Otra vez estamos ante un libro de extensión mediana, cuyas diversas partes son designadas en latín (egressio, proemio, exordio, cantus), denominaciones en las que yacen usos del Aquino y los helenos, de origen retórico. Estos signos clásicos sólo encerrarían un simple deseo expresivo del poeta que en esos momentos es Pérez Oramas, si no fuese porque, en el inicio de muchos textos, la indicación formal es transferida a los significados, al tono de la carne textual. Y así recibiremos la captatio benevolentiae, la narratio, la descriptio, la confirmatio, la rogatio, el hortus conclusus, el locus amoenus y hasta una ekphrasis: tanto como maneras de colocar cada fragmento (cada poema) en el conjunto; y en tanto maneras de colocarse ante ellos como si fuesen objetos, según comenzará a hacer, dentro del poeta, el crítico futuro, el teórico de asuntos pictóricos.

El título del libro —La gana breve— es un oxímoron: porque, en verdad, recoge una década de trabajo, porque conjuga mil deseos en un deseo, porque se prolonga en la escritura haciéndose, porque, naturalmente, no se trata de una gana sino de las ganas; porque el mundo no se interrumpe pero el deseo sí y aquí el mundo es su deseo; porque el libro rehúye ambos vocablos dentro de su transcurrir; porque desobedece al mandato de un título que generaliza para centrarse especialmente en dos poemas.

La insinuatio del exordio es, cómo dudarlo, método y sentido del libro, puesto que allí se condensan sus propósitos y temas.

Que escribiera

como la luz

ligero

[…]

que pudiera allí la muerte

respirar con brío.

 

Pero la palabra «gana» que surge cuatro veces en la totalidad del texto, y puede ser una «gana tierna» o una «cartografía de mis ganas», asume la condición de «breve» en el cantus central. Tal intención de marcarlo no pretende, al parecer, destacar este poema ni darle calidad o intensidad diferentes. De nuevo, son numerosos los versos y pasajes con percepciones y aceptaciones notables, que ahora extraemos de diversas páginas:

Si estuviera en mí volver a hacer el Paraíso; busco un inocente olvido, la comestible palidez del día; Yo me pregunto cómo era / a qué olía / nuestra pasión ingenua; Me gusta frecuentar / la ligera fuerza de las voces jóvenes: / nombres cortos, puntuales, deseables; Mi vida se hace con las cosas; Todo lo que aprendo se me olvida; La vida hueca / para que el aire pase; De las canciones queda una sombra; Se están perdiendo ahora / todos los suburbios de mi vida; la felicidad es un ruido vecino; cuerpo sin delta; Yo vengo del sur, de los bolsillos tibios / del planeta.

 

Hay en este segundo libro de Pérez Oramas algo que lo distingue del primero: el encuadre o recorte, la concentración de cada poema en sí mismo, como si al fotografiar, la cámara o el video hubiesen adoptado un sereno punto de vista. No hay aquí los hilos o hilachas imaginísticos que recorren el primer volumen. Y aunque sitios, seres, emotividades parezcan continuidades expresivas, como antes, cada texto se cierra suavemente. Esto que es evidente en la sección Egressio (el chico impaciente; aquel o aquella —¿Tata: Céleste Albaret?— que trae el agua, las noticias hogareñas), se disuelve en el resto del libro, sin que el procedimiento sea abandonado.

Y un detalle especial: la ekphrasis del libro ciñe una Arcadia (paraíso) que no corresponde a sentimientos y evocaciones personales: se trata de una mancha entre líneas, trazos de Cy Twombly, en los que «la gana tierna de canciones» perteneció a vísperas de muerte.

 

3

No volveremos a tener un libro de poesía de Pérez Oramas hasta 1999. Pero desde 1986 comienza a publicar en revistas de crítica y arte y en suplementos literarios latinoamericanos y europeos frecuentes artículos o textos que han servido como presentación en catálogos de exposiciones.

Esto arroja la aparición de tres libros suyos entre 1996 y 1998.

El primero de aquellos libros, La década impensable y otros escritos fechados, es para el autor un «librillo» o «cuaderno de bitácora» que reúne los «fragmentos de un viaje», en el cual está «estrenándose» en el oficio de la escritura. Aunque la edición resultó poco cuidada, nos trae la honda metamorfosis de un espíritu, que habla con pensamiento bífido (americano y europeo), que se acoge a una prosa lábil y creativa, que convierte al mundo en su hogar, percibe arte, política y economía como una misma savia que se transfunde.

Varias razones contribuyen a convertir este libro en un ensayo de primer orden. En principio porque está escrito por un hombre que acaba de alcanzar la edad de la plenitud y ese hombre es ya un venezolano de lo que hoy designamos como siglo xxi; también porque puede pensarse y pensar como habitante de dos continentes; asimismo porque puede hacerlo sin límites morales, con verdadera amplitud apasionada; porque lo hace simultáneamente desde la política y la cultura y, finalmente, porque con su texto da continuidad a una valiente tradición del ensayo venezolano y latinoamericano.

