POR IGNACIO FERRANDO

El 16 de marzo de 1926 la escritora inglesa Virginia Woolf, que por entonces llevaba escritas unas 40.000 palabras ese opus summun del modernismo inglés que es Al faro1, escribe en una carta a la también novelista Vita Sackville-West: «El estilo es algo muy sencillo: todo en él es ritmo. Cuando lo entiendes, ya no te equivocas al elegir las palabras (…) El ritmo es algo muy profundo y va más allá de las palabras. Una visión, una emoción, crea una ola en la mente mucho antes de que esta engendre palabras que se ajusten a ella»2. Para la escritora de Bloomsbury el discurso narrativo se ordena no tanto por la suma de los significados de las palabras que lo componen, sino por el modo en que estas crean un ritmo recurrente cuya sonoridad viene dada por la alternancia de elementos débiles y fuertes, es decir, por un movimiento mental más o menos armónico que se proyecta a través del espacio narrativo. La escritora describe de modo intuitivo ese movimiento como una «ola en la mente», si bien se refiere, de un modo más extenso, a la respiración que acompaña al discurso, una suerte de partitura que permite acelerar y frenar la velocidad del texto y con ella acomodarla al decurso de la acción dramática y al modo en que este es percibido por el autor y finalmente por el lector. Si las palabras proporcionan significado, el ritmo interno de la prosa —su musicalidad— vendría a apuntalar la emoción.

Pero si hay un escritor en el siglo XX cuya prosa ha convertido este latido en paradigma identitario es el novelista en lengua alemana Thomas Bernhard, quien convierte la repetición y la alternancia de sonidos en la esencia de su estilo, al extremo de que lo importante en sus textos no es tanto la trama, generalmente estática y planteada de modo preactivo, sino una marcada y característica sonoridad que construye el discurso de un modo orgánico y envolvente. En una entrevista a Brigitte Hoffer para ORF el escritor afirma: «…mis palabras son en realidad notas musicales, y tienen que tocarlas, entonces surge la música, es decir, no sé cómo ocurre cuando se leen, habría que leer en realidad partituras»3. Otros escritores lo plantean con símiles que remiten al mismo concepto. En 2016 John Banville lo expresaba así en la entrevista para Paris Review: «para mí todo empieza en el ritmo (…). Una línea, antes que nada, ha de cantar. Cuando más me emociono es cuando una frase empieza siendo completamente ordinaria y de pronto se pone a cantar y se eleva por encima de sí misma y de toda expectativa que yo pudiera haber tenido de ella». Solo son tres ejemplos de autores alejados estéticamente que dan una idea de lo que hemos llamado partitura, respiración o musicalidad, una potentísima herramienta estilística para crear emoción y hacer acompañar la acción dramática de oleadas de significado.

Podríamos añadir a esta interminable nómina otros autores como nuestro Javier Marías —y la alargada sombra benetiana de su maestro— o los verdaderos músicos de la escritura: los escritores latinoamericanos. En el código genético de su escritura subyace una musicalidad propia y consustancial, desde el neobarroquismo de Alejo Carpentier a la musicalidad de Rubén Darío, desde la introspección de Alfonsina Storni a la costarricense Rosario Ferre —que cuenta en su haber con uno de los ingenios melódicos más aventurados y perspicaces: el relato Maquinolandera4—, de Lezama Lima a Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar a… Este último, amante del jazz5, lleva al extremo la experimentación rítmica al inventar un lenguaje fónico al que bautizó como gíglico y que se fundamenta en la aliteración, la homofonía y el ritmo. En el famoso capítulo 68 de Rayuela, Cortázar usa este lenguaje, no solo para preservar la intimidad de los amantes y realzar su aislamiento del mundo —el lenguaje como frontera propia y cómplice con el lector—, sino para representar, a través del ritmo, la acción de un coito sexual:

Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias6.

