Como tantos otros personajes de Balza, Josf va y vuelve: parte de su pueblo para continuar sus estudios de guitarra con un gran maestro italiano, pero dos años después se ve obligado a volver tras el fallecimiento de su padre. El hogar está exactamente igual a como lo dejó, nada ha cambiado, ni siquiera el preciso lugar que cada objeto ocupaba al momento de partir. Por eso puede resultar inexplicable el malestar que comienza a invadirlo, especialmente cuando está en casa, y que irá tomando cuerpo hasta arrebatarle la alegría y hundirlo en la zozobra. Un día empieza a presentir que el motivo puede estar partiendo de un pequeño objeto colgado en la pared, el lienzo de un anodino paisaje arbolado que conoce desde siempre. Observarlo, explorarlo, no sirve de nada, y aunque el desasosiego lo ha llevado a abandonar la guitarra, la respuesta a la pintura inquietante se la dará la música: la voz de un locutor radial que introduce el segundo movimiento de un concierto para orquesta de Bártok, «Giuoco delle coppie», y «anuncia cómo la orquesta iba a jugar, cómo el ritmo se convertiría en algo noble, en un tejido que refleja (o traduce) a otro».
Mientras escucha la breve pieza, Josf se da a la tarea de despegar la tela del cuadro y raspar una de sus esquinas hasta ver asomarse otra pintura «de colores radiantes». El misterio se esclarecerá definitivamente cuando el perito del museo le devuelva un cuadro con girasoles de inconfundible textura. Desenlace que responde perfectamente a las preocupaciones de Balza: un «juego de pareja» que bien puede ser también entre la música y la pintura, una imagen que oculta a la otra o que se funde con ella, un palimpsesto pictórico que clama por ser descifrado.
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Afirmar que leer a Balza puede equivaler muchas veces a una experiencia semejante al recorrido de la mirada sobre un cuadro pleno de detalles no encierra ninguna exageración. Sólo que, en este caso, uno se deja guiar hacia donde el artista reclama. De allí, su insistencia en la luz o su ausencia, lo que ella revela: objetos, gestos, colores que sólo pueden estallar ante su presencia; o lo que se oculta por su falta, eso que perdido en la sombra se intuye o sospecha y puede terminar por mostrarse tras un leve movimiento o un halo inesperado. No hay preciosismo, hay precisión y cadencia, la educada capacidad de contemplación y el riguroso trazo de un gran pintor que escribe.
Salvo contadas excepciones —como el Vincent al final de «Giuoco delle coppie» o Albrecht Altdorfer en Marzo anterior— no vamos a ver figurar en sus cuentos y novelas los nombres de pintores admirados, pero tal vez es posible reconocer a William Turner (llamado el «pintor de la luz», como nuestro Reverón) en sus fulgores, a Antoine Watteau en sus frondas y riqueza de matices cromáticos o a Rembrandt en sus constantes claroscuros.
Rembrandt precisamente es también una de esas contadas excepciones. Si Balza hizo un homenaje a Rubén Núñez subtitulando uno de sus libros «ejercicios holográficos», el homenaje que hace al gran pintor holandés es mucho más explícito. Explícito no sólo por el título del cuento («Rembrandt») o porque al conocer el nombre de la protagonista, Saskia, sepamos de inmediato que es él quien espera afuera a la mujer detenida ante el cuadro que los muestra en una época de plenitud, sino porque se trata de un perfectísimo plagio escrito del estilo pictórico del maestro de las luces y sombras. Balza nos ofrece la pintura que Rembrandt nunca realizó, la de los momentos finales de Saskia vencida por la enfermedad. Durante la duración del cuento casi nada se mueve mientras los últimos estertores del día van transcurriendo a través de las ventanas: ella entra al cuarto y se detiene ante su propio rostro que la pintura exhibe, hasta que solloza y cae, entonces el hombre, atento a su salida, escucha un grito y entra en el recinto ya completamente oscuro, se le aproxima y la acaricia; pero (otra vez) surge algo equívoco en la situación, porque acaricia a otra, a la Saskya del cuadro, no a la verdadera que yace tendida sobre la alfombra.
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También en «El saludo del árbol» vemos a un mismo personaje dentro y fuera de una pintura, pero en este caso el del cuadro no ha sido copiado de la realidad, sino al contrario: el personaje pictórico traspasa los límites de la ficción plástica o, más exactamente, se desdobla para seguir permaneciendo dentro del cuadro y, al mismo tiempo, ubicarse tras el que lo observa.
Una mañana, al inicio de sus vacaciones en París, el narrador vaga por la ciudad hasta que la proximidad de lluvia lo obliga a refugiarse en una iglesia, allí se halla con una enorme pintura que parece hecha directamente sobre la pared, aunque el marco que la contiene intenta desdecirlo. En muy pocas palabras nos la describe: «Allí un hombre fuerte, de espaldas a mí, lucha contra otro, también musculoso, cuya carne resplandece un poco: es un ángel. En el fondo se alejan otros hombres. Pero el gran cuadro está dominado por la fronda vigorosa de dos árboles». (Todo indica que se trata del mural de Delacroix «Lucha entre Jacob y el ángel», en la iglesia de Saint Sulpice).
