POR DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
Imagen de escritor madrileño Javier Marías. Foto: Lisbeth Salas

Cuando hablamos de novelas largas es fácil que discrepemos sobre la frontera más allá de la cual se impone el adjetivo: ¿quinientas, setecientas, novecientas páginas? Sin esfuerzo llegaremos al acuerdo de que La broma infinita (1996) de David Foster Wallace pertenece a esa categoría informal de la «novela larga», pero, si no tenemos mejor cosa que hacer, podemos discutir animadamente si Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso o Bomarzo (1962) de Manuel Mujica Laínez son largas o, ya metidos en harina, si La montaña mágica (1924) de Thomas Mann o el Ulises (1922) de Joyce lo son o se hacen largas. Quienes nos hicimos lectores en los setenta y ochenta recordamos novelones que se tradujeron entonces y fueron aclamados por la crítica como Bella del Señor (1968) de Albert Cohen o Del tiempo y el río (1939) de Thomas Wolfe o, en la marea de novela histórica, Juliano el apóstata (1966) de Gore Vidal. Los engullimos con credulidad fluctuante que iba del entusiasmo a la autosugestión, del tesón en la lectura como deber hasta el escepticismo trepando por las horas. Todavía no existían las redes sociales ni las teleseries adictivas y la lectura literaria convivía razonablemente bien con otras distracciones y devociones.

Por aquellas calendas (1984), Italo Calvino preparaba un ciclo de seis conferencias para las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures» de la Universidad de Harvard en las que exponía algunos de los «valores, cualidades o especificidades» de la literatura que le eran singularmente caros, situándolos en la perspectiva del siglo XXI. Ninguno de los seis valores apostaba por el gran tonelaje y sí, en cambio, por la levedad y la rapidez, que fueron los temas de las dos primeras lecciones. Las otras giraron en torno a la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad y la última, que se quedó sin escribir a causa de la muerte inesperada de Calvino, trataría sobre la consistencia. Si aquellas Seis propuestas para el próximo milenio (que fue el título español) se toman como propuestas o invitaciones y no como preferencias, parece claro que el autor de Palomar no veía en el horizonte inmediato las condiciones propicias para la novela larga y sí, por el contrario, para la escritura ágil y comprimida, para la ficción que no hipoteca sin garantías el tiempo escaso de los lectores. ¿Es la novela de gran eslora un producto anacrónico? ¿Podemos considerar largas novelas decimonónicas como Casa desolada, Los miserables, Crimen y castigo, Middlemarch o La Regenta? Que son largas es una obviedad cuantificable, pero ¿eran largas en 1853, 1862, 1866, 1871 y 1887? ¿Se propusieron Dickens, Victor Hugo, Dostoievski, George Eliot o Clarín escribir novelas largas o en aquel tiempo las novelas podían alcanzar esa extensión porque las circunstancias de la lectura y hasta los modos de publicación lo propiciaban? Cada tiempo histórico tiene su escala normalizada de tallas y medidas que marca el umbral de expectativa (o de resistencia y paciencia) del common reader, pero no es ese factor contextual y transitorio el que me interesa ahora en sí mismo, sino la supervivencia de la novela de gran eslora —algo que está fuera de discusión— y sobre todo su pertinencia en 2024.

La escritura de una novela de gran eslora —por ahora me refiero tan solo a la dimensión física, no a la semántica— ha sido una de las mecas de no pocos autores contemporáneos, unos convencidos de que lo que tenían que contar exigía de una expansión sin remilgos, otros acaso librados a una fruición de la escritura retroalimentada por su propio crecimiento arborescente, sin que ese acrecimiento —y recrecimiento— respondiera a ninguna demanda interna. No sé si algún lector de Vida y destino habrá pensado que a Vassili Grossman le sobraban muchas páginas, pero es más probable que los lectores de El mecanógrafo, de Javier García Sánchez, sí notaran el suave crepitar del tedio. Al segundo volumen de Tu rostro mañana de Javier Marías, Baile y sueño —precisamente el más breve de la trilogía—, le sale una prominente barriga que podría disuadir de continuar a algunos lectores, pero su autor no solo lo sabía sino que utilizó ese amplificación dilatoria —y homenaje al capítulo 9 del Quijote— con toda intención, del mismo modo que las digresiones de la Recherche de Proust que se emboscan en el pasado y parecen no terminar nunca constituyen la sustancia fluvial misma de la novela. Dicho de otro modo, la envergadura de una novela tanto puede ser consecuencia de la voluntad o el designio del autor (acertados o no, conectados con el propósito de lograr un determinado efecto en sus lectores) como de su inadvertencia, su impericia o su autoindulgencia (caso este en el que el efecto adverso —el aburrimiento por ejemplo— no estaba buscado). Y en ambos casos la experiencia de cada uno de sus lectores escapará a las previsiones o cálculos que puedan haberse forjado.