El gíglico, cuyo precedente se encuentra en las jitanjáforas lorquianas7, es un lenguaje que significa no solo por las palabras que contiene, sino por cómo estas «suenan» y se distribuyen dentro de la partitura textual. Así, si sustituimos este vocabulario ficticio —entreplumaban (verbo), ulucordio (sustantivo)…— por otras similares que conserven su categoría gramatical comprobaremos que, más allá de las palabras, la escena sigue representando misteriosamente el mismo encuentro sexual de creciente fogosidad. Y esto es así porque la partitura —el modo en que se producen las curvas entonativas y la distribución de pausas— se mantiene.

Bien.

Bajemos ahora al nivel atómico de ese oleaje al que se refería la autora inglesa a fin de determinar los mecanismos que componen la sonoridad del texto. Podríamos decir que es la propia armonía de las palabras la causante de este efecto. O dicho de otro modo: no todas las palabras suenan y sugieren lo mismo. No es lo mismo, a efectos sonoros, utilizar la palabra «alba» o la palabra «blanca». Es cierto que ambas tienen un parentesco de sinonimia pero sus usos son bien diferentes, la primera se restringe a un uso poético y casi lírico; mientras la segunda registra un uso más extenso de textura narrativa. Y esto es así, al margen de otras consideraciones, porque «alba», en su composición fonética tiene una sonoridad mayor, como ocurre con los pares bello\bonito, tonto\necio o dicha\alegría. Estas diferencias se producen no solo a nivel fónico, sino, por supuesto, a través de la articulación de los acentos de intensidad.

En un segundo nivel, tal y como vimos en el ejemplo del gíglico, podríamos mencionar todos aquellos recursos retóricos que repiten, de un modo u otro, ciertos sonidos. Las aliteraciones y los usos onomatopéyicos tienen la función de marcar el compás interno de la palabra o conjunto de palabras. Así, por ejemplo, en el primer capítulo de El señor Presidente, la novela de Miguel Ángel Asturias, comprobamos cómo la repetición de los fonemas l-u genera una sensación atmosférica, sulfúrica, casi tribal, de la que el guatemalteco se sirve para representar su particular infierno:

…¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!8

Algo similar ocurre con el balbuceo de Leon Wojts, el banquero retirado de Cosmos, la novela del polaco Witold Gombrowicz, que construye un lenguaje propio de resonancias burlescas con intenciones similares a las del gíglico cortazariano:

—Tiru-liru-lá.

—Hijita querida, ¿por qué no le das a tutulu papacítulu un rábanulu? Tíramulu. Lo que significaba que le pedía a Lena un rábano. Era difícil entender su lenguaje. «Hijita mía, flor del árbol paterno.» «Bolitita, qué trajintínulas ¿No te das cuenta qué tintín?»9

Podríamos añadir a este nivel todos aquellos tropos que, a través de la repetición de sonidos permiten controlar el compás de la escritura —marcar, en definitiva, la longitud interválica— ya bien sean anáforas, pleonasmos, concatenaciones o paralelismos, o incluso la suma de varios de estos recursos simultáneamente, como ocurre, por ejemplo, en Ojos Azules, la novela donde la premio Nobel Tony Morrison mezcla anáforas y ecos parciales reiterando el uso de ciertas palabras para encadenar el discurso: «ojos», «corre», «jip», «azules», «cuatro», etc.

Ojos lindos. Lindos ojos azules. Corre, Jip, corre. Jip corre, Alice corre. Alice tiene los ojos azules. Jerry tiene los ojos azules. Jerry corre. Alice corre. Ambos corren con sus ojos azules. Cuatro ojos azules. Cuatro lindos ojos azules. Ojos azul celeste. Ojos del color de la blusa azul de la señora Forrest. Ojos de un azul como el de las campánulas. Ojos de Alice y Jerry, de un azul de libro de cuentos10.

