POR DUNIA GRAS

Diez años después de haberse ido, Caín sigue vivo entre nosotros, en el legado que nos queda y que es su herencia literaria. Un legado que, además, podría decirse que es doble. En primer lugar, la herencia de Cabrera Infante se encuentra en la semilla dejada por su obra, arraigada en la literatura de autores posteriores, como parte de la tradición a la que él mismo se remite, irónicamente, no solo en «La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después –o antes», en Tres tristes tigres (1967), sino en todas las referencias que maneja, construyendo, como Borges, sus propios precursores, de Laurence Sterne a James Joyce, pasando por el reverendo Dogson, entre muchos otros. Esta herencia es visible y reconocida por escritores de dentro y de fuera de la isla, como Zoé Valdés, algo observable tanto en el erotismo de La nada cotidiana (1995) como en la escritura nostálgica de la ciudad en La Habana mon amour (2015) o en su sintonía política. También se halla presente en Inventario secreto de La Habana (2004), de Abilio Estévez, y en La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte,  por poner solo unos ejemplos. Ambos temas ‒el erotismo y la ciudad‒ aparecen también en Trilogía sucia de La Habana (1998), de Pedro Juan Gutiérrez; aunque gran parte de la crítica haya citado como referente a Charles Bukowski, en su realismo sucio se puede rastrear, sin duda, la huella de La Habana para un infante difunto (1979), donde las experiencias sexuales construyen ese particular retrato del artista –no tan adolescente‒ en su itinerario habanero. Asimismo, la búsqueda de la experimentación literaria puede seguirse también en las propuestas de Ena Lucía Portela. Por citar solo a unos/as pocos/as. Una herencia que, sin embargo, no se limita a la isla, desde dentro o fuera de ella, sino que cruza constantemente fronteras y tiempos, como se advirtiera en el homenaje que le rindieran en Palabra de América (2004) escritores como Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza o Fernando Iwasaki, entre otros. Un reconocimiento ya presente en el diálogo cómplice con sus colegas y amigos, también en España, en un intercambio constante de ideas y propuestas compartidas, con escritores y críticos de varias generaciones hasta la actualidad, desde Juan Goytisolo, a Juan Francisco Ferré, pasando por Julián Ríos, Javier Marías, Rosa Pereda, Marcos Ricardo Barnatán o Vicente Molina Foix.

La segunda parte de ese doble legado consiste en la actualidad de su obra, en su reedición, incluso con aparato crítico que invita a la relectura, como es el caso de Tres tristes tigres, al cuidado de Enrico Mario Santí y Nivia Montenegro, y en la publicación de textos suyos hasta ahora desconocidos. Hay que celebrar, por tanto, la presencia de Guillermo Cabrera Infante en las librerías, que continúa sorprendiendo con las nuevas entregas de su creación, que reconfiguran, por un lado, a la vez que consolidan aún más, si cabe, por otro, una trayectoria que sigue perfilándose en su verdadera dimensión: la marca de Caín. Entre estas nuevas entregas se encuentra la reciente aparición del segundo volumen de sus obras completas, ‘Mea Cuba’ antes y después (Galaxia Gutenberg, 2015), a cargo de Antoni Munné, un trabajo ejemplar de recuperación y recopilación llevado a cabo de la mano de Miriam Gómez, viuda de Cabrera Infante. Esta colaboración se inició con la publicación póstuma de la esperada La ninfa inconstante (2008) y siguió con la no menos esperada Cuerpos divinos (2010) y la inesperada y reveladora Mapa dibujado por un espía (2013).

 

CAÍN Y EL CINE

Ya en el primer volumen de esas fundamentales y necesarias obras completas titulado El cronista de cine (2012), se regala al lector, junto con la reedición de Un oficio del siglo XX (1963), todo un arsenal de materiales inencontrables dispersos en la revista Carteles, un inmenso bonus-track constituido por textos publicados entre 1954 y 1960 que, en sus más de mil quinientas páginas, no da abasto para recoger toda la escritura de Caín en torno al cine y que continuará, cuanto menos, en un volumen más. Estas páginas se centran en este tema, que es uno de los más reiterados en Cabrera Infante: su relación con el cine. Los otros podrían ser, como ya es bien sabido, la política, el humor, la experimentación literaria, La Habana, la nostalgia…, aunque todos estén entrelazados y sea difícil, incluso imposible, deslindarlos. El propio nombre de Caín con el que firmó tantos textos, sobre todo para el cine, hibrida en sí mismo el homenaje a Citizen Kane, de su admirado Orson Welles, que resuena en la unión de las primeras sílabas de cada uno de sus apellidos, así como la profecía del desterrado, la condena de su destino cumplido. El cine, de algún modo, le llevó a iniciarse como escritor y, en más de una ocasión, le sirvió de válvula de escape a su imaginación e inspiración literaria, como también de sustento económico en la vida real. Durante muchos años, como crítico en publicaciones periódicas como Bohemia, Carteles o Lunes de revolución, estando todavía en la isla y, ya después, fuera de ella, como guionista cinematográfico, con proyectos personales, originales, realizados –llevados finalmente a la gran pantalla‒, pero también con adaptaciones que no vieron la luz del proyector más que en su mente, y de las que se hablará aquí un poco más adelante.

