Esta es la historia de tres madres y un comienzo. O tal vez sea simplemente la historia de una metáfora, si es que nos dignamos de una vez y por todas a tomar las metáforas en serio, como lo que son, como navíos cruzando el mar del lenguaje, marcando el camino para un pensamiento que siempre llega tarde. En ese caso, vale escuchar a la protagonista de Amuleto, la novela de Roberto Bolaño, cuando en las primeras páginas se presenta a sí misma como «la madre de la poesía». ¿Una metáfora? Quizás. Pero una metáfora que va directo al corazón de la poesía y por ende de la literatura, pues qué es la poesía sino el origen de la literatura. Ser la madre de la poesía es ser la prehistoria de un origen velado, ser la esencia de una literatura que amenaza con desaparecer. Bolaño lo sabía bien. No solo puso en boca de la uruguaya Auxilio Lacouture esa frase magnífica, sino que escribió toda una obra que intenta dirigirse hacia ahí: hacia ese punto en el que la literatura regresa a su origen. En Los detectives salvajes, Auxilio Lacouture intercambia lugares con Césarea Tinajero, la enigmática poeta de vanguardia cuyos pasos Arturo Belano y Ulises Lima persiguen hasta perderse en los laberintos del Desierto de Sonora. Su épica es la épica de aquellos que se adentran en la literatura buscando un origen que se les escapa. ¿Pues qué encuentran los real viscerealistas al llegar hasta «la madre de la poesía» sino un puñado de poemas que parecen más una broma que otra cosa? Ese sería tal vez la primera conclusión de esta historia: que en el origen no hay esencia, sino un gran vacío. Un vacío que estructura la literatura como deseo y movimiento, como gesto de errancia.
Siguiendo los pasos de Bolaño, el costarricense Carlos Cortés esbozó otro errante peregrinaje hacia la madre de la poesía. En su magnífico libro La gran novela perdida, imaginó a un narrador tico llamado Méndez Lihn que, como los detectives salvajes del chileno, se lanza tras los elusivos pasos de una escritora maldita cuya obra parecía olvidada: la maravillosa tica Yolanda Oreamuno. Como en la novela de Bolaño, el testimonio de Méndez Lihn acababa por adentrarse en otro vacío: los manuscritos perdidos de Oreamuno. Recuerdo todavía con nostalgia las tardes de adolescencia que pasé en San José acompañando a la voz de Méndez Lihn, recorriendo junto a él ese canon costarricense en el corazón del cual, según Cortés, se hallaba una pérdida: «Una tarde se puso a divagar sobre la necesidad de reinventar a Yolanda Oreamuno, ese fue el término que utilizó, reinventar, para que estuviera a altura de su importancia, así me lo dijo, y me aseguró que en su juventud leyó el manuscrito original de Por tierra firme en un borrador a máquina en papel copia y tinta azul». Recuerdo haber pensado que la movida de Cortés, como la de Bolaño, era brillante: estructurar toda una tradición literaria, en este caso la costarricense, en torno a los contornos ausentes de la «madre de la poesía». Para ese entonces yo apenas había leído algunas páginas de La ruta de su evasión, la gran novela de Oreamuno, pero suficientes para animarme a imaginar lo que podría haber encontrado en las páginas perdidas de Por tierra firme. No sé exactamente porqué, pero imaginé aquella novela como un torrencial monólogo interior, como una voz que llegando a su fin descubriera sus principios. Y entonces creí verla a ella, a Yolanda Oreamuno, que siempre firmaba sus cartas con un idiosincrático YO, destruyendo el manuscrito de aquella novela que luego sería el ancla de un canon latente. La segunda conclusión de esta historia podría tal vez ser esa: se escribe no tanto desde el canon sino desde las grietas del canon, desde y hacia sus ausencias, para hacer que la madre hable.
