POR CARLOTA GAVIÑO

Puedo tomar un espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.[1]

 

Peter Brook, en su paradigmática definición de lo teatral, no hace referencia alguna a las palabras. Sin embargo, en Occidente situamos la aparición del teatro con el registro de las partituras textuales de la tragedia y su estudio a través de la poética aristotélica. Estas partituras no son, obviamente, reflejo fiel de la complejidad del sistema teatral clásico, pero sí son, sin duda, una parte de él y quedan para la historia como objetos artísticos autónomos, como producto excepcional de la creación humana. Lo mismo sucede con los grandes textos de Shakespeare, Lope, Calderón, Molière, Racine, Chéjov o Beckett, por nombrar al azar tan sólo a algunos de los más grandes dramaturgos de la historia de la literatura universal.

El debate sobre si la literatura dramática es o no el teatro, o si es o no un producto literario menor, está ya superado, y es evidente que, si bien el teatro no es sólo literatura dramática, el texto dramático publicado para su lectura es un producto literario que, exento de su puesta en escena, puede conmover y transportar al lector tanto o más que cualquier otro género.

Tradicionalmente, la historia del teatro corre paralela a la del desarrollo de la literatura dramática, e identificamos la expresión teatral de cada época con los textos que de esa época quedan para el registro. El siglo xx demostró, sin embargo, que el teatro como expresión no necesita del texto o, al menos, que el texto no tiene por qué ser el centro de la representación teatral como sistema. De hecho, son características del teatro posdramático —tal y como lo definiera Lehmann en su ya clásico estudio de finales de siglo—,[2] precisamente, la negación del texto como eje de la representación y la desjerarquización de los lenguajes que participan de la escena para generar una experiencia que interpele a los sentidos del espectador sin necesidad de que un texto vehicule esta experiencia, o de forma aún más contundente, permitiendo que la palabra aparezca en claro conflicto con esos otros lenguajes de lo escénico:

[…] ¿no fue Stanislavski (que no se clasificaría precisamente como enemigo de la literatura) quien constató que para el teatro carecía de valor el texto como tal; que las palabras sólo cobran significado mediante el subtexto de la dramaturgia y los papeles? También para el teatro antiguo resulta evidente y válida la diferencia (y la competencia) fundamental que se establece entre la perspectiva del texto —que en el caso de cualquier gran drama se cumplía ya como obra lingüística perfecta— y la otra perspectiva, tan distinta, del teatro, para la cual el texto representa un material. El nuevo teatro hace más evidente algo que se conocía desde tiempo atrás: que entre el texto y la escena nunca existió una relación armónica, sino más bien un conflicto constante.[3]

 

En el último tercio del siglo xx, con el personaje en crisis y la innovación sobre el lenguaje y la acción dramática,[4] el texto dramático muta y lo teatral no está ya definido necesariamente por la existencia de diálogo o personajes con beckettiana individualidad física o psicológica, ni por la subordinación de la palabra al conflicto dramático. Colectivos como La Fura dels Baus, por citar sólo uno de los exponentes en España, exploraron las posibilidades de un teatro liberado de palabras, en el que la interrelación entre intérpretes y espectadores se diera sólo a través de la acción. Otros artistas buscaron en textos no dramáticos la materia para sustentar sus espectáculos.

Paradójicamente, lejos de desaparecer, la palabra persiste como vehículo de lo teatral y la figura del dramaturgo, de quien escribe para la escena, se ha venido reivindicando en estos primeros veinte años del siglo xxi; quizá, precisamente, en reacción a la crisis del texto dramático de finales del siglo xx y al agotamiento de ciertas formas del teatro de creación colectiva. Esta reivindicación procede, aunque no exclusivamente, de instituciones que entendieron que debían apoyar a los autores para producir un corpus propio de textos contemporáneos. Más allá de los tradicionales premios literarios —entre los que cabría citar el Lope de Vega (del Ayuntamiento de Madrid), el Calderón de la Barca para autores noveles (del Ministerio de Cultura), el Marqués de Bradomín (del INJUVE) o el Premi Born de Teatre (convocado por el Cercle Artístic de Ciutadella de Menorca), dirigidos también a la autoría joven—, diversas estructuras tanto públicas como privadas han hecho especial hincapié en apoyar la figura del escritor de textos teatrales, poniendo en marcha iniciativas que situaban la creación dramatúrgica en el centro. Así, algunos de los autores más interesantes de estos últimos veinte años han pasado por el programa Escritos en la escena, puesto en marcha en 2011 por el Centro Dramático Nacional (CDN); el Obrador Internacional o el programa Autor en residencia de la Sala Beckett; el Proyecto T6, que el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) desarrolla en colaboración con la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), o el Laboratorio de Escritura Teatral que, desde 2013, convoca la misma SGAE.

