El viaje como metáfora del conocimiento es otro de los elementos con que la literatura representa el arte. Vila-Matas se desplaza a Kassel en busca del peligro y el miedo (los que siente al participar en la performance de un restaurante chino), pero también para pasear, «encontrar un hogar en mi camino», pues, como ocurre en muchos de sus libros, «el eje suele ser el recorrido: un escritor que viaja y escribe su desplazamiento» (Vila-Matas, 2014, p. 223). Kopf viaja a Islandia para concluir su exploración y para verificar y comprobar cuánto de imaginario hay en la historia de las conquistas polares, a cuyo estudio ha dedicado cinco años. Al descender por el cráter de Snaefellsjökull, cita a Verne (como lo hará, asimismo, Vila-Matas en Dietario voluble) con la mayor de las enseñanzas de los viajes científico-literarios del francés: el abismo («Cantar en la oscuridad es mi lección del abismo», Kopf, p. 236).

El arte más citado en los textos es el conceptual, probablemente, por lo que de pensamiento e intelectivo representa y porque puede cobrar forma mediante la escritura. A pesar de la proyección actual del arte digital, la mayor parte del arte conceptual de los títulos se mueve en el ámbito de la performance, primero, y la instalación, en un segundo lugar. La generación de dichas piezas es uno de los grandes laboratorios de experimentación y experiencia de los autores. Jacobo Montes y Marcos (Intento de escapada), Anna (El instante de peligro), Fred Cabeza de Vaca y Kasperle (La cabeza de plástico, de Ignacio Vidal-Folch) crean un sinfín de obras de inusual interés y conforman un museo imaginario que ya no necesita ser expuesto para existir, aunque sí ser leído.

Las comparaciones (una de las formas mejores para saber cómo se ha arraigado el arte en el imaginario de la literatura) se mueven entre la performance, el mundo digital y la pintura. «En nuestro sexo, en nuestra relación, había algo de performance; pero no como impostura o actuación, sino más bien como un suplemento de intensidad estética» (Hernández Navarro, 2015, p. 167); «En su estrategia de supervivencia; nosotros somos una especie de hardware externo para él» (Kopf, p. 203) y «Sin saber por qué se me vino a la cabeza la escena de El baño turco de Ingres» (Hernández Navarro, 2013, p. 154).

La pintura es la fuente y la deuda de los dibujos de Gerber, la trama de «Rosa Schwarzer vuelve a la vida», de Vila-Matas, y de El pintor y la viajera, de Patricia Almarcegui, pero, sobre todo, de los cuentos de María Gainza. La autora engarza en El nervio óptico (2017) pintores y cuadros en sus relatos con una habilidad ejemplar. Rothko, Courbet, Toulouse-Lautrec, Cézanne se convierten en catalizadores perfectos para integrar su vida y hablar de ella. Y uno de los mecanismos narrativos que utiliza para ello son las elipsis, los puntos y apartes, los silencios y los espacios en blanco, cuyos intervalos le dan pie a la introducción de la pintura o, parafraseando a Aira, a la materia hecha de ausencia de la literatura, allí donde surge la belleza del mundo, se crea el enigma de la imagen. Lugar donde brotan el dibujo, la composición y el color de la pintura.

 
2. PANORAMA FORMAL: REMEDIACIONES Y SIMULACIONES PERFORMÁTICAS EN LA NARRATIVA HISPÁNICA Y SU RELACIÓN CON EL ARTE CONTEMPORÁNEO

La literatura actual toma, asimismo, el arte contemporáneo como un espacio de simulación, un laboratorio estético del que incorpora no sólo asuntos, personajes y temas, sino también procedimientos y, en parte, cierto programa performático. La narrativa hispánica remedia ciertas prácticas artísticas, por no hablar de las numerosas intertextualidades que practica con ellas, vindicando la anchura polisémica de la añeja expresión «componer libros». La trabazón de estas prácticas con el arte contemporáneo, aunque posee sus detractores, nos parece obvia y tiene ya recorrido histórico. Por poner un ejemplo del pasado siglo, podríamos citar el trabajo del argentino Copi, explicado por César Aira: «Copi no pasa del dibujo al relato, o viceversa, sino del dibujo o el relato (o el teatro) al cambio de uno al otro, y se queda en el cambio. Con lo que participa de uno de los procesos más fecundos, todavía lejos de agotarse, del arte contemporáneo» (2003, p. 42). Sucede en literatura un proceso similar al que rige el arte actual: la exploración extrema de las posibilidades expresivas, entre las que pueden contarse la plasticidad, el apropiacionismo (utilizado por varios escritores, como el argentino Pablo Katchadjian, el español Agustín Fernández Mallo o la mexicana Cristina Rivera Garza, esta última dentro de los límites de la llamada poesía conceptual), la textovisualidad y la tecnologización a través de las posibilidades digitales. Todo ello tiene consecuencias positivas y otras negativas, por supuesto, aunque cualquier búsqueda amplía los horizontes de exploración y va cerrando, cuando se equivoca, las puertas mal abiertas.

