Convertido en intelectual orgánico de aquel reformismo europeizante con el pleno apoyo de Enrique Prat de la Riba –desde 1907 presidente de la Diputación de Barcelona y desde 1914 también de la Mancomunidad–, D’Ors estimuló y orientó en clave regeneracionista a una sociedad, la catalana, en plena Segunda Revolución Industrial, que iba recuperando su autoconciencia al compás de la modernidad.
Impulsor y portaestandarte del novecentismo, aquel gran movimiento de ideas que él mismo lideró, D’Ors fue antes escritor y creador de opinión que secretario general del Institut d’Estudis Catalans (1910) o que director de Instrucción Pública de la Mancomunidad de Cataluña (1917). Ya en esta, su primera etapa, como luego en las sucesivas, Eugenio d’Ors fue siempre más un intelectual que un gestor cultural o político.
Se ha considerado con razón que su posición de poder generó muchas más envidias que adhesiones cordiales, muchas más suspicacias que complicidades, muchas más reticencias que comprensiones, pero, para evaluar correctamente el «caso D’Ors», que lo alejaría de Cataluña a partir de los años veinte, hay que tener en cuenta el contexto en que desarrolló su labor de alta culturización y agitación de conciencias, entre la que creyó poder ser una burguesía reformista.
Examinemos un primer dato. En noviembre de 1908 Xènius publica un artículo en el primer número de la revista satírica y de tono irreverente Papitu. Su propietario, Feliu Elias, que firmaba sus caricaturas como Apa, es despedido inmediatamente de Cu-cut!, publicación también satírica pero de tono más comedido y cercano a las prudencias morales de la Lliga.
Sabemos por el historiador de la prensa Josep M. Cadena que desde La Veu de Catalunya se obligó inmediatamente a Xènius a anunciar en su Glosari, en el que ya había elogiado la aparición de Papitu, que no colaboraría más en esta revista. También fue conminado a ello Josep Carner, así como causó el despido del diario de la Lliga de López-Pico por haber colaborado en aquella publicación satírica a la que la jerarquía eclesiástica pronto acusó de pornográfica.
La llamada Semana Trágica, en julio de 1909, con sus violentas manifestaciones de anticlericalismo, acentuó los naturales resquemores de la Iglesia. Hay que tener en cuenta que estaba todavía muy candente el debate que, más o menos explícitamente, suscitó la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado, que en diciembre de 1905 había aprobado la III República Francesa.
En aquel contexto, en aquel estado de espíritu, se buscó un escarmiento ejemplarizante para los revoltosos y, desoyendo la piadosa petición de clemencia y autocrítica de un católico tan influyente como el poeta y opinante Joan Maragall, se le colgó el sambenito y se ajustició a Francisco Ferrer Guardia, el librepensador de la renovación pedagógica en clave racionalista con su Escuela Moderna.
En diciembre de 1911 muere Maragall y D’Ors se autorretrata simbólicamente corrigiendo pruebas de La Ben Plantada en el velatorio del prócer. Acaba una etapa y empieza otra. Ya en enero de aquel mismo año 1911, en que D’Ors tomaría simbólicamente el testigo del modernista Maragall, la revista semanal Cataluña publica en cuarenta y dos colaboraciones El ideal y la actividad de la juventud catalana en el momento presente.
Una nueva generación de jóvenes que escriben muestra sus ambiciones de futuro. Forman un vigoroso movimiento intelectual de regeneración colectiva que opone lo clásico y apolíneo a lo dionisíaco romántico y modernista. Aquella juventud que D’Ors etiquetó como «novecentista» cree haber tomado ya el relevo de la modernización de la cultura en Cataluña como primer paso para su irrupción regeneradora en el conjunto de España.
Se trataba de afirmar la personalidad autónoma de Catalunya en el campo de la cultura, pero también de ofrecer un modelo de regeneración moral y material de la España en crisis post noventa y ocho mediante la ciencia y la educación. D’Ors hace como Fichte un siglo atrás, cuando, ante la presencia de las tropas napoleónicas en Berlín, este filósofo idealista escribe y pronuncia en la universidad sus célebres Discursos a la nación alemana, invitando a los alemanes a una profunda renovación moral y cultural a partir de la tradición.
El conjunto viene a ser una especie de congreso de cultura con ponencias y comunicaciones para esbozar el futuro. Entre el diagnóstico y la prospectiva, es también un manifiesto generacional: «Nuestra generación, en su renaciente sentido clásico, ha sabido restaurar aquel gusto que caracterizó siempre a cualquier clasicismo, el gusto por las ideas claras, limpias y eficaces. Llegamos a ver en él un indicio probado de distinción de espíritu. Placen al vulgo las ideas mediocres, pero envueltas de vaguedad. Los fuertes intelectos, al contrario, hallan su mayor deleite en las ideas complejas, pero encerradas en términos estrictos y precisos».