La novela ilusionista —esto es, la que aspira a crear una ilusión de realidad— suele rentabilizar la larga distancia mediante una inmersión del lector más duradera en el mundo ficcional. Ello favorece la impresión psicológica de transportación a ese mundo y el sentimiento melancólico de expulsión o vacío cuando la novela se termina y el lector regresa irremediablemente a su realidad empírica. Sucede con Fortunata y Jacinta (1887) de Galdós, con Octubre, octubre (1983) de José Luis Sampedro, con El corazón helado (2007) de Almudena Grandes o con Castillos de fuego (2023) de Ignacio Martínez de Pisón y ese simulacro de estancia temporal en un mundo distinto, en íntima comunicación con otros seres —por mucho que cualquier lector cuerdo dé por descontada la inexistencia de ese universo y de esos individuos—, constituye uno de los irreprimibles alicientes que ofrece la lectura de novelas largas. La novela que deliberadamente rompe el espejismo de que ofrece o refleja una porción de realidad —la que, por eso, llamamos anti-ilusionista— no puede contar con ese ardid para justificar su medida, puesto que al lector se le recuerda una y otra vez que lo que tiene ante sus ojos es, antes que nada, un discurso verbal y, en segundo lugar, un artefacto cultural que funciona con la activación necesaria de su archivo mental, de sus conocimientos, creencias, suposiciones, filias, fobias, en definitiva de todo cuanto está almacenado en su cerebro y que se pone a trabajar para dotar de coherencia y sentido el texto. Estas novelas sustentan su interés (la capacidad de retener al lector durante muchos días) en sus aspectos técnicos y formales, en la elaboración de una prosa excepcional (por anómala para bien o para mal), en la subversión paródica de los géneros y los estilos, en la complicidad con unos marcos de referencia culturales e ideológicos, en la manipulación lúdica de matrices reconocibles. Fue el caso de Larva (1983) de Julián Ríos o el más reciente de Circular 22 (2022) de Vicente Luis Mora, como lo había sido de Paradiso (1966) de José Lezama Lima o, antes, de Rayuela (1963), si bien aquí Cortázar ironizó sobre el exceso de peso señalando los capítulos «prescindibles» —que son, claro, los imprescindibles— . Pero, obviamente, estas novelas, que tienden a ser recibidas como productos experimentales, multiplican la apuesta contra la resistencia del lector en la medida en que no le brindan el trivial pero efectivo beneficio de la ilusión de realidad, con sus mecanismos de simpatía, empatía y antipatía, con sus dosis de pathos y sus trucos de whodunnit, de las novelas más convencionales.

