El más antiguo de todos ellos es el llamado Castillo de la Real Fuerza, la primera fortificación abaluartada que se construyó en América, entre 1558 y 1577, sobre trazas atribuidas a Bartolomé Bustamante de Herrera (1501-1570). Está formada por un cuadrado perfecto de unos treinta metros de lado, con las dependencias situadas en torno a un patio central. En cada una de las cuatro esquinas del cuadrado se disponen sendos baluartes triangulares. La torre-campanario, levantada sobre uno de estos baluartes en 1632, está coronada por una veleta de bronce con forma de mujer, símbolo de la ciudad, denominada «La Giraldilla». El fuerte se encuentra protegido por un amplio foso que se salva con un puente de madera en la puerta de acceso. El castillo fue restaurado en 1963 por los arquitectos Francisco Prat Puig y Fernando López.

Los castillos de San Salvador de la Punta y de los Tres Reyes Magos de El Morro constituyeron las dos obras de fortificación más importantes para la protección del acceso a la bahía. Son diseño de Bautista Antonelli (1547-1616) y Cristóbal de Roda (1560-1631). El primero, edificado en 1589, es de planta trapezoidal, con baluartes en sus cuatro vértices, y se dispone en la embocadura sur del canal de entrada. Frente a éste, en la embocadura norte y abierto al mar, se encuentra el Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro, construido también desde 1589, pero terminado en 1630. Fue asediado durante dos meses y hubo de rendirse a los ingleses en 1762, durante la Guerra de los Siete Años (1754-1763), siendo reconstruido años más tarde —tras la recuperación de la ciudad, canjeada por una parte de La Florida— bajo la dirección de Silvestre Abarca y Agustín Crame. Durante los trabajos de reconstrucción se añadieron dos nuevos baluartes (el de Tejeda y el de Austria), el foso, caminos cubiertos, aljibes, cuarteles, calabozos y almacenes, adaptándose a la propia morfología del terreno. En su lado meridional, abiertas a la bahía, se situaron las baterías llamadas de los Doce Apóstoles y La Divina Pastora.

Con la recuperación de La Habana en 1763 dan también comienzo las obras de construcción de la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, que se desarrollarían bajo la dirección del competente ingeniero Silvestre Abarca (1707-1784). El fuerte, concluido en 1774, es uno de los conjuntos abaluartados más importantes del continente americano, tanto por sus dimensiones como por la complejidad e interés de sus sistemas de defensa. Para algunos autores el proyecto se debe atribuir al francés M. de Valliere, quien se habría basado en los dibujos proporcionados por el ingeniero Baltasar Ricaud de Tirgale, uno de los militares al servicio de los ingleses durante el ataque a La Habana. Pero lo cierto es que Abarca demostró, en cualquier caso, un preciso manejo y conocimiento de las escuelas y sistemas de fortificación más avanzados que se estaban desarrollando en Europa en aquel momento. El fuerte ocupa unas diez hectáreas, con una cortina de setecientos metros articulada con el Morro, con el que se comunicaba mediante caminos cubiertos y refugios. Completaba este sistema el fuerte de San Diego (1770), que cubría a las fortalezas principales. Frente a los diseños de Atarés y del Príncipe, San Carlos de la Cabaña se adapta al terreno y rehúye los planteamientos geométricos propios de los tratados teóricos. El eje principal de la fortificación es un gran baluarte denominado de San Ambrosio. Flanqueando este revellín se disponen dos revellines avanzados más pequeños situados en el glacis, llamados de San Julián y San Leopoldo. Desde el exterior al interior se suceden las tenazas, semi-baluartes, caminos cubiertos y plazas de armas, todos adaptados a la orografía del cerro. Del acceso a la fortaleza destaca la portada de acceso al recinto, propia del estilo neoclásico, donde el escudo real preside una sobria composición clasicista.

A estos grandes elementos se suman otros de naturaleza más modesta, como el Fuerte de Santa Dorotea de Luna de la Chorrera, situado en la desembocadura del río del mismo nombre, al oeste de la ciudad, que es una pieza de planta rectangular construida hacía 1645 por Juan Bautista Antonelli «El Mozo» (1585-1649), quien es también el autor del Fuerte de Cojimar (1645), un cuadrado de dieciocho metros de lado. Hay que mencionar igualmente el Torreón de Bacuranao (1650), el de San Lázaro (1665), una modesta torre vigía en las inmediaciones de la antigua ensenada del mismo nombre, cuya construcción ha sido atribuida al ingeniero Marcos Lucio, y el Polvorín de San Antonio, levantado en el siglo xviii, y que constituye el único elemento de esta naturaleza que se conserva de cuantos se edificaron al fondo de la bahía como apoyo al sistema de fortificaciones. Finalmente, habría que referirse al llamado Fuerte número 1 (1897), el único ejemplo conservado del último sistema defensivo español edificado en la ciudad: el «frente marítimo».

