POR SILDA CORDOLIANI
I. EL ESCRITOR ENAMORADO DE LA LUZ

Claro que José Balza una vez tuvo ocho años, y ya para entonces las aventuras de Oliver Twist o Scaramouche habían hecho su efecto: lo literario había creado «como un prestigio abstracto de un mundo que yo no conocía».[1] A su lado estaba la música, los ritmos autóctonos de un delta remoto próximo a las Antillas a los que pronto se sumarían los traídos por la radio, sobre todo aquellos boleros y rancheras que emparentaron por primera vez la vida emocional de todo un continente; pero también, no olvidemos que del nuevo aparato podían surgir sonidos de música clásica siempre entorpecida por el rechinar de unas ondas hertizianas que no terminaban de ajustarse. La importancia de la aparición de la radio en la vida de aquel niño (para entonces con once años) fue tal que muchos años después habría de convertirse en la columna vertical de D, su cuarta novela.

Balza dice que su inclinación hacia los libros y la música «hizo que el mundo lleno de soberbia de la naturaleza palideciera»,[2] pero en verdad eso era imposible. Seguramente ese mundo inmediato se iba trasmutando más bien en el inmenso lienzo de un paisaje frondoso donde cielo, agua y selva no cesaban de deslumbrar bajo el enceguecedor sol del trópico, para luego, cada fin de día, irse evaporando poco a poco hasta convertirse en la profunda oscuridad de noches que apenas comenzaban a convivir con una luz eléctrica incipiente.

Y es que ese niño, que, por cierto, no ha dejado de estar presente en su obra a lo largo de los años —como aquel que sentado en un barranco frente al río, en la novela Medianoche en video: 1/5, imagina una fiesta en un barco que va a surcar ese mismo y exacto lugar del río varias décadas más tarde—, había sido dotado por algún extraño dios de los confines del Delta del Orinoco de una sensibilidad particular, o digamos más prosaicamente: de un destino artístico. Como ya se ha dicho muchas veces: no existe el arte, existen los artistas.

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«La idea de la hermandad de las artes —dice Mario Praz en Mnemosina— ha estado tan arraigada en la mente humana, desde la antigüedad más remota, que debe existir en ella algo más profundo que una especulación ociosa», y seguramente ese algo más profundo encuentre parte de su respuesta en la propia naturaleza del artista en ciernes, aquel que tocado por el don no sabe aún hacia dónde encaminar la necesidad expresiva que lo habita. Lo que no siempre se resuelve o, por lo menos, sigue siendo parte del artista y del arte mismo a lo largo de su historia.

Por eso, dice el propio Balza: «Ha habido, también, quienes saltaron de un código a otro, en el arte, para complementar un solo concepto: la multiplicidad de ser, de expresar. Podríamos pensar en los dramaturgos griegos, cuya creación hilaba simultáneamente la forma verbal (armoniosa, oscura, popular y exigente a la vez) con la música, el movimiento corporal, la voz y los colores, para respaldar el humor y la tragedia: la catarsis del autor y del público. O podríamos aludir a Leonardo: dibujante, pintor, diseñador, escritor, político discreto, inventor. […] pero en cualquiera de estos casos, el disparo de su genio —aunque aborde áreas diferentes— converge hacia una misma dimensión: el “gran” arte, la soberana magnitud de las revelaciones sociales y estéticas».[3]

Como Leonardo, no son pocos los artistas que a lo largo de su vida han cultivado por igual dos o más disciplinas artísticas, aunque al final siempre hayan terminado por adquirir notoriedad sólo por una de ellas. Más común y lógico, sin embargo, es que la vocación se depure hasta la escogencia de un bien definido camino artístico, aunque en numerosas ocasiones sin sacrificar del todo esos otros lenguajes expresivos que también lo ocupan. Entre los escritores sobran todo tipo de ejemplos: desde aquellos que como William Blake concibieron obras en que gráfica y literatura se complementan, hasta el Kafka que dibuja escenas de sus novelas o el Proust que se divierte caricaturizando a sus propios personajes.

Pero, si de literatura se trata, va a resultar inevitable que el gusto, preocupación o amor por otros lenguajes artísticos, permee (de manera más o menos evidente) a través de la obra escrita, pues probablemente ella posea una mayor disposición para abarcar el resto de las artes, dada tanto por su innata capacidad de «descripción» como por la necesaria musicalidad y plasticidad que constituyen parte misma de cualquier reconocido estilo literario.