Algo que llama especialmente la atención en este cuento es la ambigüedad ya asomada en la breve descripción de lo contemplado: el ángel musculoso que resplandece; una ambigüedad sexual que siempre ha correspondido a los ángeles y que se sostiene magistralmente a lo largo de todo el relato hasta lograr confundir al lector. Así, el ser con quien tropieza el narrador, al intentar abandonar por fin la visión del mural, es una «persona», y como tal —con el género femenino que exige la gramática— será referida de allí en adelante: ella (la persona), «es muy joven, enérgica […]. Ella habla con soltura. […] Ella parece murmurar…».
La misión del ángel desdoblado es guiarlo hacia un árbol similar a aquellos dos que dominan el cuadro. Al encontrarse frente a él, el guiado no podrá contener su deseo de abrazarse a él, de fundir su carne con la madera del tronco al mismo tiempo que se funde con ella, la persona.
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«El saludo del árbol» nos lleva a preguntarnos dónde están los límites entre el arte y la realidad o, si se prefiere, ¿en qué punto exacto se confunden?
No menos sucede con «Dilución». Escrito en 2003, cuando los estragos de un nuevo régimen comenzaban a hacer mellas y a crear profundas grietas en la sociedad venezolana, este cuento, que puede ser visto como una historia presagiada por la pintura, es a su vez presagio literario de lo que aún estaba por venir en Venezuela.
Un reconocido pintor cumple sesenta años. Hace justo treinta culminó el cuadro que nunca ha querido vender, a pesar de ser quizás su obra más celebrada. Para entonces el país apuntaba a un futuro promisorio, la ciudad destacaba por su riqueza cultural.
Hoy se detiene a observar con puntillosa atención esa pintura que tanta fama le ha procurado: ¿cómo pudo concebir tanta crueldad y dolor en un entorno que se mostraba amable? Aquella imagen llena de «violencia, injusticia, horror, el fraticidio, la destrucción: los trazos hablan de un estallido, de un poder oscuro», más bien se corresponde perfectamente con la realidad social y política que le está tocando tres décadas después; ¿acaso tuvo él alguna responsabilidad en ese cambio al concebir la obra? Recuerda bien la sensación de angustia que lo acompañó durante los largos meses de su creación, la misma que ahora, de pronto, vuelve a invadirlo cuando repara en un detalle olvidado que emerge ante sus ojos: en una esquina inferior del lienzo un personaje «apenas esbozado huye, se enmascara, se disuelve».
Podría destruir el cuadro —cuya descripción, por cierto, trae resonancias de algunos Jacobo Borges— para tratar de evadir el sino propio que también había trazado, pero opta por el arte y acepta el destino autoimpuesto con tanta anticipación: abandonar su casa y diluirse en las calles oscuras y peligrosas de su ciudad.
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Que «José Balza ha escrito algunos de los textos más brillantes que hayan concebido en el castellano de estas tierras» es hecho conocido. Tal vez lo que se ignore es que ellos son producto de «una incesante contemplación de lo visible, y lo visible se ha ido destilando en la mano que lo escribe y lo enmudece de su viva voz, haciéndose, con palabras, también dibujos, imágenes, reflejos, palimpsestos…», como bien dice Pérez-Oramas en el catálogo que acompañó a la primera exposición de Balza.
BIBLIOGRAFÍA
· Navarro, Armando. «Balza en la narrativa de fin de siglo». En: Investigaciones Literarias, Anuario IIL (II Etapa). Caracas: Instituto de Investigaciones Literarias, Facultad de Humanidades y Educación, UCV, 2006.
· Navarro, Armando. «Ejercicios holográficos». En Josefina Berrizbeitia: Balza narrador. Caracas: Ediciones Octubre, 1990.
· Ortega, Julio. «Contar en Caracas». En Armando Navarro (comp.): José Balza: La escritura como ejercicio de la imaginación. Caracas: Comisión de Estudios de Postgrado, Facultad de Humanidades y Educación, UCV, 1997.
· Pérez-Oramas, Luis. «El verdadero cuaderno de José Balza». En el catálogo de la exposición Los cuadernos de dibujo de José Balza. Caracas: Sala Mendoza, 2015
· Praz, Mario. Mnemosina. Paralelo entre la literatura y las artes visuales. Caracas: Monte Ávila Editores, 1976.
[1] José Balza: Play b. Caracas, Fundación para la Cultura Urbana, 2016.
[2] Ibid.
[3] José Balza: Análogo, simultáneo. Caracas: Ediciones GAN, 1983.
[4] Josefina Brrrizbeitia: Balza narrador. Caracas: Ediciones Octubre, 1990.
[5] José Balza: Análogo, simultáneo, op. cit.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]