POR GINÉS S. CUTILLAS

Existen historias específicas para el cuento,
anécdotas para la nouvelle
y argumentos para las novelas.

Ricardo Piglia

En su faceta menos célebre como teórico, Mario Benedetti intentó buscar un término con el que acuñar aquellos textos que estaban entre el relato largo y la novela. Entendía que todo aquel texto que no llegará a 20.000 palabras se consideraba relato y todo aquel que excediera las 45.000 pasaba a ser novela. En número de páginas vendría a ser: hasta 20 páginas, relato, y más de 150, novela. Benedetti se aseguraba unos márgenes de seguridad a ambos lados y evidenciaba una falta de nomenclatura para aquella narración que estuviera entre las 50 y las 120 páginas. De esa manera, toda aquella narración que quedara entre 20 y 50 páginas, o entre 120 y 150 páginas, acababa en tierra de nadie y comenzaba el difícil juego de las etiquetas. El autor, obviando este inconveniente, aseguraba que el término para ese intervalo áureo de apenas 70 páginas, a falta de uno en castellano, era bien nouvelle o short-story. Tildaba de inexacto el término «novela breve» y de erróneo y desagradable ese otro que por entonces tomaba fuerza de «novelita». E. M. Forster, novelista y crítico británico, en su libro Aspects of the novel (1927) fue más arriesgado que Benedetti y puso el límite superior de la nouvelle en 50.000 palabras, mientras que Ricardo Piglia enmarcaba el género entre 50 y 80 páginas, nunca más de 120.

Con el paso de los años los críticos se dieron cuenta de que delimitar los géneros por el número de palabras carece de sentido. Se fijan entonces en las características propias de cada texto o en la percepción lectora que se tiene del mismo: el Ulysses de Joyce podría pasar como cuento de proporciones bíblicas y La metamorfosis de Kafka podría pasar por ciclo novelístico por la cantidad de temas universales que aborda: en boca de Juan José Millas es el texto que mejor resume el siglo XX. 

David Lagmanovich, escritor y crítico argentino, nos da la primera pista: «Breve es aquello que, en mi lectura, percibo como breve; extenso es aquello que, en mi lectura, percibo como extenso». Y apostilla: «Las nociones de extensión y de brevedad son relativas, ello implica que no se pueden definir en función de un número dado de palabras». Esto lo dice el mismo autor que años antes había intentado delimitar otro género breve, el del microrrelato, desde unas pocas líneas hasta tres páginas —¿y por qué no cuatro?—. Nos damos cuenta entonces de que la percepción de la brevedad está en continua evolución marcada por una serie de variables ajenas al propio texto: los condicionamientos sociales, la estética vigente y las preferencias del individuo. 

Benedetti también rectifica dicha percepción de la brevedad quince años después en Sobre artes y oficios (1968). Lejos de tener en cuenta el número de palabras, se basa en el factor de la transformación, distinguiendo al relato como género de la peripecia y al de la novela corta como el del proceso: «La nouvelle es el género de la transformación [precisamente para Benedetti La metamorfosis es una novela corta]. A tal punto que no importa demasiado dónde se sitúe el resorte aparente de su trama (a diferencia del cuento y la novela, donde ella es casi siempre un dato esencial)». Entiende que la nouvelle está rodeada convenientemente de pormenores, de antecedentes, de consecuencias. Si la palabra que define el cuento es la peripecia, la que define la nouvelle es el proceso. Quizá haya rebajado los estrictos criterios de longitud al publicar en dicho intervalo su obra más conocida, La tregua (1959), cuya estructura de diario invita a leerla como una unidad indivisible de lectura, lo que hace que se perciba más como una nouvelle que como una novela, a pesar de rebasar los límites impuestos por él mismo: con sus 157 páginas y 52000 palabas excede en 7 páginas y 7000 palabras su propia definición del género.