En la literatura en español no han sido extrañas las novelas de grandes dimensiones en lo que llevamos de siglo XXI, tanto del primer tipo, por ejemplo La noche de los tiempos (2009) de Antonio Muñoz Molina, la citada Tus rostro mañana —si puede considerarse la trilogía una sola obra— o la jaleada Los escorpiones (2024) de Sara Barquinero, como del segundo, pongamos Brilla, mar del Edén (2014) —una desmesura narrativa inspirada en la serie Lost y con un escritor chileno, Roberto B., perdido entre los caídos en la isla— o Leonís, vida de una mujer (1922) —otra feliz desmesura que, ahora inspirada en el Orlando de Virginia Woolf, recorre la historia de España en los últimos quinientos años—, ambas de Andrés Ibáñez, o Lo demás es aire (2023) de Juan Gómez Bárcena, que amplía su arco temporal desde el año 13.599 a.C. hasta nuestros días post-pandémicos para contar la historia de su pueblo cántabro, Toñanes. En esos novelones de uno y otro tipo se deja notar la huella de algunas de las novelas mastodónticas del Posmodernismo norteamericano, tanto de su primera ola, la de V. (1963) y El arcoíris de la gravedad (1973) de Thomas Pynchon, como de la segunda (la del reflujo manierista de lo posmo), la del citado Foster Wallace de La broma infinita y la inconclusa —o no— El rey pálido (2011) o la celebrada La casa de las hojas (2000) de Mark Z. Danielewski. También se advierte el modelo de 2666 de Roberto Bolaño, una novela nodriza o sumatorio de cinco novelas o «partes» que podrían leerse de manera independiente —así quiso Bolaño que se publicara el material, aunque fuera por razones no estrictamente literarias— y que, como hizo Foster Wallace con los materiales de El rey pálido, ordenó y corrigió mientras pudo. Y, del mismo modo que ocurrió con bastantes de esas novelas paradigmáticas, sobre las novelas largas españolas pesa la impresión de que padecen sobrepeso. ¿Es esa sobrecarga una percepción subjetiva que solo tendrán algunos lectores —por ejemplo con la alarma del aburrimiento— o es de algún modo determinable objetivamente —por ejemplo con el examen de la irrelevancia de ciertos pasajes, capítulos o secciones?

Desde luego no es cuestión de apelar a las máximas conversacionales de H. P. Grice, aquellas sobre la cantidad, la calidad, la relevancia y la claridad de la información, que son normas tácitas que operan en nuestras conversaciones ordinarias, puesto que en una novela quedan desactivadas. O quizá no tanto, porque en la ficción literaria esas reglas son rebasadas en sus límites pero no transgredidas o suspendidas. Digamos que la noción de «relevancia» (es la supermáxima en la que Dan Sperber y Deirdre Wilson sintetizaron el principio de cooperación elocutiva) experimenta una modificación de su funcionamiento en los textos literarios, pero no desaparece. Aceptamos la «verdad de las mentiras», como explicó Vargas Llosa, o la «tercera verdad», como argumentó Javier Cercas, pero solo como parte consustancial al juego de la suspensión coyuntural de nuestra incredulidad, solo mientras dura ese juego (que es la lectura) y manteniendo, con todo, dentro de la ficción una lógica de la verdad ficcional. Así, toleramos que la cantidad de información que se nos da sea la que estime necesaria el autor para los fines que se propone, unos fines que desconocemos al comienzo de la lectura, pero que inferimos a medida que avanza la lectura y se perfila la estructura integradora de la obra (la historia y la trama, el tipo de personajes, el estilo y los procedimientos y trucos narrativos, el tema hacia el que converge todo…). Esa inferencia acerca de lo que el autor ha pretendido hacer con la novela restringe y vuelve menos generosa nuestra tolerancia: tendemos a esperar que todos los elementos desplegados desempeñen un papel en el mecanismo del texto, que respondan a una voluntad constructiva y no a un mero azar o a un amontonamiento de aluvión, en definitivo a la autoindulgencia (o falta de sentido autocrítico) del novelista. Esperamos, en esencia, que el conjunto de las decisiones compositivas obedezca a un designio (desde las palabras escogidas hasta el orden o desorden cronológico; desde los juegos tipográficos a los pastiches y diálogos intertextuales), que es tanto como decir que sean relevantes, no en nuestro mundo de lectores, sino dentro del dispositivo de la novela. La claridad (cuarta máxima de Grice) es solo una función de la relevancia, que en un texto literario no se traduce como una huida de la falsedad o de la ambigüedad o del desorden, pero sí como un principio contrario a la incongruencia, la gratuidad o la ofuscación de la escritura (entiéndase por ‘ofuscación’ tanto la oscuridad injustificable de la expresión como la vulgaridad grosera del cliché y la palabra mostrenca). Sé que todo esto es muy abstracto y demasiado general, pero prefiero mantenerme en este territorio inespecífico desde el que es más sencillo describir algunos de las razones por las que las novelas de larga eslora se escoran de un lado, hacen agua en algunos tramos o directamente naufragan.