Es Eugenio d’Ors quien firma ahora (con su nombre y apellido convenientemente elevado a categoría aristocratizante y no con su habitual pseudónimo de Xènius, en el que tal vez quieren recordarse las Xenia goethianas) un sustancioso escrito programático, «El renovamiento de la tradicion intelectual catalana», en el que ya desde el mismo título no debieron pasar desapercibidas las veladas alusiones a La tradició catalana del obispo Torras y Bages, en que no solo se refutan las premisas laicas de Lo catalanisme del republicano federal Valentí Almirall, sino que se establecen las bases de una renovación en clave regionalista del tradicionalismo.
En su repaso del pasado –escrito, como hace constar, «en la noche de Año Nuevo, 1911»–, D’Ors es taxativo: «Lo hecho hasta estos últimos años, lo realizado hasta las postrimerías del siglo anterior por la continuación de nuestras tradiciones intelectuales genuinas, puede brutalmente resumirse en la desolación lacónica de cuatro letras: nada». O nada de «eficaz», que es adjetivo recurrente en su definición de lo útil o lo inútil, lo trascendente o lo intrascendente, en vistas a la superación de un pasado «de esterilidad ideológica». Y, claro está, también, en vistas a la superación de un pasado marcado por el desastre colonial y la consiguiente depresión postraumática que conseguirá alambicar tan creativamente la coetánea generación del noventa y ocho.
Criticando en bloque el siglo de románticos y positivistas, apunta D’Ors que una de «las causas que han esterilizado nuestros esfuerzos ideológicos ochocentistas es la timidez, la cortedad mental […], los excesivos escrúpulos de ortodoxia pacata. Grima da ver hombres de tan fuerte entendimiento privarse, azorados, de las más instructivas lecturas, para las cuales, dentro de la piedad más prudente, solo les hubiera exigido el proveerse de una dispensa».
«Cortó muchos vuelos sin duda el excesivo escrúpulo de ortodoxia religiosa», lamenta d’Ors (no sin dejar de lamentar también el «excesivo escrúpulo de ortodoxia democrático-burguesa» que hoy podríamos asociar, en homenaje a Harold Bloom, a «lo políticamente correcto»). Y se refiere, como ejemplo de «la misma cobardía» intelectual, el caso de «uno de los lulianos de Cataluña», sin dar más datos, que «ha debido confesarme que se había abstenido de citar al autor (por otra parte, perfectamente ortodoxo, de quien aprovechaba una referencia, por temor vago a que su nombre –¡solo su nombre!– fuese personalmente poco simpático a la autoridad eclesiástica local)».
¿«Nada»? ¿No había «nada» de aprovechable en la tradición aristotélicotomista de Balmes, el gran pensador católico del ochocientos, sobre quien el joven sacerdote y futuro cardenal Narciso Pla y Deniel había publicado ya dos libros, La obra de Balmes en la historia de la filosofía y en la filosofía de la historia (1907) y Balmes y el sacerdocio (1910)? ¿Nada de aprovechable en Balmes, Milà i Fontanals, Mañé i Flaquer, Torras y Bages?
Nada más publicarse La Ben Plantada en volumen se acrecentaron los recelos entre los más suspicaces sectores clericales, que leyeron con irritada pero discreta indignación que Xènius utilizara para su novela-ensayo expresiones retóricas de inequívocas resonancias evangélicas. «Yo no he venido a instaurar una nueva ley sino a restaurar la ley antigua», advierte Teresa, símbolo viviente de la nueva ética civil que el cuentista exhortaba a asumir por mediación de aquella figura arquetípica. «Ve, pues, e instruye a las gentes, bautizándolas novecentistas en nombre de Teresa»…
¿Cómo no ver en la configuración ideal del novecentismo algo más, mucho más, que una simple estética? El novecentismo, tal como lo concebía el atrevido Xènius, venía a ser una especie de religiosidad civil destinada a iluminar la catalana tierra con unos aires de reforma y modernidad en esencia incompatibles con el conservadurismo fosilizado en sus fórmulas tradicionales.
¿Cómo no iba a suscitar reticencias teológicas que el narrador llegara a dibujar para el final de su parábola simbólicamente mariana una ascensión de la Ben Plantada al cielo de la ideas platónicas desde el jardín terrenal que, en sus ensueños barrocos de jugueteo de piedra y agua, construyó un cardenal en la villa de Este, en Tívoli, cerca de Roma?
¿Cómo no iba a suscitar también reticiencias su oración a la «Madre de Dios de la Sapiencia» en estampita impresa para rezo de las vestales del libro que formaba en aquella Escuela de Bibliotecarias (1915) que tenía como festivo oficial el día de san Eugenio?