También el cine le llevó a su primer encontronazo –y tremenda decepción‒ con la revolución, por su participación como productor del cortometraje documental P.M. (Pasado Meridiano) (1961), dirigido por su hermano Sabá Cabrera y por Orlando Jiménez Leal. Una muestra del free-cinema habanero, enfrentado al neorrealismo postulado por el ICAIC, que se vio prohibido tras su pase en el programa de TV Lunes de revolución, que el escritor presentaba. Y que causó su cese inmediato y el cierre de Lunes[i] junto con un revuelo que llevó a las famosas reuniones de la Biblioteca Nacional en junio de ese mismo año, en las que Fidel Castro pronunció el discurso «Palabras a los intelectuales», entre las que destacaron aquellas, tan repetidas después, que decían: «dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada». Lo cuenta, de manera muy gráfica, el propio Cabrera Infante en una entrevista con Zoé Valdés, en la reedición del material gráfico censurado por esos años en Cuba ‒entre el que se cuenta P.M.‒, titulado, precisamente, Censuré à Cuba (2002). Un episodio central en el posicionamiento de los intelectuales en los primeros momentos de la revolución, que ha sido tratado también por extenso por autores como Rafael Rojas[ii], Antonio José Ponte[iii] y el mismo Orlando Jiménez Leal (2012), entre otros. Poco después, su amigo Néstor Almendros, quien había escrito una crítica elogiosa de P.M. –la única‒ en la revista Bohemia, marcharía de la isla hacia París y continuaría la diáspora a la que Cabrera Infante se uniría algunos años después, tras un extraño paréntesis en el limbo de la embajada cubana en Bélgica. Un período sombrío del que poco se sabía y que aparece finalmente desvelado en Mapa dibujado por un espía (2013). Como le escribía a Carlos Fuentes desde la capital belga, el 24 de enero de 1963:

«Aquí estoy en Bruselas convertido en el Bodeler del cubano o el Victorugó de    color, porque detesto a Bruselas con toda mi alma y con todo mi cuerpo y con          toda mi razón –y, a veces, sin mucha razón‒. Pero bueno, esto es mejor que          estar en Cuba sin trabajo durante seis o siete meses y sin saber dónde ponerme.    Creo, sin embargo, que no resistiré otro invierno en esta ciudad belga        (¿recuerdas que para Baudelaire todo lo belga era lo peor y viceversa?) y que             regreso a Cuba si no hay otro destino (Roma, Londres, París o… Ciudad [de]      México) más agradable. La nostalgia no es un sentimiento burgués, después de        todo».

 

Como se ve y ya se avanzaba al principio, obviamente, la cuestión política siguió siempre presente, latente, hasta el final. No voy aquí a extenderme en ello: desde sus primeros enfrentamientos contra el poder durante la dictadura de Batista, su posterior desengaño respecto a la revolución, su productivo choque con la censura franquista en España tras obtener el prestigioso premio Biblioteca Breve en 1964 ‒que lo obligó a reescribirse y redescubrirse en el texto, mutilado hasta 1999, que acabaría apareciendo en 1967 como TTT‒, hasta las rocambolescas entregas de ese triste folletín que fuera el llamado Caso Padilla, pasando por mucho más, imposible de resumir en estas pocas páginas. Aquí voy a ocuparme, como anunciaba, de un aspecto menos conocido o todavía poco considerado que constituyó tanto su trabajo de supervivencia como su práctica fílmica, supuestamente al margen de las disputas escolástico-literarias, aunque dentro de la también compleja y no menos competitiva industria internacional del cine de esos años. Me refiero a su trabajo como guionista cinematográfico. En otro lugar he enumerado con algo más de detalle esta actividad[iv], que prefiero resumir aquí con las propias palabras del autor, en una reveladora entrevista, realizada por su amigo y valedor Emir Rodríguez Monegal[v], aunque la cita sea un poco extensa:

«El primer guión que escribí es también una comedia que se llama El Máximo,      así con ese título en español. Es la historia de un dictador latinoamericano que es           depuesto y escapa con un millón de pesos de su país –que equivalen a un millón   de dólares‒ en una maleta y logra fugarse hasta Ibiza. Allí, para dar un golpe   publicitario, trama un falso secuestro por intermedio de su agente de relaciones     públicas, secuestro que es realizado por un grupo de hippies que viven en Ibiza.      […] Ese guión […] no sé si se realizará o no se realizará, pero a mí me gusta        mucho […] Además […] hay dos guiones. Uno que fue un encargo concreto de   un western, que se titula The Gambados, y otro guión, The Last Trip, que es la     historia de dos mercenarios que vienen a Londres y tienen una especie de escapada de un fin de semana en esta ciudad. Es decir, son dos guiones hechos            de encargo, y este guión sobre «La autopista del Sur», que ése si es un proyecto   total y absolutamente mío, en el sentido de que leí el cuento, le vi las           posibilidades cinematográficas, induje al director de Wonderwall, Joe Massot,      para que convenciera a Cortázar que vendiera los derechos al cine […] y ese sí       es un proyecto que me interesa realmente, porque es un cuento que tiene grandes posibilidades cinematográficas, y yo creo que mi guión en realidad ha quedado        muy bien, porque está todo el cuento, y hay algo más que el cuento en el guión».