Por último, destacaremos el comienzo de Historia de dos ciudades de Charles Dickens, presidido por una antítesis que realza la oposición de las dos ciudades antagonistas del texto: París y Londres. Usando esta contraposición el autor muestra la naturaleza antitética de ambas urbes. El eje dibujado viene a señalar los pares interválicos para comprobar que la simetría en este párrafo de Dickens roza lo prodigioso y crea una respiración dual que ayuda a aventurar formalmente el tema principal del texto:

Pero sobre todo, y en un nivel más perceptible, la partitura de un texto se articula a través de las curvas entonativas y las pausas textuales. Estas pausas son provocadas, esencialmente, por comas, puntos y preposiciones coordinantes, y en general, por cualquier artificio que detenga el flujo narrativo, del mismo modo en que una partitura musical el ritmo se ordena a través de corcheas y silencios. Si tomáramos cualquiera de los ejemplos previos y elimináramos de ellos las palabras para conservar solo los signos de puntuación y las preposiciones coordinantes —y, ni, pero— obtendríamos lo que hemos llamado partitura, es decir, el compás exacto de ese latido al que refería Virginia Woolf en 1926, la radiografía de esa ola mental. El espacio de texto confinado entre dos pausas equivaldría a un intervalo. Consensuadamente, en castellano, ese intervalo ronda las ocho sílabas —no en vano esté cómputo marca en poesía la frontera entre el arte mayor y el menor— porque es el número de sílabas que un lector medio puede pronunciar en una expiración sin forzar la misma. Un intervalo de más de ocho sílabas obliga al lector a pronunciar más sílabas en el mismo volumen exhalatorio de aire, lo que redunda en una aceleración de la lectura. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las lenguas germánicas donde el intervalo medio está entre nueve y once sílabas. Gustave Flaubert acostumbraba a decir que un buen estilo debía ajustarse a la necesidad de la respiración12. Nosotros podríamos añadir que, si esta respiración mantiene la misma longitud interválica durante un tiempo determinado, la prosa se vuelve monótona y constante, y a medio y largo plazo, se transforma en un mar estancado y sin olas.

El ritmo se define como un «movimiento formado por pulsos de simetría regular y recurrente marcada por la sucesión de elementos débiles o fuertes, por condiciones opuestas o diferentes»13. O dicho de otro modo, no hay sonoridad en una prosa que carezca de puntos altos y bajos y que repita la misma cadencia sin alteraciones. A veces, sin embargo, es precisamente este ritmo monótono el que usan ciertos narradores de naturaleza marcadamente objetivista o cinematográfica para recalcar la distancia emotiva con sus personajes. Este hecho explica, por ejemplo, por qué autores minimalistas como Carver —centrados en la metáfora y el correlato objetivo— nunca necesitaron trascender en sus ficciones el límite de las pocas cuartillas; mientras otros autores, como Elfriede Jelinek o el portugués Antonio Lobo Antunes, construyen verdaderas catedrales de lenguaje con historias minúsculas.

Lo que sí parece de sentido común, volviendo a Virginia Woolf, es establecer una relación directa entre ritmo y la acción dramática. Es decir, no parece un buen consejo acometer una descripción espacial que debiera trasmitir pasividad o estatismo con un ritmo rápido o frenético, de intervalo breve; como tampoco parece aconsejable iniciar una persecución policiaca a través de un ritmo moroso y de intervalo proustiano.

Para hacernos una idea mucho más concreta y visual de esta relación entre lo representado y el modo en que respira la representación, vamos a reflejar en una gráfica el modo en que los intervalos se disponen en el comienzo de la Las olas, de Virginia Woolf. Este texto es conocido precisamente por tener un ritmo de vaivén dual que emula el batir de las olas a través de la prosa. Recurriremos a la versión original publicada en 1931 por Hogarth Press al objeto de preservar intacta la musicalidad.

La gráfica representa el número de pausas —y por tanto de intervalos— por cada línea de texto. Una línea con un mayor número de caracteres generaría un mayor número de pausas, por supuesto, pero la gráfica mantendría su proporción que es lo que nos interesa en cuanto a la sonoridad del texto. Observamos en este comienzo que el número de pausas de la primera línea es de cuatro, mientras que en la segunda es de dos y en la tercera es de seis. Observamos, en definitiva, que el número de intervalos por línea fluctúa entre una y seis y se observa que en líneas anexas esta asimetría es muy marcada, lo que genera un ritmo corto-largo-corto-corto-largo de aspecto sinusoidal, con puntos bajos y altos, que está en la base de lo que Woolf llamaba «olas de pensamiento« y que caracteriza la prosa introspectiva de la autora inglesa.

