POR GONZALO TORNÉ
Fotografía de James Joyce.

I.

La preocupación por la «forma» de un texto tiene algo de enigmático e impreciso. Sobre todo porque la palabra parece operar a distintos niveles y no siempre queda de buenas a primeras del todo claro a cuál nos referimos. Encontramos una forma de la frase, una forma del párrafo, una forma del capítulo y también una forma que afecta a la novela de la que nos ocupamos en su conjunto. Un equívoco parecido afecta a las consideraciones sobre el estilo, aunque por regla general lo resolvemos reservando la palabra para referirnos a una determinada elección de palabras en el plano de la frase.

Pero como nunca hay tranquilidad en la casa de la literatura contra la identificación del estilo con la disposición de las palabras en la frase protestaba de manera muy airada Gustave Flaubert, quien pasa por ser uno de los estilistas supremos del género, y al que esto de reducir el estilo a colocar palabras en la armadura sintáctica de la frase le sabía a poco.

La palabra justa, «escribir bien», encontrar la mejor manera de decir algo… para Flaubert el estilo desbordaba estas nociones familiares en dos sentidos: iba más allá de las «palabras» para incluir ideas, pensamiento, ritmo y emociones… y abarcaba la novela al completo. Flaubert explicaba su idea de «estilo» recurriendo a la imagen del «empalme»: una corriente eléctrica que lleva al lector desde el primer párrafo hasta el último montado sobre una electricidad, una intensidad coherente.

II.

Otro desafío que nos propone la forma es que por momentos parece algo así como la pregunta oculta a la vista de todos. Se podría acordar que la «forma» es lo que sujeta de una determinada manera el contenido. Pero el precio que debe pagar por sostenerlo es la invisibilidad. En la frase se dan fundidas «forma» y «contenido», y solo tras una operación intelectual (el resumen, la síntesis…) podemos exponer el contenido en bruto. Y todavía mucho más esquiva es la «forma» que nos obliga a dar rodeos siempre nuevos para contar lo que está articulando en cualquiera de los planos donde opera, da igual si le llamamos «estilo» o «forma».

Flaubert explicaba su idea de “estilo” recurriendo a la imagen del “empalme”: una corriente eléctrica que lleva al lector desde el primer párrafo hasta el último montado sobre una electricidad, una intensidad coherente

Probablemente sean estas complicaciones las que estimulen y den sentido al ejercicio de la crítica literaria. Desentrañar las claves específicas de un estilo, poner en limpio una forma. Pero esta utilidad de la crítica queda empañada por la imprecisión de las categorías que maneja, de las que ya se quejaba con su característica vehemencia lúdica Flaubert.

Aunque solo sea vigente mientras dure este artículo propongo dejar la palabra «estilo» (mal que le pese a Flaubert) para las cuestiones relativas a la elección y la disposición de las palabras en la frase (admitiendo, eso sí, su influencia sobre los párrafos y las páginas) y reservar la palabra «forma» para caracterizar la disposición general de la novela (aunque también podríamos hablar de «estructura»). Una preocupación relativamente reciente de los novelistas.

Inciso: se me ocurre que quedaría por referirnos a la «forma» que adoptan los capítulos (o por lo menos una medida, ¡es asunto endiablado!, entre el párrafo y el conjunto) y que podría resolverse con la palabra «técnica. La técnica podría entenderse como una caja de herramientas a disposición del novelista, desde las más manidas (la segunda persona, el estilo indirecto libre, el diálogo con acotaciones…) hasta las más originales. Desde el narrador-incompetente de Henry James a los ritornelli temáticos de Javier Marías, pasando por el uso malicioso de las notas a pie de página de Junot Díaz. En una república de las letras bien ordenada grandes honores esperarían a quién «descubriese» una técnica nueva y la dejase a disposición de la comunidad.

III.

