor para la imprevisibilidad de lo que se avecina». Estoy en desacuerdo. La literatura no nos prepara para nada. Zamiatin insinuó en Nosotros hacia dónde se encaminaba la experiencia revolucionaria rusa y nadie le creyó, y unas cuantas generaciones han leído 1984 para después arrojarse voluntariamente en brazos de cualquier sucedáneo del Big Brother. El escritor que piense que sus novelas servirán para reformar el entendimiento es un ingenuo. Ello, por supuesto, no significa que la distopía no posea valor. Al contrario. El pensamiento distópico es uno de los más fenomenales expedientes no ya del mundo hacia el que nos dirigimos, sino del mundo en el que vivimos.