Aún no se había levantado el sol. No se distinguía el mar del cielo, con la excepción de que el mar tenía unas tenues líneas como un paño con arrugas. Gradualmente, al blanquear el cielo, aparecía una línea oscura en el horizonte, y dividía mar y cielo, y se llenaba el paño gris de surcos de trazos gruesos en movimiento, uno tras otro, bajo la superficie, siguiéndose unos a otros, persiguiéndose unos a otros, perpetuamente. Al acercarse a la orilla, cada línea se elevaba, crecía, rompía y barría la arena con un leve velo de agua blanca. La ola hacía una pausa y volvía de nuevo, bostezando a la manera del que duerme cuyo aliento va y viene de forma inconsciente. (Trad. de Dámaso López)

Por supuesto esto es algo que transcurre de modo desapercibido y silencioso para la autora, pero que conecta directamente con el mecanismo creacional de su escritura, así como con el modo en que esta genera su significado. Si observamos, no solo el comienzo, sino el resto del pasaje, es fácil observar cómo la autora repite, de modo casi constante, ciertos modelos fónicos —muy corto-muy largo-corto-muy corto-muy largo— de modo casi periódico. En el ejemplo hemos recuadrado estas tendencias fónicas del texto, en el que vemos también como las líneas tres y catorce constituyen puntos de aceleración del texto, mientras las siete, nueve y trece constituyen, por el contrario, puntos de ralentización. Esta repetición de modelos fónicos, con variaciones propias, está muy presente en autores como Borges, Elena Garro y otros.

El lexicógrafo Henry Watson Fowler describía la narración rítmica en su Diccionario del inglés moderno como: «El discurso o la narración rítmicos son como las olas del mar, que avanzan alternando el ascenso y la caída, conectadas al tiempo que separadas, iguales pero distintas, sugeridoras de alguna ley demasiado compleja para ser analizada o formulada que controla la relación entre ola y ola, entre ola y mar, entre frase y frase, entre las frases y el discurso»14.

Frente a este modelo de prosa sonora, analizaremos por contraste los primeros párrafos del relato «El tren», del norteamericano Raymond Carver, caracterizado por la ausencia retórica y la precisión descriptiva.

Si lo comparamos con el ejemplo precedente, las pausas por línea en este caso fluctúan invariablemente entre dos y cuatro por línea y se distribuyen de modo uniforme estableciendo una tendencia general de tres intervalos por línea. La representación es casi una línea recta. Digamos que en este caso las estructuras oracionales se mantienen con ligeras variaciones, así como la amplitud de los intervalos, produciendo una narración cinematográfica en el que lo importante no es tanto la tonalidad formal de la prosa como la distancia entre lo que el autor representa y el lector interpreta.

La cantidad de efectos que a través de la prosa es casi infinito. Vimos el ejemplo del vaivén de Las olas, pero podemos marcar el movimiento mecánico de las acciones a través de un ritmo monocorde, tal y como logra Agota Kristof en su novela Ayer en la que la protagonista trabaja en una fábrica suiza de relojes y su vida es reflejada como una triste sucesión de rutinas:

Levantarse a las cinco de la mañana, caminar, correr en la calle para coger el autobús, cuarenta minutos de trayecto, la llegada al cuarto pueblo, entre los muros de la fábrica. Darse prisa para ponerse el guardapolvo gris, fichar zarandeándome ante el reloj, precipitarme hacia mi máquina, ponerla en marcha, taladrar el agujero, taladrar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día si es posible, porque de esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida.