Con el paso de los años los críticos se dieron cuenta de que delimitar los géneros por el número de palabras carece de sentido. Se fijan entonces en las características propias de cada texto o en la percepción lectora que se tiene del mismo: el Ulysses de Joyce podría pasar como cuento de proporciones bíblicas y La metamorfosis de Kafka podría pasar por ciclo novelístico por la cantidad de temas universales que aborda: en boca de Juan José Millas es el texto que mejor resume el siglo XX

La brevedad es pues un tema de percepción por parte del lector: la novela más corta y el relato más largo tienen la misma extensión, lo que suele confundir a los especialistas, reformulando a José María Merino, quien también afirma que la intensidad es inversamente proporcional a extensión. 

No son pocos los autores que aluden a los resortes internos del texto y no a su longitud para colocarlo en un género u otro. Julio Cortázar asegura en 1980 en sus ya famosas clases en Berkeley que no es capaz dar una definición de cuento, que lo podría intentar definir por sus «características exteriores: obra literaria de corta duración, etcétera», para más tarde afirmar: «Todo eso no tiene ninguna importancia. Creo que era más importante señalar su estructura interna, lo que yo llamaría también su dinámica, [lo que hace que] no solamente se fije en la memoria sino que despierte una serie de connotaciones, de aperturas mentales y psíquicas». Todo escritor sabe que es la propia naturaleza del texto la que exige una extensión, y que esta condicionará su estructura. 

Ricardo Piglia, que acotaba también por longitud del texto, esgrime una teoría novedosa en las clases impartidas en Buenos Aires en 1995 acerca de las novelas cortas de Onetti: el cuento se arma en torno a un secreto y la novela corta alrededor de un enigma o un vacío. Esto es, mientras en el cuento los personajes actúan de una forma lógica para resolver el misterio propuesto, en la novela corta los personajes se reúnen alrededor del hueco creado por el mismo autor, un enigma que puede quedar sin resolver porque no es lo que importa en la narración, sino cómo actúan los personajes frente a él. Así, el cuento está narrado desde el que descifra el secreto —ese secreto que no se sabe pero que actúa permanentemente en la trama— y la nouvelle desde el que crea el enigma —es fácil ver esto en Otra vuelta de tuerca de Henry James, donde no se acaba de entender si los fantasmas que ve la institutriz son reales o sólo están en su imaginación, ejemplo que pone el mismo Piglia, dando a entender que considera esta obra como novela corta, transgrediendo de esa manera sus propios criterios de extensión del género—. Me aventuro a escalar la teoría a la novela para afirmar que esta se arma en torno a un tema y se narra desde el prisma del que provoca la «imaginación moral», término acuñado por Carlo Ginzburg para nombrar ese conocimiento ético que destila toda novela. «Tanto el cuento como la nouvelle no pasan de ser versiones deliberadamente limitadas del conflicto humano. Para obtener el todo, la historia completa, debemos recurrir a la novela», afirma Benedetti. Tomás Albaladejo se fija en el volumen semántico de cada género: en la nouvelle será mayor que en el cuento al igual que «las dosis de descripción y de presentación de personajes». De nuevo, si ampliamos dicha teoría a la novela, esta tendría mayor volumen semántico y mayor profundidad en los personajes que la nouvelle. Y volviendo a esta última, y a la gestión de lugar vacío desde la que construye, podríamos decir que la nouvelle es una narración en la que lo que importa es la existencia de ese enigma, de ese hueco que no se conoce en el interior de la narración, al contrario de lo que afirmaba Cortázar en relación al cuento, de que toda pregunta planteada en él debería estar contestada dentro de sí mismo. Las nouvelles giran en torno a ese enigma que unifica toda la trama sin explicar la razón final por la que la historia se mantiene unida, porque si lo hiciéramos, si explicáramos todos los motivos, seguramente estaríamos ante una novela. En resumen, y según Deleuze y Guattari en Mil Mesetas: Capitalismo y esquizofrenia, en el cuento se pregunta qué va a ocurrir y en la novela corta qué ha ocurrido: el primero mira al futuro, la segunda al pasado, aunque asume que nunca se sabrá qué acaba de suceder con el fin de mantener el enigma. 

