«Yo siempre he defendido que muchas de las cosas que llamamos ideológicas son en realidad sólo humanas; que lo que creemos que tiene que ver con “el sistema” o con “el pensamiento dominante” en realidad es únicamente una consecuencia de nuestra miseria existencial»miro nunca a la cara a mis personajes»

Por Carmen de Eusebio

Foto de Miguel Lizana

Luisgé Martín (Madrid, 1962) es escritor, licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y MBA por el Instituto de Empresa. Desde 1990 ha publicado Los oscuros (cuentos, Alfaguara, 1990), La dulce ira (novela, Alfaguara, 1995), La muerte de Tazdio (novela, Alfaguara, 2000), El alma del erizo (cuentos, Alfaguara, 2002), Los amores confiados (novela, Alfaguara, 2005), Las manos cortadas (novela, Alfaguara, 2009), La mujer de sombra (novela, Anagrama, 2012), Donde el silencio (libro de viajes, Imagine, 2013), La misma ciudad (novela, Anagrama, 2013), Todos los crímenes se cometen por amor (cuentos, Salto de Página, 2013), Toda una vida (novela corta, La Pereza, 2014), La vida equivocada (novela, Anagrama, 2015) y El amor del revés (novela, Anagrama, 2016). Ha sido galardonado con el Premio Ramón Gómez de la Serna de Narrativa; el Antonio Machado y el Vargas Llosa de Relatos, y el Premio Llanes de Viajes.

El amor del revés es un libro escrito desde la sinceridad y la valentía donde abordas el descubrimiento de la sexualidad en la adolescencia. Esa sinceridad con la que abordas tu intimidad provoca, al menos en mí, la reacción de seguir explorando en el terreno psicológico. Quizás algunas preguntas que se vayan desprendiendo puedan estar al margen del origen de los problemas que viviste; no obstante, creo que el tema es de tal importancia que merecería la pena seguir reflexionando sobre él. La primera pregunta que me surge es cómo te has planteado la construcción del relato. ¿Es posible ser objetivo al hacer un relato confesional después del tiempo transcurrido?

Empezaríamos tropezándonos con uno de los asuntos más conflictivos de toda la teoría crítica: ¿qué es la objetividad? De hecho, parece que hay una contradicción de base entre la objetividad y la confesionalidad. Cuando uno hace un relato confesional sólo trata de abrir su conciencia, de poner en el centro de todo su propia vida, que es, por definición, un acto de subjetividad. Ahora bien, si dejamos al margen estas disquisiciones cuasi metafísicas habituales y vamos al grano del asunto, el propósito de El amor del revés era contar las cosas tal como pasaron y tal como yo las percibí. Se dice mucho que la memoria traiciona, pero yo creo que no es del todo cierto. Traiciona, pero traiciona poco. Una prueba: yo he usado un diario que llevé durante un año y medio, en 1983, y he usado cartas que escribí y que recibí en aquella época. Y lo que yo recordaba de mi vida de entonces, los hechos importantes e incluso algunos de los hechos menudos, era absolutamente fiel a lo que en realidad ocurrió, a lo que estaba escrito. Algunas cosas estaban desdibujadas ligeramente, otras las había olvidado, pero en nada de lo fundamental había habido traición de mi memoria. Por lo demás, yo creo que es justamente ahora, después del tiempo transcurrido, cuando es posible escribir este libro. La distancia, el desapego emocional, la extrañeza de todo aquello, es lo que me permite tratarme a mí mismo como si fuera un personaje literario.
El propio hecho de darle un sentido esférico a la vida, que por naturaleza nada en el puro caos y no tiene ningún orden, ya prueba que hay manipulación, que el autor está interviniendo para controlarlo todo, al fin y al cabo eso es siempre la literatura. Convierte (o pretende convertir) en trascendente lo ridículo. Sin embargo, lo objetivo está ahí. Los hecho pasaron, los pensamientos tuvieron lugar e incluso se escribieron, el amor se sintió y las noches en vela se padecieron. Se puede discutir de la naturaleza de Dios, pero no de la ley de la gravedad.

Entrelazando preguntas aparece la cuestión de saber realmente quiénes somos. Es un lugar común creer que no nos vemos, que vemos lo que nos hemos creado en el relato de nuestra historia. ¿Has pensado en ello al escribir el libro? ¿Cuánto crees que ha quedado de aquel muchacho?

Es, en efecto, una cuestión difícil, pero yo creo que está perfectamente respondida en una cita de François de la Rochefoucauld que aparece varias veces en el libro: «Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás, que al final nos disfrazamos para nosotros mis¬mos». Nuestra identidad la vamos construyendo de retales y de azares. La construimos oponiéndonos a algo o a alguien. La construimos entusiasmándonos con libros o con canciones. La construimos al lado de las personas que se han cruzado en nuestra vida. Y la construimos, también, fingiendo para los demás un personaje que en principio no somos nosotros pero que acabamos siendo nosotros. Los que fuimos gais en una época complicada teníamos que fingir más, pero en realidad todos tenemos que fingir en la adolescencia, todos impostamos nuestra vida. Y de esas imposturas acaba saliendo buena parte de lo que al final somos. Es un juego fascinante.
De aquel muchacho queda seguramente mucho, aunque yo tenga la impresión de que somos personas distintas. En varios momentos del libro digo que a partir de una determinada edad apenas cambiamos en lo esencial. Lo que yo acabé siendo en aquellos años lo seré ya para siempre, aunque ahora sea capaz de disimular algunas inseguridades y observe todo con más cinismo. El paso del tiempo va deslavando la superficie, pero siempre queda la tonalidad de la pintura original.

