El caso del diseño de los libros sería un tema aparte. Mientras más antiguos, más sobrios. Con la llegada del siglo xx, los diseñadores comienzan a ensayar nuevas propuestas, por razones de mercado. Resulta interesantísimo ver la evolución de las cubiertas y contracubiertas, el diseño de las páginas interiores, la utilización del papel, del tipo de letra, las ediciones de lujo, las económicas, las diferentes colecciones de las editoriales españolas, norteamericanas, inglesas y argentinas, que son las que más abundan. Todo tiene un sentido, una razón de ser. Sólo ilustraré con unos ejemplos de pockets books de novelas que fueron llevadas al cine y otras cubiertas donde se juega con el afiche o con la figura de algún director de cine famoso:

The Third Man (El tercer hombre), de Graham Greene. La novela fue llevada al cine por Orson Welles, con Joseph Cotten y Alida Valli, que aparecen en la cubierta.

Las novelas de Conan Doyle, con sus famosos personajes, Sherlock Holmes y el doctor Watson en la cubierta.

Antologías de cuentos de detectives y asesinatos hechas por el maestro del suspense en el cine: Alfred Hitchcock. Debajo del espectacular título, Alfred Hitchcock’s Fear and Trembling, se lee: «Trece cuentos siniestros de autores extraordinarios tales como Ray Bradbury, John Buchan, John Collier y H. G. Wells».

A mi padre le gustaban mucho las novelas de detectives, las historias de ciencia ficción y de temas fantásticos. No le gustaba prestarlas porque, en muchas ocasiones, terminaba perdiéndolas. Entonces ideó un trampita: se las autodedicaba. Encontré muchísimos de estos libros con esas dedicatorias, totalmente delirantes, como la de The Eyes of Max Carrados, de Ernest Bramah: «A Eliseo, con la mayor consideración y admiración, del mejor de sus amigos, Eliseo. Habana, 9 de octubre de 1974 (como regalo de cumpleaños)». Sabemos muy bien, al menos yo lo sé muy bien, que el cumpleaños de mi padre era el 2 de julio…

 

ALGUNOS HALLAZGOS: POSTALES, CARTAS, LIBROS DE THOMAS MERTON, ETCÉTERA

Cuando comencé el trabajo del inventario de los libros nunca imaginé que se fuera a convertir en una labor tan emocionante y llena de sorpresas. Cada vez que tomaba un libro en mis manos, pensaba, «¿qué me encontraré?» pues no solo me tropezaba con los datos, digamos, esperados, de título, autor, editorial, etcétera, sino que los libros tenían, muchos de ellos, otras historias que contar. Era como si me adentrase en una extraña dimensión del tiempo, como si abriese una de esas puertecillas fantásticas, características de las narraciones de algunos de sus escritores preferidos, como H. G. Wells, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Julio Verne, y entrara en otro tiempo, en otra época, como sucede, por ejemplo, en The Lion, the Witch and the Wardrope, de C. S. Lewis, en donde una pequeña puerta de un ropero da entrada al maravilloso mundo de Narnia. Parecía como si los libros me quisieran hablar, contarme, «mira, este libro lo compró tu padre en Nueva York, durante su viaje de luna de miel en 1948».[2] En una ocasión, sacudiendo el polvo de uno de los tomos de su enciclopedia, The Book of History, cayó al suelo una postal, muy deteriorada por el paso del tiempo. Enseguida reconocí la letra de mi abuela Berta, su madre. La postal era de un balneario en Bad Nauheim, en Alemania. Estaba escrita en alemán y dirigida a su padre. Logré que una amiga me la tradujera y me di cuenta que el texto estaba escrito, obviamente, en clave. Dice mi abuela: «Querido Padre: Estamos todos bien pero no podemos dejar la casa aunque creemos que pronto se acabará el mal tiempo y podremos viajar. Luego te escribiremos con más detalles, Berta». La fecha era 8 de agosto de 1914, siete días después de comenzada la Primera Guerra Mundial. El «mal tiempo», evidentemente, era la guerra. Mi abuela, una jovencita de veintidós años que viajaba con unos tíos por Alemania, había quedado atrapada, prácticamente, bajo el fuego de los primeros cañonazos. Hasta ese día, yo desconocía que mi abuela supiera el alemán, idioma que nunca le escuché hablar. Aquella postal tenía, justamente, cien años.

De mi abuela encontré también los restos de una carta, sin duda, muy importante, que le escribió a mi madre. No entiendo por qué estaba rasgada, quizás mi abuela la escribió y, después, rompió, y mi padre se encontró sólo esos fragmentos. Parece haber sido una carta de despedida en la que mi abuela daba algunas indicaciones. En la postdata se puede leer: «Como los restos de Constante no han sido trasladados al osario, creo será mejor que me entierren provisionalmente en la bóveda de Eduardo…». Pero lo que más me emocionó de estos pedazos de carta es lo que se puede leer al dorso de esta página, y lamento muchísimo no haber encontrado la carta completa. Le escribe mi abuela a mi madre: «…y sobre todo, tu profunda y gran comprensión de sus problemas nerviosos. Desde que te casaste he rezado todas las noches al Señor por ti…». La carta se encontraba en un libro sobre las apariciones de la Virgen de Lourdes, We Saw Her, de B. G. Sandhurst, junto con una estampita de la Virgen.

