POR ELISA T. DI BIASE CASTRO
La poesía mística habita el mundo como un desafío y como un prodigio: palabra de lo indecible, muestra de lo que apenas roza el pensamiento, es un brote de lenguaje transgredido, trascendido y, no obstante, radiante. Sobre la mística pesa el imperativo etimológico de callar; el verbo griego myo –cerrar la boca–, raíz compartida con la palabra misterio, descansa en sus profundidades.

Y es que la mística, ese deseo inseparable del espíritu humano de buscar la última armonía o la unión total con el universo trascendente, cualquiera que sea la formulación teológica bajo la que se entienda este orden (Dios, el Tao, el alma-mundo panteísta o el absoluto filosófico, por mencionar algunas) y la efímera pero ardiente vivencia de su realización, tiene como características determinantes –de acuerdo con Luce López-Báralt–:[i] el tratarse de una experiencia inefable, es decir, literalmente indescriptible, incomunicable, más allá de los conceptos; intuitiva, en otras palabras, que trasciende la lógica y que conecta más estrechamente con lo afectivo que con lo intelectual, y experimental. De esta manera, no sólo su etimología, sino las mismas características que la definen parecen arrancarla violentamente del lenguaje.

El místico se encuentra ante una disyuntiva frente a la inmensidad de su vivencia: el silencio o la empresa de inventar un nuevo uso de la lengua que, transgrediendo el habitual  –sobre todo en su estructura lógica–, logre dar de alguna manera alcance a lo experimentado. Cuando el místico se inclina por transmitir su experiencia –la experiencia en sí y no la teoría que la rodea– y triunfa, a su lenguaje, además de la estructura dislocada, lo caracterizan una fuerte concreción –una experiencia abrasadora nunca es abstracta– y un alto contenido simbólico.[ii] Así, es natural que la experiencia del Todo encuentre en la poesía a su aliada más poderosa para encarnar. Como lo expresaría Wittgenstein al referirse a las diferencias entre los discursos de lo lógico y de lo trascendente: «A lo que se dice y puede decirse (proposiciones significativas de las ciencias naturales, pseudoproposiciones de las matemáticas y aun proposiciones de carácter ontológico) se contrapone lo que se muestra y esto es lo místico».[iii] La poesía muestra.

Gonzalo Rojas solía referirse a sí mismo, de manera socarrona, como a un «místico concupiscente». A pesar del guiño risueño que seguía a esta afirmación, el poeta era completamente sincero. En su obra se reflejan una experiencia trascendente del mundo de raíces corpóreas y eróticas; un constante magnetismo de lo numinoso que es, a un tiempo, trascendente y profundamente material, y una obsesión imperecedera por ese ejercicio hermoso y contradictorio de mostrar la dispersión del mundo a la vez que se mira de reojo hacia el Uno inagotable. Sobre la religiosidad de su obra, en una entrevista con Juan Gabriel Araya, afirmó:

«Sí, yo creo que es posible una lectura religiosa [de su poesía]. Pienso, eso sí, que una lectura no adentro de la ortodoxia, no de una determinada confesión religiosa. Quiero decir de un pensamiento que implique una búsqueda y que esa misma búsqueda sea un incendio del sentido aparente. El poeta debe ligar o religar una cosa con otra y ésta con otra cosa que no sabemos, pues el hombre no ha descifrado todas las cosas. Ya se sabe, el hombre tiene un cerebro con una funcionalidad escasa. La fisiología del cerebro está diciendo cuan limitados somos.

[…] Constantemente vuelvo sobre estos temas de carácter sacro. Por ejemplo, hablo en mi poesía de alumbrados. El alumbrado es un modo de iluminación. Es el tipo que ve más lejos que el común de los mortales. Los alumbrados son místicos de abolengo árabe, sufí. Al respecto considero que san Juan de la Cruz está muy enlazado con los sufíes, por eso es que yo amo tanto a san Juan. Y por eso también –no te parezca raro– que yo mezclo a san Juan con Bataille, aunque éste sea un profano. Sin embargo, es un místico. Un místico casi desde el libertinaje».[iv]

 

Así, a partir de la completa libertad y desde el alumbramiento y el incendio –es decir, con confianza en la verdad poética y su trascendencia–, el autor lanzó al mundo una escritura exploradora del abismo y, lo que es más, religadora, unificadora, en la que tanto los elementos sembrados en el cosmos como el Eros y el Thanatos se imantan en un movimiento voluptuoso hasta su final reconciliación. En esta escritura se expresa el anhelo de totalidad desde la multiplicidad, la búsqueda de lo absoluto desde la dispersión, el ansia de unión con lo sagrado y el mismo éxtasis.