Quizá la primera nouvelle en España, o al menos la más representativa, sea Niebla de Miguel de Unamuno, escrita en 1907 y publicada en 1914, como una sucesión lógica a las literaturas rusa y francesa. A finales del siglo XIX se comienza a experimentar con el cuento clásico y se relajan sus características más profundas: la brevedad y la narratividad. Se busca una estructura polifónica que fluya desde la conciencia y el lirismo. Encontramos en Chéjov su máximo exponente. La literatura francesa toma nota y su nouvelle vive un apogeo entre 1870 y 1925 —según Florence Goyet— donde se rompe con la plasmación de una anécdota y el positivismo —las verdades absolutas comienzan a ponerse en duda—, el cual pierde fuerza a principios del XX, y con ello el realismo y el naturalismo. Los autores prefieren ahora captar el interior de los personajes al exterior que los envuelve, optan por buscar la propia verdad del sujeto ante una experiencia determinada: encontrar «su» verdad para entender «su» realidad. Empieza así el modernismo y con ello una nueva manera de entender la literatura: ahí está Rubén Darío con Azul (1888), libro germinal de toda la narrativa breve que vendría después. Se pasa del enfoque externo o social al interno o psicológico en la forma de narrar. Lo que comienzan Galdós y Pardo Bazán, quizá mirando a Clarín, lo sigue la Generación del 98 —conocida por criticarlo absolutamente todo— y en especial Unamuno, quien toma nota de estos cambios y escribe su nivola, término que acuña él mismo, consciente de haber escrito una obra metaliteraria que se aleja de la novela decimonónica realista imperante hasta el momento. Se difumina el argumento y no se profundiza tanto en los personajes. Las narraciones se vuelven más lúdicas y autorreferenciales. En ese sentido, al otro lado del Atlántico, el argentino Roberto Arlt publica en 1926 El juguete rabioso, una historia narrada en primera persona y dividida en cuatro capítulos independientes entre sí, donde es la acción misma la que la explica. 

A tal punto que no importa demasiado dónde se sitúe el resorte aparente de su trama (a diferencia del cuento y la novela, donde ella es casi siempre un dato esencial). Entiende que la nouvelle está rodeada convenientemente de pormenores, de antecedentes, de consecuencias. Si la palabra que define el cuento es la peripecia, la que define la nouvelle es el proceso

