POR ANDREA VALDÉS

Si tuviéramos que pensar en una posible relación entre las escrituras autobiográficas y el arte contemporáneo, o mejor dicho en el momento en que ambas prácticas son indistinguibles y, en cierto sentido, inclasificables, quizá sólo podríamos limitarnos a enumerar unos cuantos ejemplos de un problema mayor que afecta al propio concepto de arte. Ejemplos tan inabarcables como la propia tendencia de ambos caminos a entrecruzarse y cuestionarse. Por ejemplo, a mediados de 1960 el arte cambió radicalmente. Esta transformación trajo consigo otras formas de escritura que cristalizaron en una subjetividad nueva, ya fuese dentro del medio —y aquí pienso en la comisaria norteamericana Lucy Lippard—, como fuera —lo que me lleva a hablar de la crítica italiana Carla Lonzi. El siguiente artículo analiza los libros que capturaron esta transición: «Seis años»… y «Autoritratto», centrándose en sus aportaciones a la literatura autobiográfica.

Adentrarse en el arte contemporáneo sin otra brújula que la curiosidad puede ser un espectáculo algo desolador. Ya lo advirtió el escritor César Aira al describir la oferta visual de una de sus revistas favoritas y que colecciona desde hace tiempo. Me refiero a la prestigiosa Artforum: «Fotos de salas oscuras con pantallas en las que hay imágenes borrosas, galerías vacías, una señora sentada a una mesa, ropa colgada de percheros, tomas de vídeos en los que apenas se discierne algo que podría ser un follaje o nubes o un charco, un cuarto con unos tablones tirados en el suelo o apoyados en las paredes, una instantánea de una familia en la playa, un cocktail, una oficina… Es posible llegar hasta la última página sin nada que hable visualmente por sí mismo»1. Lo curioso es que esto no se debe a una mala impresión de las imágenes. En algunos casos es incluso al revés: cuando mejor es su calidad, menos inteligibles se vuelven. Admitamos que esta opacidad no es nueva. En realidad es co-sustancial al arte. La necesita para poder funcionar, pero con el tiempo se ha acentuado tanto que cada vez hay más obras que requieren de un texto para explicarse y que se las reconozca como tales, de lo contrario podrían pasar totalmente desapercibidas e incluso no existir. Esto se debe, en parte, al giro que se produjo a mediados de 1960, cuando algunos artistas antepusieron una idea o concepto a su ejecución y acabado final, en favor de unos lenguajes menos comercializables y difíciles de catalogar. De pronto, «una y tres sillas» (Joseph Kosuth), un listado de palabras (Dan Graham) o la invitación a una galería clausurada (Robert Barry) eran valorados críticamente y bajo una etiqueta nueva, la del arte conceptual. Quien hizo mucho porque esto fuera así y lo explicó adecuadamente fue la comisaria norteamericana Lucy Lippard, autora de un famosísimo ensayo llamado Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972. Se trata de una cronología anotada, hecha de documentos originales y conversaciones que ella mantuvo con otros artistas o de los artistas entre sí sobre obras que mucha gente nunca pudo ver en persona y que corresponden a un determinado momento. Para su compiladora, este proyecto fue una especie de «diario profesional», de ahí que yo quiera ponerlo en diálogo con otro libro de la crítica italiana Carla Lonzi que es de la misma época y que considero aún más interesante, pese a no ser tan conocido. Dicho libro se llama Autoritratto y consiste en una serie de charlas con destacados artistas de vanguardia que se realizaron en momentos diferentes, pero que ella transcribió y recompuso en un montaje textual, recreando un encuentro a varias voces que en realidad nunca tuvo lugar o sólo parcialmente, y en el que se habla, entre otras cosas, del impacto de la tecnología en el arte, la diferencia entre Estados Unidos y Europa en sus políticas culturales o la función de la crítica.