Lispector fue, entonces, el comienzo. Y hasta el día de hoy, siempre que alguien me habla de inicios, recuerdo las primeras líneas de La hora de la estrella: “Todo el mundo comenzó con un sí. Una molécula dijo sí a otra molécula y nació la vida”. Esas líneas marcan el comienzo como sí y como alegría, como alegría de poder escribir a pesar de todo
La tercera madre de esta historia no es tampoco mera metáfora. Raquel Hoheb también existió. Nació en Mayagüez en 1856, al otro lado de esa isla en la que más de un siglo más tarde yo me criaría. Puerto Rico era para entonces otro mundo, una colonia que de a poco se despertaba con ansias de libertad sin saber lo que le esperaba. Raquel Hoheb existió y ha tenido la suerte de que Marta Aponte Alsina, la gran escritora puertorriqueña, le ha dedicado una bella novela. La muerte feliz de Williams Carlos Williams cuenta la historia de la madre boricua del poeta de Rutherford, su carrera como pintora, sus andanzas por París, su complejo linaje Caribeño y sus últimos años en New Jersey. Es una historia de puertos y de desvíos que nos regala la imagen de una madre que habla, que pinta, que grita. La historia de la madre del poeta presentada como la historia de la madre de la poesía: «No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético». Aponte Alsina indaga en esa historia entonces como quién busca el origen del arte, siempre consciente de que «las mujeres no tenemos origen; somos el origen». Hacia ese origen, al que el propio William Carlos Williams le dedicó el libro Yes, Mrs. Williams, se dirigen las páginas de este libro en el que nos adentramos magnetizados por la presencia de Raquel y al que seguimos hasta perdernos junto al poeta por las calurosas calles mayagüezanas, en busca de la vieja casa de los Hoheb. William Carlos no encuentra ese hogar, solo el sudor y los mosquitos, pero tal vez esa sea la gran enseñanza de este libro en el que la madre siempre lleva hacia otras madres: «Así creció Carlos, junto a un teoría imposible del arte imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen». Y es que allí dónde vemos desaparecer a Raquel, Marta Aponte ve surgir los contornos de su ya casi olvidada abuela y, junto a ella, las siluetas de la isla de antaño. La madre de la poesía nunca es simplemente ella misma, sino una madre múltiple, una figura hogareña que siempre nos lleva, sin embargo, hacia otras partes.
Si algo nos enseña entonces la madre de la poesía es que es posible errar en casa. Auxilio Lacouture, Yolanda Oreamuno, Raquel Hoheb: tres nombres para aprender a perderse, como lo hacen los niños traviesos, dentro de la casa de la literatura latinoamericana. Tres nombres para imaginar comienzos distintos a aquellos a los que nos han acostumbrado las historias de los padres de la literatura. En mi caso, antes de llegar a estos nombres llegué a uno cuyo extraño apellido me distrajo. Siempre recordaré la tarde de verano en la que me adentré en mi librería favorita en Puerto Rico y descubrí sobre una de las mesas de novedades el ejemplar de Agua Viva de Clarice Lispector. Siempre he pensado que ese encuentro marcó mi verdadera llegada a la literatura. Tendría yo diecisiete años, y apenas comenzaba a adentrarme en la literatura a través de los clásicos de siempre: Rayuela de Cortázar, Ficciones de Borges, Cien años de soledad de García Márquez. Para ese adolescente que fui, Agua Viva fue una especie de baño frío, un libro sorprendente que me despertó a otra literatura. Una literatura en la que todo era posible, una escritura que apuntaba no tanto a una forma sino a ese »tuétano de formas» con el que luego leería a Lorca describir el cante jondo. Un libro que demostraba que la literatura podía ser otra cosa, algo parecido a la música, a la pintura o al baile, una escritura esbozada como un gesto. «Quiero el plasma, quiero alimentarme directamente de la placenta», recuerdo haber leído y pensar que algo había allí, en esa voz que se atrevía a indagar en los orígenes de la palabra, allí donde esta arriesgaba confundirse con el grito de un recién nacido. Lispector es, tal y como descubriría luego al adentrarme en sus otros libros, la escritora del éctasis, del instante, de la vitalidad. «Esta es la vida vista por la vida. Puede no tener sentido pero es la misma falta de sentido que tiene la vena que late», tal y como nos recuerda, en otra frase magnífica que terminó por convencer al muchacho que fui de que la literatura no se jugaba nada si no aspiraba a esa pulsión vital.