Uno de los modos más frecuentes de hibridez entre la literatura actual y las prácticas artísticas es la remediación del texto, convertido en espacio textovisual capaz de recibir sin problemas imágenes (Cynthia Rimsky, Jimena Néspolo, Alicia Kopf, Ramón Buenaventura), diseños (Jorge Carrión, César Gutiérrez) y maquetaciones (el Alejandro Zambra de Facsímil, Verónica Gerber, Javier Fernández, Carlos Labbé); operaciones todas ellas de marcado corte icónico, decididas por el propio autor y que superan el antiguo marco de la ilustración mediante las herramientas digitales. Otros medios entran en el texto impreso y lo redefinen, convirtiendo su definición tradicional en alta definición pixelada. Un ejemplo claro es Mario Bellatin; el escritor mexicano nacido en Perú publicó en 2011 su novela Disecado, donde efectúa dos razonamientos que parecen significativos: el primero, que su personaje «solía indagar por distintos medios —sean fotos, puestas en escena o dibujos— sobre la relación que podía existir entre el autor y su obra» (2011, p. 19), admitiendo que en la escritura de ésta pueden intervenir más medios de los convencionalmente utilizados por los escritores. El segundo razonamiento es éste:

En aquella ocasión lo hizo con una cámara de fotos y, como era su costumbre, tomó algunas imágenes al azar. Al verlas reveladas decidió incluirlas en el libro que estaba por aparecer. Deseó colocarlas allí como una especie de garantía de veracidad de lo contado, a manera de prueba sobre la capacidad de un yo no consciente para narrar detalles de situaciones desconocidas. Hizo que las imágenes aparecieran para el lector como instalaciones creadas después de la escritura. Simuló que los ambientes habían sido reconstruidos en virtud de la ficción (Bellatin, 2011, p. 26).

 

La descripción de ese libro podría corresponder a las novelas del propio Bellatin Perros héroes (2006), o a Shiki Nagaoka: una nariz de ficción (2002), donde se incluyen una serie de imágenes de estatuto dudoso; no queda claro si son un testimonio fotográfico de la historia o si, más bien, provienen de una operación inversa e inductiva. Diríase que Bellatin, al ver las fotografías, inventa una historia para ellas. Sean punto de partida o de llegada, resultan esenciales para el autor, puesto que, como él mismo dice, forman parte de su escritura. En el mismo sentido explica Cynthia Rimsky el uso de imágenes en su Ramal (2011): «Algunos relatos partieron de las fotografías. Otras veces primero escribía y luego iba al ramal a tomar las fotografías que necesitaba. Lo que me interesó hacer con las fotografías era provocar al lector, que el lector dudara si la historia era real o producto de mi imaginación» (2014).

Un impulso similar podemos reconocer en un autor reconocido, Teju Cole, quien publicó en 2017 un interesante libro titulado Blind Spot. Su estructura oscila entre el libro de fotografías y la narrativa ilustrada, pero, en rigor, la obra no es ninguna de esas cosas, puesto que el estatuto de la relación entre imagen y texto adopta diferentes niveles y motivos a lo largo de sus páginas. Además del diálogo textovisual, que es una de las formas literarias más claras de intermediación, las imágenes tienen para Cole una importancia clave: al tomar las fotografías, explica, piensa mejor sobre lo que observa que si se limitase simplemente a observarlo: «Taking a photograph of something often induces further thoughts on it» (en O’Hagan, 2017). Es más, el momento de la observación se conserva, y se puede volver luego sobre él, convirtiendo la cámara en una «extensión de la memoria» («I have used my camera as an extension of my memory»). El resultado es un texto donde los fragmentos textuales y las fotografías dialogan sin corresponderse, en aras de un inteligente objetivo final, cancelar las posibilidades de una comprensión fácil de la obra, por cuanto tampoco es posible simplificar el mundo al que pertenece: «I want every single page to be in opposition to that reductive, simplistic, un-analytical view of the world» (en O’Hagan, 2017).

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