Un vistazo a la cartelera de los grandes centros de producción teatral y a los catálogos de publicaciones del INAEM o de editoriales especializadas como La uÑa RoTa o Antígona arrojaría una nómina de los autores con más peso en el panorama teatral español actual,[5] entre los que podríamos nombrar, aun arriesgando imperdonables olvidos, a Alfredo Sanzol (1972), Pablo Messiez (1974), Denise Despeyroux (1974), Paco Bezerra (1978), José Padilla (1976), Alberto Conejero (1978), Guillem Clua (1973), Josep María Miró (1977), Jordi Casanovas (1978), Marta Buchaca (1979), Marc Crehuet (1978), Antonio Rojano (1982), Lola Blasco, (1983) o Pablo Gisbert (1982). Todos ellos pertenecen a una generación hija de la gran crisis económica de 2008, que fue capaz de hacer el tránsito de la precariedad a las grandes instituciones.[6] Una generación, formada en su mayoría en escuelas de artes escénicas, que es heredera consciente —aunque no necesariamente continuista en lo estético o lo formal— de los maestros de la generación que la precedió, y con la que comparte el panorama teatral sin conflicto. Así, figuras como Juan Mayorga, Sergi Belbel, Lluïsa Cunillé, Juan Cavestany, José Ramón Fernández, Paloma Pedrero, Ernesto Caballero, Rodrigo García o Angélica Liddell, nacidos en los sesenta y que alcanzaron su madurez artística en los primeros años del siglo xxi, funcionan como maestros y también como compañeros de estos otros autores algo más jóvenes, que han consolidado sus carreras en la última década.

Si bien las poéticas de estos escritores de teatro del siglo xxi conforman un conjunto diverso del que es difícil extraer características estilísticas comunes, sí hay una constante, digamos, metodológica: con contadas excepciones, prácticamente todos ellos participan del proceso de puesta en escena de sus textos y adoptan roles diversos con respecto al hecho escénico. Muchos de ellos dirigen sus propios espectáculos y escriben, bien para actores con los que trabajan a menudo, bien para sus propias compañías estables o, en ocasiones, para otras que solicitan su trabajo y con las que comparten un proceso creativo; en todo caso, siguen siempre de cerca los procesos de ensayos y el trabajo del equipo artístico.

La literatura dramática, escrita para ser representada, creada al calor de la escena y de la colectividad de las compañías teatrales, contiene siempre de alguna manera la experiencia no sólo del dramaturgo, sino de todo el grupo humano que colabora, antes o después, con el autor. Incluso un dramaturgo tan poco representado en vida, y aparentemente tan alejado de la concreción de la escena (y no sólo desatendido, sino incluso despreciado por el mundo teatral de su tiempo), como Valle-Inclán, escribe desde un conocimiento profundo de la escena y está vitalmente unido a ella y a sus gentes: actores, directores, escenógrafos, empresarios teatrales, público… Todos ellos colaboran, de forma más o menos evidente, más o menos consciente, en el trabajo del dramaturgo. El autor de teatro cifra su tiempo y fija en el texto dramático no sólo su voz, sino la de sus contemporáneos. Quizá ahí resida parte de su grandeza: es siempre, y tal vez más que otros géneros literarios, un producto de la colectividad o, cuando menos, expresión de un deseo de colectividad. No extraña que Juan Mayorga, en la «Nota del autor» a su Teatro 1989-2014, señale que «entrega» sus textos «para que sean habitados por ese arte de la reunión y de la imaginación que llamamos teatro o por una imaginativa soledad».[7]

En la obra de estos autores de los que hablamos, este deseo de reunión es particularmente tangible. Su técnica se ha ido perfeccionando a través del hacer, del ensayo y error en el trabajo con sus intérpretes, del testeo de sus obras en pequeñas producciones off que pudieron encontrarse con el público en las salas alternativas que se multiplicaron después de la crisis. Estas salas, proyectos independientes de toda España, asumieron el riesgo que los grandes teatros parecían no estar dispuestos a asumir y fueron campos de prueba para los dramaturgos emergentes, al proporcionarles la posibilidad de trabajar con sus equipos de confianza para desarrollar poéticas propias.

La Cuarta Pared en Madrid, una de las pioneras, fue fundada en 1986 como centro de formación e investigación teatral, y ya había sido esencial en el desarrollo artístico de la generación anterior, proporcionando un espacio a los primeros trabajos en España de Rodrigo García o a la labor del Teatro del Astillero, el colectivo fundado en 1995 por Juan Mayorga, José Ramón Fernández, Luis Miguel González Cruz y Raúl Hernández. En la Cuarta Pared, estrenaba en 2006 Alfredo Sanzol, hoy director del CDN, su obra Risas y destrucción: una pieza sobre el placer inexplicable que produce la destrucción, construida a partir de los resultados aleatorios de introducir en el buscador de Google las palabras «risas» y «destrucción». Sí, pero no lo soy y Días estupendos, segunda y tercera parte de la trilogía que arrancaba con Risas y destrucción, se estrenaban a comienzos de la década siguiente en el CDN. En 2017, ya consagrado como una de las voces más interesantes de la escena española, ganó el Premio Nacional de Literatura dramática por La respiración.