Erotismo, poesía y mística se mezclan y confunden fácilmente no sólo porque el discurso erótico pueda constituir una metáfora de la experiencia mística susceptible de plasmarse en forma versificada. Las coincidencias entre estos tres ámbitos son de naturaleza mucho más radical. Y es que tanto el placer erótico como el estético y el éxtasis místico ansían recuperar el paraíso perdido, quieren devolvernos a la unidad con un cosmos del que la razón nos ha expulsado. Todos ellos nos despeñan en el lado irracional, rompen el orden del mundo del trabajo y el juicio y de la identidad unívoca lanzándonos a la impersonalidad y a la indiferenciación, confirmando esa intuición esencial del hombre que siempre le ha dicho que tanto él como el mundo, la conciencia y el ser gozan de una identidad última.

Y, en efecto, una gran cantidad de místicos se vale del lenguaje del erotismo para describir su experiencia, pero esto no se debe exclusivamente a que ambas vivencias presenten las similitudes y los paralelismos que mencionamos –aunque, sin duda, no dejan de ser relevantes–, sino a que, de hecho, viven su relación con el universo trascendente de manera profundamente arrebatada y erótica. Incluso los místicos cristianos mantienen el imaginario del erotismo a través del Cantar de los cantares y se expresan siempre en el lenguaje de un violento deseo. A lo largo de la historia, pueden contarse infinidad de casos en los que el erotismo de los cuerpos es apreciado como una vía hacia lo divino. Dos tradiciones hondamente enraizadas en lo corpóreo, el tantrismo hindú y el taoísmo –del que Gonzalo Rojas obtiene una influencia directa–, por ejemplo, son religiones predominantemente místicas y presentan técnicas de meditación y de ritualización del acto sexual que tienen la función de integrar las energías femeninas y masculinas del cosmos y replicar estados de progreso espiritual. Sería posible extender la lista de vías espirituales que consagran el erotismo, pero éste no es el espacio para hacerlo. Baste mencionar la gran variedad de prostitutas sagradas que ha existido a través del tiempo, como las consagradas a Afrodita o las hieródulas babilónicas (inspiración de Rojas en el poema «Qedeshím Qedeshóth»), para poner de manifiesto que en nuestra materialidad ha siempre residido una puerta hacia lo sacro.

En la cosmovisión de Gonzalo Rojas, la materia y el cuerpo son sagrados. El cuerpo es el canal privilegiado a través del cual se aprehende y se vive el mundo, y el hombre con su carne mortal, en su «miseria» y su humus, es la figura de la humanidad trascendente. Para este poeta, los sentidos son visionarios, perciben la Realidad, son capaces de leer la poesía de lo contingente, de escuchar el zumbido del mundo, de asir la última concordancia de lo disperso. La unión con el cosmos tiene un carácter erótico y, en medio de todo esto, como dadora de sentido y motor dinámico, se yergue una figura de tres rostros: la Mujer-Poesía-Fundamento.[v]

Como sabemos, desde tiempos remotos, lo sagrado, en su aspecto más tangible, más íntimamente conectado con la vida, ha estado vinculado con la fecundidad terrestre, y la mujer está unida místicamente con la tierra y la materia. De aquí nace la divinización de lo femenino que viene desde las primeras civilizaciones, y que Gonzalo Rojas toma y transmuta en su escritura. Su poesía magnifica al ser amado, deifica lo femenino hasta el punto de convertirlo en escalera mística y frecuentemente en el término de la «experiencia plena de la vida», en palabras de Raimon Panikkar. En el poema «Himno a la noche» pueden leerse los siguientes versos:

«Oh, mujer combustible. Ya el tiempo se ha cumplido. / Tú eres la hija del fuego y yo soy tu salvaje. / Tú y yo somos el aura de la videncia. Tú / virgen materia, y yo lucero necesario / para engendrar la poesía».[vi]

 

La unión sexual asume dimensiones cósmicas en los versos de Rojas. Según Marcelo Coddou, en su obra, «el sexo omnipresente es el gran fecundador universal, nunca mero encuentro de dos cuerpos solitarios».[vii] Y la función fecundadora del acto sexual tampoco puede ser tomada de una manera plana y literal: tiene una trascendencia simbólica con tintes similares a los que algunas prácticas sexuales taoístas conceden al embrión espiritual, encarnación de la iluminación y máximo conocimiento. La procreación y, sobre todo, el parto representan la fertilidad de la unión en términos espirituales, la renovación del mundo y del ser, la victoria sobre la muerte.

Pero ¿qué papel juega la poesía en esta visión sacra y erótica de la vida? La poesía de Gonzalo Rojas es innovadora pero sólidamente ligada a la tradición, enemiga de la originalidad vacía, creativa y comprometida, implacable en la exactitud de la palabra y libérrima y responde a un proyecto poético que no se alteró ni ética ni estéticamente en ningún momento de su transcurrir, por lo que Marcelo Coddou acierta al enmarcarlo en los términos de «autenticidad, responsabilidad, rigor, estrictez, estremecimiento genuino»,[viii] todos ellos utilizados por el propio poeta para definir su obra. Este inmenso compromiso, la producción de una obra que, en palabras de Fabienne Bradu, es «una poesía honrada, recta, proba, que no transige con ningún otro ámbito de compromiso ajena a ella misma»,[ix] deriva de una idea muy particular de la poesía.