César Aira, que entre sus pecados no cuenta con el de escribir largo, finge recordar en su última novela, En El Pensamiento (1924), a un preceptor que le puso su padre cuando él tenía siete años y que, sin pretenderlo, le dio su primera lección de arte narrativo. Aquel preceptor, resentido por el desapego de sus padres, que por otro lado le pedían cartas, decidió vengarse de ellos abrumándolos «a relato», reflejando en sus cartas «cada una de las cosas del universo». El niño Aira imaginó una vida anulada por aquella escritura obsesiva, minuciosísima (y abocada a un tedio letal), pero su preceptor lo corrigió: «No, no era necesario escribir literalmente todo. Se usaba, dijo, la sugerencia, la alusión, y a partir de ella el poder de deducción». De modo que no había que decirlo todo, había que evitar la prolijidad, la verbosidad superflua, porque, «por otra parte, es el modo más seguro de aburrir». En síntesis: «bastaban unas pocas palabras bien escogidas, y de ellas irradiaba todo».

Aira ha aplicado a su modo aquella enseñanza y ha instalado su obra en la media distancia o tierra de nadie —en términos de Jorge Volpi— de la novela corta, como si todo cuanto quepa contar pudiera ser comprimido en un centenar y pico de páginas. Ni es así, por supuesto, ni el efecto cognitivo de una inmersión prolongada y recurrente en un universo imaginario es comparable con las zambullidas rápidas de la nouvelle. Lo que cuenta Sara Barquinero en Los escorpiones no podría contarse en una novela corta, aunque sí probablemente en una novela más corta. Impresiona como testimonio de una generación crecida en un entorno digital (videojuegos, internet) que favorece la confusión entre lo real y lo ficticio, empujada a la desconfianza en el presente y aún más en un futuro del que se les ha privado, que se siente burlada y dejada caer en la precariedad en todos los órdenes, que encuentra en las redes sociales una evasión y un burladero (y lo sabe, pero qué más da), bajo la amenaza permanente de un estado depresivo que apenas pueden paliar las drogas, los psicofármacos o la terapia, de una generación en la que la necesidad de creer en algo se cubre a veces elevando las teorías conspiranoicas a sucedáneos de la antigua fe religiosa y para la que las relaciones afectivas (el amor, la amistad) están atravesadas o envueltas por la virtualidad. Pero estoy convencido de que seguiría siendo un testimonio impresionante y veraz sin muchas páginas de la novela y, tal vez, sin alguna de las secciones que la componen.

Sin duda la autora consideró imprescindibles las cinco novelas «Cambiatuvida.exe», «El perro mexicano», «Bajo astral. Una novela de Margherita Vitale», «Tarde para todo» y «Los Escorpiones» y también los tres interludios «Girl Next Door», «Todestrieb» y «Sol negro». Y, dentro de estas ocho partes (más el Epílogo), todas las líneas narrativas confluentes, todos los episodios, escenas, digresiones, diálogos y monólogos, pues de no ser así cabe suponer que los habría cribado. El conjunto ofrece un muestrario de géneros (histórico, terror, sentimental, de campus, intelectual…) y una exhibición rotunda de destrezas compositivas, pero ¿es relevante todo ello para el funcionamiento de la novela? ¿Se resentiría el sentido de la obra si se hubiera podado más de lo que se podó? Y, situándonos en el lado del lector, ¿es proporcional la recompensa que obtiene (estética, cognitiva, de la índole que se quiera) a la inversión en tiempo que se le requiere? Estas preguntas podrían formularse hoy en día ante cualquier novela larga, sean las históricas Europa central (2007) de William T. Vollmann, la trilogía M. (2018-22) de Antonio Scurati, o, como se hace aquí, ante el espléndido thriller existencial Los escorpiones.