POR JUAN MAURA
Pues según atestiguan sus crónicas, antes de nuestra llegada allí nunca oyeron hablar de nosotros a quienes ellos llaman los ultraequinocciales salvo una vez hace unos mil doscientos años que cierto navío naufragó en la isla de Utopía arrastrado allí por la tempestad.
TOMÁS MORO, Utopía (pp. 48-49)

 

Desde los inicios de la conquista de América aparece en la literatura de la época una figura prehispánica, un precursor «blanco y barbado», que llegó muchos años antes que Cortés a tierras americanas para nuevamente marcharse con la promesa de volver a aparecer en tiempos venideros. Esta historia/fábula podía haberse empleado, según algunos, en beneficio de la evangelización cristiana del llamado «Nuevo Mundo»; igualmente se empleó con fines políticos durante la independencia de México en su lucha contra España para justificar con ella la derrota de los mexicanos frente a Cortés, aduciendo que ya estaba profetizada desde tiempos antiguos (Hemingway y Hemingway, 2004 y 2000). Fray Diego Durán (1537-1588), en su Historia de las Indias de la Nueva España, lo pone en boca de Moctezuma contando cómo éste había proveído de joyas, piedras preciosas y plumajes a los españoles que estaban llegando a sus feudos porque tenía la sospecha de que podrían ser los que en otro tiempo señorearon su tierra:

Y deseo que sepas que quién es el señor principal de ellos, al cual quiero que le des todo lo que llevares y que sepas de raíz si es el que nuestros antepasados llamaron Topiltzin, y, por otro nombre, Quetzalcóatl, el cual dicen nuestras historias que se fue de esta tierra y dejó dicho que habían de volver a reinar en esta tierra, él o sus hijos, y a poseer el oro y plata y joyas que dejó encerradas en los montes y todas las demás riquezas que ahora poseemos (Durán, 1880, II.69, p. 5).

Varios de estos padres de la iglesia, al igual que algunos cronistas, resaltaron similitudes entre algunos ritos prehispánicos con sus homólogos judíos, griegos y cristianos, arguyendo que tanto alguna tribu perdida de Israel como santos, obispos cristianos o incluso el mismo Jesucristo ya habían plantado su semilla en tierras americanas. Además de la historia del diluvio, presente tanto en la Biblia como en varios textos sagrados prehispánicos, encontramos tradiciones equivalentes a las de la existencia de un primer hombre y una primera mujer –el equivalente a Adán y Eva–, el bautismo, la circuncisión, la comunión, la confesión, el paraíso, el diablo, el ayuno, la cruz, la mitra, el báculo, etcétera, que llevan a sugerir que dichas tradiciones no eran nuevas en las tierras americanas (Durán, 1880, II.6, pp. 80-86). De acuerdo con esta teoría, algunos han identificado al dios mexica Quetzalcóatl con figuras bíblicas, incluido el propio Jesucristo, quizá por la adopción de un sincretismo cristiano que pudiese facilitar las labores de catequesis con las culturas precolombinas.[1] Como escribe Jonsoo Lee (2008, p. 3):

A diferencia de los franciscanos, algunos frailes de otras órdenes religiosas como los dominicos, agustinos y jesuitas mantuvieron un enfoque difusionista más que milenial, argumentando que el Nuevo Mundo ya había sido predicado por santo Tomás, uno de los apóstoles a quienes Jesús envió a evangelizar el mundo. Estos frailes encontraron varias similitudes significativas entre las prácticas religiosas cristianas e indígenas, como el uso de la cruz, el ayuno y el autosacrificio. Con base en estas similitudes, argumentaron que el Nuevo Mundo ya había sido predicado, incluso antes de la conquista, por un misionero cristiano.[2]

Otro franciscano, fray Toribio de Benavente (1482-1569), recoge en su obra Historia de los indios de la Nueva España la misma información que el resto de sus homólogos franciscanos y jesuitas, pero detallando el número de días que duró la navegación a una tierra del Caribe (San Juan, La Española o Cuba) o a la Nueva España, que podría haber sido poblada por «generación de moros» y, según otros, por «los nietos de Noé»:

Aristóteles, en el libro De admirandis in natura, dice que en los tiempos antiguos los cartagineses navegaron por el estrecho de Hércules, que es nuestro estrecho de Gibraltar, hacia el Occidente, navegación de sesenta días, y que hallaban tierras amenas, deleitosas y muy fértiles. Y como se siguiese mucho aquella navegación, y allá se quedasen muchos hechos moradores, el senado cartaginense mandó, so pena de muerte, que ninguno navegase ni viniese la tal navegación, por temor que no se despoblase su ciudad. Estas tierras o islas pudieron ser las que están antes de San Juan, o la Española, o Cuba, o por ventura alguna parte de esta Nueva España (Benavente, 1914, epístola proemial XI).