«Impensable» es aquí todo aquello que nuestras culturas han dejado de pensar, los conflictos no resueltos, las diferencias; los residuos de un mundo medieval oculto, las debilidades de la modernidad, la aceptación —por aquéllas— del tiempo pero excluyendo lo que pasa en el tiempo.

Organizado en efecto como ensayos y glosas —entre sus secciones: Cinco siglos después de la utopía, ¿Para qué sirve un intelectual?, (HIV-)— no podemos seguir aquí cada una de ellas, pero sí observar dos o tres de sus argumentaciones.

Y adelantar que en muchos párrafos hallaremos relámpagos aforísticos urticantes o de inestimable valor: «pocas veces la historia es motivo de alegría», «la banalidad indiferente del arte pop», «la responsabilidad del artista, a menudo agónica, consiste en defender su especificidad, su diferencia», «el absolutismo político conlleva, tarde o temprano, a la absoluta ingobernabilidad, esto es, a la inutilidad del poder», «Yo no creo que la historia se repita. Pero a menudo, como un profeta ciego, se detiene, insoportablemente, a tartamudear», etcétera.

En su comprensión de nuestra actualidad, Pérez Oramas desplaza el centro del poder hacia la economía, cualesquiera que sean las máscaras con las que esta se presente. Según él dos décadas antes de que termine el siglo xx en el mundo ya «toda la mitología belicista se ha puesto al servicio de la leyenda del empresario, nuevo héroe epocal». Con lo cual, la realidad se concentra en bolsas de valores, con sus códigos informáticos: un minimalismo, escenas a lo Bob Wilson o Pina Bausch.

Por lo que, tras la aparente muerte de las ideologías, se fortalece la del racionalismo acumulativo, verdadero instrumento de injusticia. Social y estética, puesto que con la ilusión empresarial también se impone una fe en el arte como elemento de mercadotecnia. «La autorregulación económica puede llegar a ser, como todos sabemos, una disimulación de la violencia», con su consecuencia inmediata: «Para funcionar eficazmente, la ilusión empresarial ha debido asimilar para su lógica a la figura del intelectual, con el objeto de neutralizarlo».

No dejará Pérez Oramas de envolver en este ensayo la situación política de Venezuela ocurrida en 1989, ni la irrupción del SIDA a partir de 1981, en la esfera universal, verdadera revelación de «la enfermedad de nuestros símbolos».

Por lo que bien puede seguir diciéndonos Pérez Oramas, «el gran reto ideológico de este tiempo sería entonces conciliar la ausencia de sistema con la producción de sentido».

Desde luego que el autor ha manejado sus visiones y proposiciones desde ciertas objetivaciones de la subjetividad: el mito, el historicismo, la utopía, la modernidad, el reinicio de todas nuestras búsquedas y realizaciones. Ejemplares son aquí las páginas dedicadas a la celebración en Sevilla de los quinientos años del descubrimiento de América: hecho que se inserta —como no puede ser de otra manera— en su análisis de lo que, nacional y universalmente, nos ocurre hoy. «Todas las formas del mimetismo irreflexivo, del injerto a contratiempo y en general del intelectualismo estético, político o económico se han ido filtrando a través de esta utopía modernista. La consecuencia fundamental de este modernismo a ultranza es un desconocimiento del tiempo, del específico tempo nuestro: el enunciado de una historia sin destinatario completo, de una historia sin sujetos; pura entelequia, ficción pura, realismo mágico».

En 1997 aparece Mirar furtivo, título de ambigua riqueza porque hasta en la más prolongada y apasionada mirada de pasión somos furtivos: algo nuestro se esconde, queda incompleto. Aunque miremos tan cerca y hondamente zonas del cuerpo amado, no habremos mirado todo lo que el deseo impone; será imprescindible volver a mirar; y así interminablemente. Fenómeno que, a mi parecer, sólo ocurre también con las obras de arte. De allí la rara presión que nos envuelve en los museos y galerías o ante una pieza que reposa en nuestra propia casa: el gustoso deber de mirarla. (No hay nada más obsceno que mirar una obra predilecta, en público, dentro de un museo).

Ese «mirar al sesgo», desde «donde no tenemos el hábito de mirar» es el acto que se practica en este libro: la consecuencia de haber mirado con todo el cuerpo, con toda nuestra historia personal. Mirando el arte como «una secreción de sentido», cambiante siempre, porque también las obras son furtivamente desconocidas. Y, como aclarará en el capítulo de La sombra detenida, estamos ante una práctica antiquísima y matricial que consiste en la «mirada lateral», en mirar al sesgo, aunque estemos de frente ante un cuadro o un cuerpo.

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