Antes de detenerme en cada caso, diré que el mérito que atribuyo a estos libros es que registraron una doble mudanza: la del arte moderno hacia el contemporáneo y la de sus autoras hacia el feminismo. Su interés, por tanto, no es únicamente documental si no autobiográfico y aquí pienso en cómo se las ingeniaron ambas para describir una situación que aún estaba por enunciarse y que exigía cambios en la crítica. A efectos prácticos, esto las llevó a deconstruirse profesionalmente y a redefinir su aproximación al otro. Tal y como explica Lippard en el prólogo: «Seis años fue uno de mis varios intentos de aquella época por dar un contexto al arte, en vez de explicarlo o teorizarlo. El contexto era mi propia vida en un entorno artístico lleno de ideas liberadoras, donde las fronteras entre ser ‘crítico’, ‘comisario’ y ‘artista’ eran muy difusas»2. Es más, si algo se ‘ve’ en su libro es precisamente ese juego de roles: al hacer que «su» escritura se convierta en aquello que está describiendo (una obra de arte), Lippard no reflexiona sobre ello, lo escenifica textualmente. Y lo mismo podemos decir de Cara Lonzi. En Autoritratto, un torbellino de voces ocupan la primera página, que arranca de esta manera:

Lucio Fontana: Qué quieres que te cuente si no me dices, a grosso modo, de qué hay que hablar … lo que debo decir… Tienes que hacerme preguntas, tienes… que provocarme.

Carla Lonzi: Partamos de cualquier cosa, porque yo sólo deseo…

Pino Pascali: Preferiría que hubiera algún tema. Ah!… Ah!…

Mario Negri: Yo podría dejar de ser pintor, productor plástico y convertirme en cualquier otra cosa …No sé, explorador, guerrero, franciscano.

Enrico Castellani: Olvidé lo que te dije el año pasado y este año ya no sé qué decirte.

Guilio Paolini: Pues yo creo que de estos trabajos, ya te hablé antes. Si me repito es por cortesía.

Getulio Alviani: Así, hagamos así, con calma…

Carla Lonzi: Eso es. Roma, 13…

Luciano Fabro:…de septiembre. Empieza la tarde. Intenta ver si el volumen y la grabadora fun-cionan. Y bien, Carla, dime algo. Excítame.

Salvatore Scapitta: Tú que eres tan bella…

Pietro Consagra: Me gustaría decir esto, aquí.

Tal y como explica Lippard en el prólogo: “Seis años fue uno de mis varios intentos de aquella época por dar un contexto al arte, en vez de explicarlo o teorizarlo. El contexto era mi propia vida en un entorno artístico lleno de ideas liberadoras, donde las fronteras entre ser ‘crítico’, ‘comisario’ y ‘artista’ eran muy difusas”