El auge de la novela corta se entiende a partir de la segunda mitad del siglo XX por factores extraliterarios, como podrían ser las publicaciones periódicas o la convocatoria de premios alrededor del género. Antes se han puesto las bases con las publicaciones El cuento semanal (1907-1912), primera colección literaria de novela corta publicada en España en formato de revista, y La novela de hoy (1922-1932), fundada y dirigida por Artemio Precioso para la Editorial Atlántida de Madrid, donde aparecen, entre otros muchos, Vicente Blasco Ibáñez —que nunca se alejó del realismo y del naturalismo—, Emilio Carrere, Valle-Inclán, Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez, Concha Espina, Ramón Pérez de Ayala, Carmen de Burgos, Rafael López de Haro, Antonio de Hoyos, Rafael Cansinos Assens, los hermanos Álvarez Quintero y el mismo Unamuno, quien en su número 461 del 13 de marzo de 1931 publica su otra gran novela corta, San Manuel Bueno, mártir. De dicha tradición nace la publicación semanal La novela del sábado (1953-1955), que alcanzó cien números y más de cien novelas, pues a veces había más de una en cada publicación. Comenzó publicándose con 64 páginas en su primera etapa en la editorial Tecnos y pronto pasó a 80 en su segunda etapa en la editorial CID. Aquí se da voz a las escritoras de la talla de Ana María Matute, Carmen Laforet, Elena Quiroga, Mercedes Ballesteros, Dolores Medio y Elisabeth Mulder y se reedita a Emilia Pardo Bazán, Concha Espina o Cecilia Böhl de Faber. A esta le sigue La novela popular (1965-1967), que eleva el número de páginas a unas 130 y en cuyo primer número Francisco Ayala publica desde el exilio El rapto, con clara influencia de las Novelas ejemplares de Cervantes. Mientras en Latinoamérica, García Márquez, Carpentier, Rulfo, Onetti, Fuentes y tantos otros se adentran en los límites áureos dictados por Benedetti y que tendrán su evolución natural en Levrero, Piglia, Fogwill, Aira, Bolaño y Bellatin. A este lado del charco también tenemos una larga nómina de autores que transitan la nouvelle a partir de la década de los cincuenta: Ramón J. Sender (1901-1982), José Ramón Arana (1905-1973), Francisco Ayala (1906-2009), Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), Manuel Andújar (1913-1994), Camilo José Cela (1916-2002), Miguel Delibes (1920-2010), Carmen Laforet (1921-2004), Carmen Martín Gaite (1925-2000), Ana María Matute (1925-2014), Juan Benet (1927-1993), Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003); y más actuales, como Javier Tomeo (1932-2013), Marina Mayoral (1942), Rafael Chirbes (1949-2015), Juan José Millás (1946), Soledad Puértolas (1947) y Enrique Vila-Matas (1948). Quizá sea este último, junto a Roberto Bolaño (1953-2003) —que publica Estrella distante en 1996, Amuleto en 1999, Nocturno de Chile en 2000, Amberes en 2002 y Una novelita lumpen en 2009, y que a mi modo de entender tienen mayor valor literario que sus obras más reconocidas—, quienes sirvan de puente entre los autores nacidos en los setenta a ambos lados del Atlántico y la tradición de novela corta acaecida en los cincuenta. En España contamos con el gijonés Ricardo Menéndez Salmón (1971) y su ya famosa trilogía del mal —La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009)— y el madrileño Andrés Barba (1975), que se encuentra cómodo en esa distancia intermedia reclamada por el cuento y la novela, con su aclamada Agosto, octubre de 2010. También es de 1975 el chileno Alejandro Zambra, que sorprendió en 2006 con su magnífico Bonsái, donde ya se entrevé los futuros juegos metaliterarios y el uso del yo que impregnará toda su obra —a destacar también La vida privada de los árboles de 2007 y Formas de volver a casa de 2011—. Otro autor que es consciente de la brevedad de sus novelas, quizá porque él mismo se considera cuentista, es el guatemalteco Eduardo Halfon (1971), que publicó en 2003 Esto no es una pipa, Saturno, dos nouvelles juntas en torno al tema del suicidio, y que se le reconoció en España en 2008 a raíz de El boxeador polaco, donde cuenta la historia de su abuelo en los campos de concentración nazis. Como caso llamativo el de la argentina Samanta Schweblin (1978) con su primera novela Distancia de rescate de 2014, que nació como un cuento que iba a formar parte de Siete casas vacías (2015), pero que, por necesidad de la propia historia, se fue alargando. Destacar también el argentino Pedro Mairal (1970) y el mexicano Yuri Herrera (1970). El primero con Una noche con Sabrina Love de 1998 y La uruguaya de 2016, y el segundo con toda su obra, aunque sobresalen Trabajos del reino de 2004 y Señales que precederán al fin del mundo de 2009. La lista de autores actuales que practican la novela corta y la comienzan a hibridar con otros géneros como el ensayo, la crónica o el dietario es interminable. Toda esta generación de los setenta da paso a la nacida en la década siguiente, con firmas de la talla de Daniel Jándula (1980), que publicó en 2017 Tener una vida, de claro corte fantástico, o David Aliaga (1989) —incluido en la última lista Granta— que publicó Hielo (2014), adscrita al realismo sucio, o Y no me llamaré más Jacob (2018), en la que indaga sobre la fe judía. 

Si atendemos a la calidad de los autores citados, auguramos que este género prevalecerá en el futuro desde la conciencia de una forma de narrar que viene condicionada por la extensión y que sin embargo no es su característica principal.