Lispector fue, entonces, el comienzo. Y hasta el día de hoy, siempre que alguien me habla de inicios, recuerdo las primeras líneas de La hora de la estrella: «Todo el mundo comenzó con un sí. Una molécula dijo sí a otra molécula y nació la vida». Esas líneas marcan el comienzo como sí y como alegría, como alegría de poder escribir a pesar de todo. Lispector, brasileña judía nacida en Ucrania, migrante de familia de clase baja, sabía bien que escribir era un lujo y que ese era el lujo perverso que por un instante iluminaba a su protagonista, Macabea, la pobre norestina cuya vida retrata en esa novela. Lispector fue para mí una especie de madre de la poesía, pero contrario a Cesárea Tinajero, a Yolanda Oreamuno o a Raquel Hobeb, su obra no estaba marcada por ninguna ausencia. Contrario a los poemas-broma de Tinajero, a los manuscritos perdidos de Oreamuno o a los cuadros ausentes de Hobeb, su obra estaba marcada más bien por una especie de plenitud, por un exceso que la hacía igualmente inapresable y elusiva. «No se entiende la música, se escucha. Escúchame entonces con todo tu cuerpo», sugieren las páginas de Agua viva y tienen razón. Lispector apuntaba a hacer de la escritura otra cosa: buscaba regresar el logos al flujo de la energía vital.
Auxilio Lacouture, Yolanda Oreamuno, Raquel Hoheb, Clarice Lispector. Los nombres se multiplican en esta historia de madres y de comienzos, de orígenes y de búsquedas. Y es que la madre de la poesía siempre es múltiple. Lispector lo sabía bien. En la dedicatoria que abre La hora de la estrella escribe: «en este instante estallo en: yo. Ese yo que son ustedes porque no aguanto ser nada más que yo, necesito de los otros para mantenerme en pie…». La madre de la poesía es siempre múltiple pues saca a relucir otra historia de la literatura, aquella soterrada entre las grietas silenciosas del canon. Se ilumina así otro linaje posible: una tradición repleta de vida compuesta por voces que se alternan como un coro. Y así, detrás del nombre de Yolanda Oreamuno, Carlos Cortés saca a relucir nombres como el de la maravillosa Carmen Naranjo, autora de la magnífica novela Diario de una multitud, como el de la gran ecologista Ana Cristina Rossi, autora de La loca de Gandoca, como el de Tatiana Lobo, autora de Asalto al Paraíso, como el de Dorelia Barahona, autora de De qué manera te olvido. Y a estos nombres, habría que añadirle todos aquellos que se han sumado desde que el libro fue escrito: nombres como el de Carla Pravisani, el de Catalina Murillo, el de Larissa Rú. Y asímismo, detrás del nombre de Raquel Hoheb, se esconden también un sin número de boricuas maravillosas: desde la anarquista Luisa Capetillo hasta la inigualable Julia de Burgos, desde Angelamaría Dávila hasta la poesía de Mara Pastor, pasando por Zaira Pacheco y por Aurea María Sotomayor, por Mayra Santos Febres y por Mara Negrón. Fue de hecho Negrón, justo recuerdo ahora mientras escribo esta lista, de quien primero escuché el nombre de Lispector. Y es que, como bien sabía la brasileña, «antes de la prehistoria existía la prehistoria de la prehistoria y existía el nunca y existía el sí». Aprender a decir sí, aceptar y jugar con las múltiples constelaciones que las madres de la poesía dictan, es entender que la literatura nunca se agota por más que la palabra del padre a veces parezca solemne.