Hay algo muy teatral en este barullo en el que cada uno va tomando su sitio. A diferencia de otras veces, aquí no es Lonzi quien inicia la conversación ni parece muy dispuesta a guiarla, lo que implica tener que negociar cómo empieza todo. Si ella pudo permitirse hacer esto es porque, cuando elaboró su ensayo, ya llevaba diez años escribiendo y comisariando exposiciones y tenía una estrecha complicidad con Lucio Fontana, Janis Kounellis y demás interlocutores, como para ensayar otra clase de acercamiento. Esto pasaba por renunciar a la autoridad del crítico y crear una subjetividad distinta y que no implicara hostigar al artista ni fiscalizar su producción, institucionalizando lo que para ella pertenecía al campo de la experiencia. En una carta a su compañera Marisa Volpi, Lonzi lo expresa en otras palabras: «Reconstruir el proceso de un individuo es difícil pero concebible fácilmente, si es de manera abstracta: la realidad es esa, que la cultura genéricamente pasa por universidades, reuniones importantes, eventos políticos y sociales, pero hay un margen que escapa a ese determinismo y que se revela con cierto bochorno en las entrevistas, recuerdos y conversaciones y que capta, aún distante, ese hecho complejo que es la vocación artística»3. Pues bien, si algo refleja Autoritratto es, precisamente, «ese margen que escapa». Los rodeos y elipsis que dan vida al texto, su espontaneidad y ecos, así me lo indican. En él no hay nada académico. Quizás es porque Lonzi lo escribió en respuesta a ciertas figuras de gran prestigio en Italia y muy acostumbradas a sentar cátedra como Roberto Longhi, de quien fue alumna. O Giulio Carlo Argan, un historiador y crítico que hizo carrera política. Siendo alcalde de Roma, impuso un modelo muy patrimonial del arte y con el que ella no se identificaba nada. Lonzi, a todo esto, no solo renegó de su profesión. Tras publicar Autoritratto, dejó de percibir al artista como una figura que desafía el orden social y pasó a considerarlo como el garante de la hegemonía y privilegios patriarcales, abandonando definitivamente aquel mundo. No lo vivió ni como espectadora. El modo en que es abordada en las primeras páginas —«Tienes que hacerme preguntas, tienes… que provocarme»; «Y bien Carla, dime algo. Excítame»; «Tú que eres tan bella…»—, quizás nos ayude a entender su hartazgo, así como su necesidad de generar un entorno distinto y ajeno a la coquetería y seducción que circulaba entonces, en la escena italiana. Ese espacio fue Rivolta Femminile, que fundó en 1970 junto a la artista Carla Accardi, quien también aparece en su libro, y la periodista Elvira Banotti. Es interesante aclarar que, en este colectivo, la liberación de la mujer no se planteó en términos sociales si no simbólicos. Es decir, como una toma de conciencia que debía librarse en el terreno personal y a través del habla. En este contexto, sus integrantes empezaron a reunirse en espacios privados generando un flujo verbal del que extraer multiples conexiones, tal y como sucede en Autoritratto, que yo interpreto como una simulación textual de lo que, posteriormente, ella llevó a la práctica, al sustituir a los artistas por un grupo de mujeres, y esto es lo que hace tan autobiográfico. De algún modo, sentó las bases de su propia transformación.

En cuanto a Seis años… también representó una ruptura. En este caso, con el crítico Clement Greenberg, cuyo legado coincidió con el estallido del expresionismo abstracto en Estados Unidos, donde los artistas eran menos promovidos por el Estado (como sucedía en Italia) que por las galerías y revistas especializadas. Siendo muy técnicos, sus escritos contribuyeron a entronizar a Jackson Pollock y otros pintores, por «su pureza formal». Sin embargo, esta noción quedó completamente desfasada con la aparición del pop art y una diversidad de estilos en los que la composición, el color o la textura fueron problemas secundarios. De pronto, el ingenio sustituyó a la destreza técnica —aunque Duchamp ya anticipase esa posibilidad—, y era como si todo estuviera permitido. El arte llegó a su fin o así lo consignaron varios críticos: de Ernst Gombrich a Hans Belting. Obviamente, lo que murió no fue el arte sino el relato que lo sustentaba, es decir, el de la modernidad y sus conquistas. A partir de ahora, si la crítica quería sobrevivir tenía que aprender a explicarse de nuevo, por eso en Seis años… y Autoritratto, ya no hay un sujeto unitario. Son todo fragmentos de texto que han sido ensamblados de una determinada manera y como resultado de un montaje. Quiero insistir en esto pues se nota que son proyectos muy comisariados y que no aspiran a la objetividad crítica. El hecho de que sus autoras los escribieran al calor de los acontecimientos, incluso para despedirse de ellos, y no en retrospectiva, con la distancia que da el tiempo, es igualmente significativo.