En este somero repaso de las fortificaciones de La Habana, nos resta, para concluir, hacer mención de las murallas de la ciudad. Fueron edificadas entre 1674 y 1797, y se construyeron como complemento de este complejo sistema de fortificaciones. Levantadas en una magnífica obra de fábrica, de la que únicamente se han conservado algunos restos —pues la cerca hubo de ser derribada a partir de 1863 para llevar a cabo el espléndido ensanche burgués de la ciudad— las murallas se extendían en un largo perímetro de cinco mil setecientas setenta varas.

En cualquier caso, resulta obvio señalar que la suma de todos estos elementos de la arquitectura militar, religiosa y civil que acompañan a la propia historia urbana de la ciudad es la que ha hecho a La Habana merecedora del reconocimiento como sitio cultural Patrimonio de la Humanidad. Y este reconocimiento no ha venido sino a fortalecer, como tantas veces ha sucedido en estos procesos de patrimonialización, una mejor y más completa visibilidad de los propios valores de un legado que se extiende desde su fundación, y a través de los siglos xvi, xvii y xviii, hasta los siglos xix y el xx. En este sentido, en las últimas décadas se ha puesto el énfasis en el estudio de una serie de etapas decisivas para la configuración de los grandes espacios públicos de la ciudad. La historiografía se ha detenido, por ejemplo, en el estudio de periodos concretos, como el del Capitán General Miguel Tacón (1755-1855), gobernador de Cuba entre 1834 y 1838, o se ha propuesto el análisis pormenorizado de ámbitos espaciales bien definidos, como las nuevas barriadas periféricas que se desarrollan a lo largo del siglo xix en los barrios del Cerro, El Carmelo o El Vedado. Las transformaciones de esa ciudad en crecimiento a finales del siglo xix, en la que el reparto que se hace como resultado del derribo de las murallas permite la culminación de los nuevos barrios burgueses, nos llevará a los años de la independencia y a la consecuente monumentalización de la nueva capital de la República, que durante el siglo xx irá viendo llegar de manera sucesiva el triunfo del eclecticismo, siempre de una fuerte raíz académica, del art déco y de la arquitectura moderna, que tendrá a partir de los años cincuenta un definitivo protagonismo en la ciudad de La Habana. Y es ahí precisamente donde ahora nos encontramos, prestando la merecida atención al importantísimo legado arquitectónico y urbano del pasado siglo xx, cuyo proceso de patrimonialización se ha acentuado con fuerza en todo el mundo durante los últimos años.

 

LA CONSTRUCCIÓN Y LA GESTIÓN DEL LEGADO HISTÓRICO HABANERO

Para el conocimiento y la comprensión del alcance del patrimonio arquitectónico y urbano de La Habana Vieja han sido determinantes las aportaciones de los historiadores y, entre éstos, merecen una atención especial las del arquitecto Joaquín Emilio Weiss y Sánchez.

Joaquín E. Weiss (La Habana, 1894-1968), formado en la Cornell University, en Nueva York, donde se tituló en 1916, trabajando por espacio de dos años en el despacho norteamericano de los arquitectos Alexander Stewart Walker y Leon Narcisse Gillette. A su regreso a Cuba, en 1918, revalidó sus estudios y comenzó su ejercicio profesional. Profesor auxiliar en la Escuela de Ingenieros y Arquitectos desde 1928, recibe en 1930 el nombramiento de profesor titular de Historia de la Arquitectura en la Universidad de La Habana, puesto que desempeñó hasta 1962. Fue Presidente del Colegio de Arquitectos y miembro de la Academia de Artes y Letras. Entre sus muchos trabajos hay que destacar necesariamente su libro La arquitectura colonial cubana (Letras Cubanas, 1972; segunda edición en dos volúmenes de 1979), reeditado muy oportunamente en 1996 por la Junta de Andalucía. Con anterioridad, Weiss ya había publicado Arquitectura colonial cubana. Colección de fotografías de los principales y más característicos edificios erigidos en Cuba durante la dominación española, precedida de una reseña histórico-arquitectónica (La Habana Cultural, 1936), a la que seguirían obras muy señaladas como La arquitectura cubana del siglo xix (Junta Nacional de Arqueología y Etnología, 1960) Portadas coloniales de La Habana (Comisión Nacional de Monumentos, 1963) o Techos coloniales cubanos (Arte y Literatura, 1978).