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En 2015 la Sala Mendoza de la Universidad Metropolitana inaugura una curiosa exposición. Curiosa, porque hasta el momento en que fue abierta al público muy pocos de los lectores de José Balza habían tenido noticias de la gran cantidad de dibujos que atesoraba en una serie de cuadernos de diferentes formatos. (Posteriormente, en enero de 2019, volvió a exponer parte de sus dibujos en la muestra Dos en 2. Trazos y letras de José Balza y Óscar Marcano, presentada en el Centro de Arte Moderno de Madrid).

Lo hecho en el caballete, en cambio, se debe de haber perdido para siempre. «Y es que desde muy temprano —escribió, en Balza en la narrativa de fin de siglo, su amigo y coterráneo Armando Navarro, uno de los mas lúcidos estudiosos de la obra balziana— comenzaron a emerger en José esas aristas vinculantes con el arte: producciones textuales precoces, obsesión por la música, exactos dibujos y luminosas acuarelas y, en la adolescencia, ejercicios de pintor en un caballete armado en el zaguán de la casa construida con barro y palmas de moriche».

Si bien esta otra vertiente de uno de los nombres imprescindibles de la literatura venezolana puede haber sorprendido a muchos, para otros seguramente resultaría bastante lógico en alguien que desde los años sesenta no ha cesado de reflexionar sobre la plástica y sus creadores en innumerables ensayos y notas críticas. Entre ellos, ocupan un lugar privilegiado los dedicados a tres nombres clave del arte nacional: Armando Reverón, Jesús Soto y Alejandro Otero, estos últimos con una niñez frente al mismo río y entre los mismos árboles que determinaron al pequeño del barranco. No puede resultar casual entonces que el escritor se haya detenido, también y de manera especial, en la infancia de ambos artistas plásticos. El libro Jesús Soto, el niño y el ensayo «En un color demasiado secreto. (La infancia de Alejandro Otero)» lo testifican.

Cuenta Balza que sus primeras «creaciones» no fueron cuentos ni dibujos. Con el material más a mano —el barro del barranco—, daba forma a unos pequeños animales que, por cierto, no abundaban a su alrededor, pero sí en las imágenes de los libros que sus ojos empezaban a absorber. Y un día, cuando descubrió las cualidades de la cal, las figuritas ocres secadas al sol pasaron a convertirse en níveos conejitos, protagonistas, seguramente, de unas cuantas historias en la cabeza de su creador.

Con diecisiete años abandona la famosa aldea, recurrente en gran parte de su obra narrativa, para establecerse en Caracas. No tiene aún claro su destino, excepto continuar los estudios y buscar un oficio para mantenerse. Su opción inicial es la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, pero el horario diurno de las clases desvía esa primera intención ante la necesidad de trabajar. No obstante, la sigue frecuentando y toma algunos cursos libres sabatinos mientras, en las noches, asiste a las clases de Psicología en la Universidad Central de Venezuela.

Durante esos años de formación inicia una extensa novela que quizás tuvo un solo destinatario, aquel amigo y compañero de carrera, también escritor, que mostró poco entusiasmo tras su lectura. La novela nunca vio la luz, pero no se perdió del todo. De allí surgió el relato más largo de su narrativa breve, «Alexis, el frecuente», cuyo personaje central, Praxíteles, viene a ser una suerte de alter ego del autor en su búsqueda de respuestas al problema del arte y del artista.

Pero el escultor de la Grecia clásica por excelencia, y su interlocutor, Alexis, no desaparecen con este cuento; ellos retomarán su conversación al inicio de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, la novela que Balza publica en 1974. Allí, el artista que en el siglo iv a. C. llevó la figura humana a su máxima perfección, continúa siendo «una proyección del narrador, “una imagen reflejada” que hablará de él con precisión porque es a través del espejo, del distanciamiento, que el narrador propone el más íntimo conocimiento».[4]

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[…] su noble penetración en la roca, que en verdad es la penetración del sol: blanco sobre blanco.

En ese lugar solo estábamos yo y una fuente traslúcida, azul, que se encendía y casi me hacía sufrir con su nitidez…

Todo era blanco y nítido; y esa modalidad de la luz me sorprendió.