En el caso de Lippard, su ensayo coincidió con un periodo muy convulso socialmente en el que se desmitificó e incluso demonizó el arte como mercancía, lo que a ella le brindó la oportunidad de trabajar de una manera más creativa y próxima a los artistas. En el libro, esta cercanía se percibe en la elección de sus fuentes, que son siempre directas, pues son ellos quienes hablan a través de sus escritos, fotografías y declaraciones, y por cómo se cita. Lippard lo hace en cursiva —así marca su presencia en el texto— y de manera testimonial: se cita porque estaba ahí y era parte de aquello. Dicho esto, el ingrediente autobiográfico aquí queda algo comprometido por el lenguaje, que es usado como información «pura», y su despliegue ya que, al organizar el texto, recurrió a una estrategia muy propia del conceptual. Me refiero a inventariar, medir o agrupar elementos en listas o series para que el espectador los interrelacione verbal o visualmente en su cabeza. En su novela Yo veo / Tú significas, que escribió simultáneamente a Seis años…, este recurso le permitió construir una narración a partir de varias fotografías descritas verbalmente, mapas y herramientas como el horóscopo o el I Ching, entre otros elementos, con un resultado igualmente ambiguo. Según explica, y esto es lo interesante, fue en el proceso de montar ambos libros y pensar en como recolocar sus materiales, que adquirió una subjetividad nueva. Lippard se hizo feminista, pero no tanto por lo que decía sino por cómo lo decía, es decir, tratando de no avasallar al lector/espectador ni imponer su visión desde una pretendida neutralidad crítica. El título Yo veo / Tú significas describe claramente esta operación. se trata de crear un espacio nuevo.

En Autoritratto sucede algo parecido, salvo que, en este caso, el objetivo inicial no era cartografiar aquellas obras que, desde el conceptual y sus aledaños, nos confrontaron a otra idea del arte y por tanto a otra clase de expectación, sino sacudir al crítico de su pedestal y generar una mayor reciprocidad entre éste y los autores. Esto pasaba por discutir menos el resultado final —ya fuera una escultura, una instalación o texto— y más el proceso o práctica que lo sustentaba. Por eso, el magnetófono fue tan importante en su elaboración. De hecho, existe un retrato de Lonzi en el que aparece junto a esta tecnología y que ella incluyó en el repertorio de imágenes que le cedieron los artistas, a petición suya, para acompañar todo el montaje. Algunas son muy personales. Parecen sacadas de un album familiar y no de un catálogo al uso, pues son retratos de infancia, en el taller, de alguna celebración o viaje. Hay una dimensión doméstica que se ve realzada por el modo en que se van intercalando entre las páginas. Digamos que su función no es ilustrar lo que se dice sino generar un determinado clima, una atmósfera. Esta informalidad también se percibe en el tono, ya que al transcribir sus conversaciones, Lonzi conservó esas impurezas y marcas que suelen pertenecer a la comunicación oral. Hay titubeos, reiteraciones, frases incabadas… Hilos que se retoman y pierden, resonancias. En un momento dado, dice: «¿Que qué es lo que me atrae a mí de la grabación? Personalmente me atrae mucho un hecho elemental: la capacidad de pasar de ciertos sonidos a la puntuación, a la escritura, encontrar una página que no es una página escrita, sino una página que… En otras palabras, es como con los procesos químicos. Te hablo de un sonido que se condensa en signo, eso es todo. Es el gas que pasa a un estado líquido. Me encanta y no sé por qué… Y me encanta poder leer algo distinto de lo que se lee generalmente y que ha sido elaborado en el cerebro, del extenuante acto de pensar»4. No deja de ser curioso que Lonzi sea quien transcriba esta declaración: se escucha en el acto de conversar con otros. A diferencia de lo que propone Lippard, donde la escritura es trabajada visualmente e incluso sustituye a las imágenes —como se ve en la portada original—, ella construyó su ensayo desde el oído, aunque el objetivo fuera el mismo. Hablo de forzar una interacción mucho más abierta y relacional, que es lo que nos transmiten los dos libros. En este sentido, me gusta pensar en ellos como en una forma de hospitalidad y no sólo por su manera de «alojar» diferentes materiales y voces sino porque, al hacerlo, difuminaron la noción de autoría, exponiéndola a una negociación continua y con la que estas dos mujeres pudieron, al fin, identificarse y ser ellas mismas.

1. Sobre el arte contemporáneo / En la Habana; César Aira. Random House, 2016
2. Materializing «Six Years: Lucy R. Lippard and the Emergence of Conceptual Art»; Catherine Morris; Vincent Bonin. The MIT Press, 2012
3. La carta a Marisa Volpi del 29 de diciembre de 1959 es citada en Un margine che sfugge de Laura Iamurri, Quodlibet, 2016
4. Extracto traducido del libro Autoritratto; Carla Lonzi. Et. Al/Edizioni, 2010