Pero volvamos a la «forma» y al relativo desinterés que los novelistas mostraron por cultivarla durante su siglo de oro, el de su expansión y su triunfo, el XIX vamos, por decirlo sin tanto énfasis. La forma de las novelas decimonónicas viene condicionada por las exigencias del mercado: una sucesión de capítulos que iban publicándose por entregas a la manera de un serial, y que solo pasado un tiempo se reunían en un volumen o en varios. Encontramos excepciones (¡de qué no las encontramos! ¡son de lo más entrometidas!) pero en general podría decirse que la forma de la novela no era un problema artístico, no se deliberaba, venía impuesto por las condiciones de producción.

Fotografía de Virginia Woolf

Por los motivos que sean (y que dejamos a los estudiosos de la sociología y de la historia de la literatura, que bastante tenemos con lo nuestro) en las décadas que corren entre la primera y la segunda guerra mundial encontramos unas cuantas novelas donde la «forma» se ha convertido ya en una preocupación artística: para disponer el material, para ofrecer contrastes, para suscitar nuevas emociones en el lector.

El caso paradigmático podemos buscarlo en el Ulises de James Joyce, no solo por su voluntad de dominar cada capítulo con una técnica distinta, sino porque la manera como esos capítulos estructuran el conjunto conduce a la gran escena del reconocimiento de Bloom y Stephen. Después de vagabundear por el laberinto de Dublin el padre sin hijos y el hijo repudiado se funden en un abrazo. La forma del Ulises permite condicionar el espacio y conseguir la mayor intensidad emotiva de una escena que escrita, frase a frase, exactamente igual, nos hubiese impresionado menos.

Otro ejemplo menos prestigioso lo encontramos en El tiempo y los Conway de J. B. Priestley. Aunque se trata de una obra de teatro, la «forma» podría trasladarse sin mayores quebrantos a una novela. En una clásica estructura en tres actos, Priestley altera el orden cronológico del segundo y del tercero. Así tenemos una presentación de los personajes en su juventud, cuando sus personalidades y sus relaciones se están formando; después una mirada a su edad madura, desde la que pueden contemplar su vida como las cartas sobre la mesa de una partida ya jugada; y un tercer acto situado cronológicamente entre los dos anteriores donde todavía jóvenes (pero ya no tanto como en el primero) fantasean con las ilusiones de la vida que esperan llevar. Esta sencilla alteración del tiempo (apenas una permutación del orden cronológico) empapa de una nostalgia retrospectiva el último acto (la distancia de las ilusiones a los logros) imposible de conseguir por otros medios.

Aunque de la Inglaterra de aquel tiempo mi forma novelesca favorita sea Al faro. Virginia Woolf dispuso el texto en tres bloques. El primero y el tercero relatan con morosidad dos días de excursión familiar separados por la guerra. Toda la audacia constructiva recae sobre la segunda parte que recorre en un rápido travelling los años de la guerra fijándose no en las personas ni en las batallas ni en la economía ni en la socidad sino en el deterioro de la casa familiar. De manera casi mágica, gracias al cambio de velocidad y al inesperado movimiento del foco narrativo, comprendemos mejor que con una narración directa las pérdidas que han sufrido nuestros protagonistas.

No me resisto a dejar constancia de una de las formas novelísticas más incitantes y logradas que encontramos en la narrativa española reciente. Se trata de las instalaciones narrativas de Luis Magrinyà que articulan la fascinante Intrusos y huéspedes y también Habitación doble, donde el autor ensaya diversas variantes de esta forma. Se trata de dos textos sujetos bajo el mismo título y de extensión similar, separados por un hiato (que puede separar el espacio, el tiempo, los personajes, el tono e incluso el género literario), cuyo vínculo no está del todo claro en un primer momento, y que se vinculan por similitudes temáticas, que pese a la distancia terminan enriqueciéndose mutuamente.

IV.

La forma, en el sentido que le estamos dando, también contribuye a esconder lo que Orhan Pamuk ha llamado el «centro secreto» y que constituye uno de los mayores alicientes para leer novelas, al menos para mí. Quizás se trate de un arte de otra época, acostumbrados como estamos a escuchar y leer a los autores de promoción exponiendo con toda claridad cuales son los asuntos de los que tratan sus novelas (cada vez más discursivas y decididas a tomar partido), escoltados por un estamento crítico bien dispuesto a ser el eco de los propósitos explícitos, las contraportadas y las fajas.