El médico dice:

—Es la condición del obrero.15

También podemos plasmar la ausencia total de movimiento en una descripción de corte atmosférica mediante el uso de intervalo largo continuado, como ocurre, por ejemplo, en Una casa en el desierto, de Javier Fernández de Castro:

Las lejanas estribaciones de la sierra que surgen a su espalda hacen de pantalla a los frentes de nubes procedentes del mar y que tras chocar contra esa barrera montañosa se desvían hacia el este llevándose consigo la posibilidad de una lluvia que podría ser casi un milagro para esta tierra paupérrima y de aspecto lunar. Pese a las dificultades que por fuerza hubo de plantearles un medio tan hostil a la vida, los actuales propietarios tuvieron la precaución de plantar nada más instalarse una tupida arboleda que defendiese la casa y sus dependencias de los embates del cierzo y atemperase los efectos de las tormentas de polvo que con tanta frecuencia se desencadenan en esta parte del país. De aquellos árboles protectores quedan en pie bastantes ejemplares perfectamente robustos y saludables, aunque lo que predominan son las raquíticas siluetas de unas variedades que, encima de ser más débiles o menos aptas para medrar en un desierto, se han avisto afectadas por un mal que con toda evidencia acabará matando cualquier tipo de vida. Sin embargo, y en contra de lo que pueda parecer debido a semejante entorno, la casa misma ofrece un aspecto cuidado e incluso de las rejas del jardín y las contraventanas de las cuatro fachadas se diría que no hace mucho han sido repintadas de verde16.

Sin ánimo de pretender ser exhaustivos, o aburrir con esta concatenación de ejemplos, solo hemos pretendido arrojar algo de luz sobre ese inabarcable y fascinante recurso que es la partitura textual. En la esencia de eso que llamamos estilo propio siempre está esa respiración propia, inimitable, un eco distante e invisible al discurso pero tan apabullante como las propias palabras. Si hoy conocemos a Cortázar, o a Bernhard, o a Woolf, no lo es tanto por sus inolvidables historias y personajes, sino por el modo en que sus historias respiran y son articuladas a través del lenguaje.

1. Bell, Q. (1972). Virginia Woolf: una biografía. Barcelona. Lumen.
2. Woolf V. (1990). Congenial Spirits: The Selected letters of Virginia Woolf (compiladas por Joanne Trautmann Banks). Nueva York. Editorial Harcourt.
3. Österreichischer Rundfunk. Programa Todo en el fondo es una broma. Transcripción de una entrevista de Brigitte Hoffer el 12 de abril.
4. Ferre, R. (1976). Papeles de Pandora. Navaja Suiza. Madrid.
5. «El jazz es para mí una especie de presencia continua, incluso en lo que escribo. Mi trabajo de escritor se da de una manera en donde hay una especie de ritmo (…) una especie de latido, de swing, como dicen los hombres de jazz, que si no está en lo que yo hago, es una prueba de que no sirve y hay que tirarlo». Entrevista a Serrano Soler. A fondo.
6. Cortazar, J. (1963). Rayuela. Editorial RAE. Madrid.
7. Si bien la palabra jitanjáfora procede de una estrofa del poema «Leyenda» del escritor Mariano Brull: «Filiflama alabe cundre \ala olalúnea alífera \alveolea jitanjáfora \ liris salumba salífera».
8. Asturias, M.A. (1946). El señor Presidente Alianza Editorial. Madrid.
9. Gombrowicz, W. (1965). Cosmos. Seix Barral. Barcelona. Traducción Sergio Pitol.
10. Morrison, T. (1970). Ojos azules. Debolsillo. Barcelona. Traducción Jordi Gubern.
11. Dickens, Charles (1859). Historia de dos ciudades. Alba Editorial. Barcelona.
12. Cit. a través de Lucas, F.L. (1974). Style. The Harmony of Prose. Littlehampton Book Services.
13. Simpson, John y Weiner, Edmund. (1991). Compact Edition of the Oxford English Dictionary. Vol. II. Oxford University Press.
14. Fowler, Henry Watson (2009). Diccionario del inglés moderno. Oxford University Press.
15. Kristof A. (1995). Ayer. Libros del Asteroide. Madrid. Traducción de Ana Herrera.
16. Castro, J.F. (2020). Una casa en el desierto. Alfaguara. Madrid.