Bernal Díaz del Castillo (1983, p. 163), en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, narra de forma muy sumaria el diálogo que mantuvieron Moctezuma y Cortés, y cómo el primero tenía noticia de la llegada de los españoles: «[Q]ue verdaderamente debe ser cierto que somos los que sus antecesores, muchos tiempos pasados, habían dicho que vendrían hombres de donde sale el sol a señorear estas tierras».

Por su parte, en la Historia de la conquista de Méjico, Antonio de Solís (1610-1686) nos cuenta, de una forma más prolija, el diálogo entre Moctezuma y Cortés cuando el primero visitó al segundo en sus aposentos:

Quiero que sepáis antes de hablarme que no se ignora entre nosotros, ni necesitamos de vuestra persuasión, para creer que el príncipe grande a quien obedecéis es descendiente de nuestro antiguo Quezalcoal, señor de las siete cuevas de los Navatlacas, y rey legítimo de las siete naciones que dieron principio al imperio mejicano. Por una profecía suya, que veneramos como verdad infalible, y por la tradición de los siglos que se conserva en nuestros anales, sabemos que salió de estas regiones a conquistar nuevas tierras hacia la parte del Oriente, y dejó prometido que andando el tiempo vendrían sus descendientes a moderar nuestras leyes, o poner en razón nuestro gobierno (Solís, 1970, III.11, pp. 182-183).

En el Perú, se atribuye al Inca Viracocha la profecía de que habría de llegar a sus tierras «gente nunca jamás vista» a conquistar su imperio, algo equivalente al Quetzalcóatl de los mexicas. Escribe Garcilaso (2006, V.38, p. 270) en sus Comentarios reales: «A este Inca Viracocha dan los suyos el origen del pronóstico que los reyes del Perú tuvieron que después que hubiese reinado cierto número de ellos había de ir a aquella tierra gente nunca jamás vista y les había de quitar la idolatría y el Imperio». Esta fue la razón por la que los incas dieron el nombre de Viracocha a los españoles, por haberse cumplido la profecía de su líder. Según el Inca Garcilaso (2006, V.22, p. 258), la estatua se asemejaba a las imágenes de los apóstoles, en particular a la de san Bartolomé, «porque le pintan con el demonio atado a sus pies, como estaba la figura del Inca Viracocha con su animal no conocido. Los españoles, habiendo visto este templo y la estatua de la forma que se ha dicho, han querido decir que pudo ser que el apóstol san Bartolomé llegase hasta el Perú a predicar a aquellos gentiles, y que en memoria suya hubiesen hecho los indios la estatua y el templo». En el capítulo 21 del libro VI de la Historia general del Perú, titulado «Del nombre Viracocha y por qué se lo dieron a españoles», escribe Garcilaso (1617, VI.21, p. 255):

Y porque el príncipe dijo que tenía barbas en la cara, a diferencia de los indios que generalmente son lampiños, y que traía el vestido hasta los pies, diferente hábito del que los indios traen, que no les llega más de hasta la rodilla, de aquí nació que llamaron Viracocha a los primeros españoles que entraron en el Perú, porque les vieron barbas y todo el cuerpo vestido.

Algo parecido ocurre con Bochica, también llamado Nemterequeteba o Xué, considerado el padre y héroe de la civilización de los chibchas o muiscas en Colombia. Los indios decían que el dicho Bochica había venido desde el Este, por los llanos que llaman continuados de Venezuela, y que les había enseñado a hilar algodón, a tejer mantas y, sobre todo, a construir cruces. En sus Noticias historiales de tierra firme en las Indias Occidentales, fray Pedro Simón (1891, noticia 4, cap. 3, p. 284), narrando su llegada al pueblo de Bosa, en el que murió un camello que traía consigo y cuyos huesos conservaron los indios, cuenta:

A que ayuda mucho una tradición certísima que tienen todos los de este reino, de haber venido a él, veinte edades, y cuentan en cada edad setenta años, u hombre no conocido de nadie, ya mayor en años y cargado de lanas, el cabello y barba hasta la cintura, cogida la cabellera con una cinta, de quien ellos tomaron el traer con otra cogidos los cabellos como los traen… Desde allí vino al pueblo de Bosa, donde se le murió un camello que traía.

Estas documentadas y potenciales llegadas de hombres blancos barbados desde tiempos remotos constituirían la protohistoria de lo que desde el comienzo de la conquista española de América se conoció como «la leyenda del Rey Blanco». Una leyenda que, en cierta manera, terminó siendo real.