Pero lo cierto es que como señala Pamuk muchas grandes novelas tienden a esconder bajo diversas capas y amagos narrativos sus intenciones: el verdadero tema que solo empiezan a soltar muy despacio, a veces después de que el lector haya atravesado cientos de páginas. ¿No es uno de los temas del Quijote la mutua transformación de las personas a través de las conversaciones y fantasías de años? ¿No va En busca del tiempo perdido de la reelaboración artística del material en bruto de la experiencia? ¿No es el tema de El mar, el mar la patología delirante (delictiva y casi carnívora) del enamoramiento? ¿No trata el cuarteto de Ali Smith también de la bondad reprimida bajo las malas decisiones políticas?

Pamuk recoge la idea de «centro secreto» de una novela de Naipaul, Finding the center, donde el autor abandona una tentativa de memorias por no encontrar el tema que actúe como aglutinador de los episodios dispersos. Naipaul, maestro y precursor de tantas cosas, también lo fue de preservar el enigma de qué asunto actuará finalmente como un imán para reordenar lo narrado en un sentido inesperado y más profundo (y si la palabra suena excesiva podemos recurrir a «coherente»).

V.

Dicen que un buen mago nunca revela sus trucos, y por si la advertencia no fuese suficiente siempre podríamos recurrir al pudor, al que jamás estaremos lo bastante agradecidos por librarnos de tantas situaciones embarazosas. Pero he sido convocado aquí en calidad de novelista, y lo cierto es que el asunto de la forma es uno de los que más me preocupan, o para ser preciso, es un aspecto de la novela que siempre se ocupa de mí. Aunque estoy interesado en mis personajes, en el asunto, las descripciones, los diálogos, las distintas técnicas y el «estilo» de la frase en el sentido que ponía de los nervios a Flaubert… lo cierto es que una y otra vez, en las cuatro novelas que he publicado, lo primero que se me ha ocurrido ha sido un vislumbre (no siempre preciso y nunca nítido) de su forma.

En las décadas que corren entre la primera y la segunda guerra mundial encontramos unas cuantas novelas donde la “forma” se ha convertido ya en una preocupación artística: para disponer el material, para ofrecer contrastes, para suscitar nuevas emociones en el lector

Cuando empece a escribir Hilos de sangre lo que me entusiasmaba era la idea de contrastar a dos narradores, en dos épocas de tiempo distintas, sometidas a una temperatura moral casi contradictoria, que obligase a leer una parte de la novela con la lógica de la contraria. Recuerdo que mucho antes de entender de qué iba y quién iba a protagonizarla se me ocurrió una novela que fuese un movimiento continuo, una fuga a toda velocidad sin capítulos ni líneas en blanco, que obligase a acompañar al lector a una mente perturbada, atractiva e intensa sin el agarradero de la complicidad de un narrador, sin respiraderos. No lo sabía pero estaba escribiendo Divorcio en el aire. Aunque llevé casi diez años a los personajes en la cabeza (y una silueta bien perfilada del argumento) solo cuando adapté la idea de Priestley de la alteración cronológica a mis propósitos el conjunto adoptó la gravedad imprescindible para que Años felices no naufragase.

Recuerdo todavía bien (luego se olvida) como de camino a Bilbao, mirando por la ventanilla entre una madeja de pensamientos un tanto informes se me ocurrió una novela que estuviese sostenida por una doble brujería: la de diálogo transformador interpretado por la memoria de otro tiempo. Pero esto todavía suena muy oscuro para mí.

VI.

Sea como sea, no puedo pensar en mis novelas ni en la de los otros sin la forma que estructura el conjunto. Paso por alto su ausencia sin mayores problemas cuando leo a Charles Dickens o a Honoré de Balzac, pero en las novelas de mi tiempo siento un vacío muy vivo, una suerte de dejación o pereza, no lo llevo bien, ¡no lo llevo nada bien!