Una imagen de ti en la adolescencia que le queda al lector es la de una persona tímida, temerosa y puritana. ¿En qué medida escribir este libro te ha ayudado a ser otro?

En ninguna medida. Cuando yo escribo El amor del revés la transformación ya está hecha. La transformación que podía haberse hecho, limitada, como decíamos ahora. El libro me ha servido –y mucho– para librarme de la enemistad que yo tenía con aquel muchacho que fui, para aprender a quererle y para entender muchas de las cosas absurdas que hizo. Pero no para ser otro. Ya lo era. Insisto: creo que nadie cambia en lo sustancial a partir de los veinte años. Como mucho, aprende a disimular o a comportarse cerebralmente, pero no cambia. Por eso sigo siendo tímido, temeroso y supongo que puritano, aunque no sepa de qué manera. Me gusta la idea de la carne como máscara: me toco la cara y pienso qué parte de mis arrugas, de mi gestualidad, de mis deformaciones craneales son verdaderas y cuáles son falsas, resultado de mis esfuerzos por construir una identidad. Está claro que a esta edad es una pregunta casi cómica y que toda la carne es máscara, pero literariamente me parece una imagen sugestiva.

Cuando hablamos de la adolescencia, lo primero en lo que solemos pensar es en la búsqueda de la identidad, y la sexualidad es el primer enigma que se nos presenta. Tu homosexualidad la viviste como una enfermedad, ¿crees que las normas sociales de la época, que por otro lado era de muchos cambios y de liberalización cultural e ideológica, eran la única causa de que la percibieras así?

Sin duda. Yo, como cuento en el libro, no tuve ningún percance. Nadie me acosó, nadie me insultó, nadie se burló de mí. Pero encendías la tele y se contaban chistes de mariquitas, ibas al patio del colegio y se insultaba al grito de «maricón el último», y escuchabas las conversaciones familiares o el consultorio de Elena Francis y descubrías que la homosexualidad era algo extraño y perverso. No había modelos, no había personajes en los que uno pudiera mirarse. La Iglesia católica decía que era una aberración y que tenías ganado el Infierno. ¿Cómo era posible vivir eso con normalidad, a los catorce o a los quince años?
Pero dicho todo esto, no era exactamente la única razón. Hoy la situación es completamente diferente: hay igualdad legal, visibilidad generalizada y una tolerancia social absoluta, si creemos a las encuestas de opinión. Y sin embargo sigue habiendo chavales que lo pasan mal, que niegan su propia identidad y que viven todo esto con angustia. ¿Por qué? Porque en la adolescencia el que se sale de la norma es raro, y siempre lo será. El gay será siempre el diferente, y la diferencia, a esa edad, es siempre difícil de gestionar. Un chaval homosexual no vive en la actualidad con las mismas estructuras mentales con las que yo vivía: no tiene la misma oscuridad, no encuentra dificultades para encontrar a otros homosexuales con los que compartir un café o una cama pero sigue siendo un poco insecto, un poco extranjero, un poco anormal. Yo siempre he defendido que muchas de las cosas que llamamos ideológicas son en realidad sólo humanas; que lo que creemos que tiene que ver con «el sistema» o con «el pensamiento dominante» en realidad es únicamente una consecuencia de nuestra miseria existencial. Cambiaremos más o menos las ideologías, pero los instintos siguen siendo idénticos desde que tenemos testimonios escritos del hombre.

Volviendo sobre la extrañeza de sí mismo en la adolescencia, la incomunicación podría ser uno de los orígenes del problema al hacernos creer que somos diferentes, y esa falsa idea arrastrarnos a la inadaptación y a la culpa. No sé si la literatura positiva al respecto –Gide en Francia, Gil-Albert en España– te era conocida en esa época.

La incomunicación siempre está en la base de cualquier trastorno, sin duda. El silencio, el recocimiento de las sensaciones, la soledad. Pero la diferencia no es inventada, no es una imaginación. A mis amigos les gustaban las chicas, a mí me gustaban los chicos: la diferencia existía, no me la inventaba yo. A ellos les empujaban a llevar la vida que les gustaba; a mí me lo prohibían. La incomunicación crea monstruos, pero no necesariamente locura. Yo habría querido ser vulgar, «normal», igual a todos. Habría querido poder echarme una novia y olvidarme de la diferencia.
Respecto a eso que tú llamas literatura positiva, por otra parte, hay que andarse con alguna precaución. Yo no diría que Genet es literatura positiva. Tenía perfectamente asumida su sexualidad (aunque habría que hurgar psicoanalíticamente en ello), pero no me parece que sea el tipo de personaje ejemplar del que hablamos: fue el gran outsider, y desde luego no era eso a lo que yo aspiraba. Hay poca literatura positiva de la época, y en alguna de ella, que yo conocía, como la de Luis Antonio de Villena, encontraba más melancolía que consuelo, lo cual literariamente es bueno pero vitalmente ayuda poco.
Fui encontrando poco a poco referencias y espejos, pero, si repasamos la historia literaria y la historia del cine hasta hace un par de décadas, no hay positividad homosexual. Escribí un texto que se titulaba «La pantalla oscura» en el que contaba mis lecturas gais de aquellos años y sobre todo mis películas, y el balance es completamente desolador, en el sentido existencial: personajes solitarios, amargados, tristes, castigados, perseguidos… Para encontrar modelos positivos había que esforzarse.