Mi padre padecía de profundas depresiones que lo sumían en lo que él llamaba «el pozo negro de Calcuta». Sé que siendo aún novios decidió separarse de mamá, porque pensaba que no la haría feliz. Conservo cartas suyas a Fina y a Cintio, de ese periodo en que se fue a un cayo en la bahía de Santiago de Cuba, donde vivían unos primos suyos. Recuerdo también que mamá me contaba, con una sonrisa algo tristona, que todos sus amigos y toda su familia la culpaban a ella del autoexilio de papá, cuando aquella decisión había sido sólo de él. Y recuerdo también la inmensa paciencia que siempre tuvo durante esos periodos sombríos y la infinita ternura con la que le hablaba y le acariciaba la espalda mientras le decía, «no te desesperes, Eli, esto pasará, pronto pasará». Jamás se cansó de acompañarlo y consolarlo. Cuando mi padre murió, mamá, que era diabética, enfermó gravemente con una bronconeumonía, no quería comer, pienso que fue la tristeza lo que la enfermó. Un día, estando con ella en el hospital, le pedí que, por favor, hiciese un esfuerzo y que comiera algo. Abrió los ojos y me dijo: «Mi hija, tú no entiendes, durante cincuenta años mi vida fue un trazo perfecto. Y ese trazo se quebró». Afortunadamente, salió de esa crisis y estuvo conmigo muchos años más.

Mi padre era un hombre de profundas convicciones religiosas. En esos momentos de gran depresión y desesperación, recurría mucho a la lectura y a la oración (aunque, en crisis muy agudas, no podía ni leer). Uno de estos autores fue el monje trapense, escritor y poeta, Thomas Merton (1915-1968). Mucho me conmovió, al hacer el inventario, encontrar, dentro de las páginas de uno de los libros de Merton, Seeds of Contemplation, un marcador de tela con la oración a la Virgen, «el Ave María», justo en el capítulo titulado «Humility Against Despair». Quiero pensar que en las páginas de este libro encontró algún consuelo, pues sé que sufrió mucho en esos largos periodos de crisis nerviosa. Merton fue un autor leído por mi padre y por sus amigos, Octavio, Cintio y Fina, quienes sostuvieron correspondencia con él. Un libro suyo, The Strange Islands, está dedicado por Octavio Smith a papá: «Para Eliseo, porque nada hay mejor que empezar el año con los poemas del Padre Merton, en que la fe, la poesía y la bondad son una unidad amiga. Octavio. Habana, 1 de enero de 1963».

Encontré también, entre las páginas de sus libros, muchas postales. Hay una de la ascensión del Apolo 11, de Tepotzotlán y de la basílica de Lourdes (se encontraba en el Cántico de Bernadette, de Franz Werfel, libro que tenía en inglés y en español); marcadores, uno de ellos hecho por mí, con un mechón de mi pelo y una pequeña foto (dentro de Oliver Twist, de Charles Dickens, uno de sus escritores predilectos). Y algunas fichas de libros y autores pues, sin dudas, su secreto deseo era tener ordenada su biblioteca de forma científica.

A mi padre no le gustaba marcar los libros, siempre los trató con mucha delicadeza, los forraba y les ponía etiquetas con los datos, ya fuese a mano o a maquinita. Usaba marcadores, jamás dobló una página para señalar por donde se había quedado en la lectura y nunca dejó un libro abierto boca abajo, a no ser cuando se quedaba dormido y el libro reposaba, junto con él, sobre su pecho. En algunas antologías o compilaciones encontré un pequeñísimo check mark, a lápiz, en los índices, junto a los poemas o cuentos que más le habían gustado. Y yo siento, cuando los veo, como si mi padre me estuviese hablando, como si utilizara aquel ingenioso truco de los niños Hansel y Gretel, que dejaban migajas de pan para que pudiesen encontrarlos, en una extraña e interminable «conversación en la penumbra» con él. Afortunadamente, sus diminutas señales, aunque ya muy difusas, siguen ahí, indicándome el camino.

DEDICATORIAS DE FINA, CINTIO, LEZAMA, OCTAVIO SMITH, AGUSTÍN PI Y DE MIS PADRES

Las dedicatorias de sus amigos podrían agruparse en un texto aparte. Todos están presentes y me hablan: Octavio Smith, en Lejos de la casa marina: «A Eliseo y Bella, porque me han salvado mil veces de la ruina insidiosa de mi persona, con un abrazo, Octavio»; Agustín Pi, en Cuentos de hadas y otras narraciones:

Para Eliseo Diego, que antes y después, también y siempre, me ha acompañado en las inolvidables horas desdeñosas del tiempo y sus limitados rigores. Que su límpido talento no separe jamás de su persona esa su bondadosa hidalguía que tanto me conmueve, y sustenta —¡tan halagado!— en el remoto y casi inasible reino de su amistad, Agustín Pi.