Reverón, desde el impresionismo tardío hasta la puesta en escena de un universo objetal, ejecuta las versiones plásticas de la modernidad, según Pérez Oramas, quien acepta: «fue a su manera frondosa un hermético y como tal dejó algunas verdades inscritas en la ultimidad solar de su pintura: manchas de paleta, pelos de mono, excrementos de animales que hacían densas sombras y jugos de frutas que daban un amarillo intenso […]». A lo cual añadiría yo, en objetos o pinturas, frotaciones de arcilla, semen, trazos con ramas y hojas. Nada extraño para un «hermético» o para la inmensa tradición que halla en el arte ciertas expresiones escatológicas, tanto en los secretos egipcios y latinos como en las rebeldías medievales y, desde luego, en el humor y la sátira (Rabelais, Swift). Y que alcanza su más brillante momento en la novela Domar a la divina garza del mexicano Sergio Pitol.

Pero debemos cerrar este acompañamiento a las secciones sinfónicas de Reveriana. Y para hacerlo puede ser oportuno recordar que, sin duda, ya en el museo imaginario de la cultura venezolana hay obras de Reverón que son paradigmáticas: La cueva, Cinco figuras, El playón (con sus variaciones), Rancho, Luz tras mi enramada, entre otras.

Pérez Oramas se asoma, sin embargo, a La maja criolla, en la cual, comprendida por él desde diversas resonancias detecta «una cúspide pictórica» y así lo explica. «La maja criolla es, pues, el retrato de la isla enunciativa reveroniana, “rancho” interior desde el cual se repite la diferencia de la pintura con la luz y al mismo tiempo “castillete” en el cual se escenifica la diferencia de Reverón, enmascarado, con el mundo exterior, que añora en las ventanas sobre una nube blanca, lejanísima, como un látigo de luz incontenible. En La maja criolla, Armando Reverón se dice a sí mismo como sombra contrastada de luces y como máscara. Y con haber logrado en esta obra una cima pictórica en la que todos los gestos son sombras y todas las sombras son rastros de la inscripción plástica, en la que todas las sombras son suplementos de la ausencia de luz y todos los rastros son recursos de una inscripción pictórica en la que nada resulta artificiosamente suplementario, no deja de ser este cuadro una escena preocupante, la inquietante escenografía de un sepulcro, de una tumba abierta con sus mujeres al borde, en la que yace el artista emblemáticamente figurado como un personaje irreconocible, impresentable».

Finalmente, un acorde que ha estado resonando en el libro desde el texto dedicado a Velázquez y Las meninas. Una anunciación. Ya en otro comentario a La maja criolla, el autor destacaba «la figura de un yacente que posa sobre su sexo un ramo de flores». Como parece, ese yacente es Reverón mismo en un autorretrato con «forma de túmulo», suerte de «ferétro pictórico». Y la pintura toda de Reverón «el deseo de hacer una pintura prodigiosa —como un sudario—».

Porque Pérez Oramas ha ido advirtiéndonos de cómo los últimos autorretratos del artista son sudarios en los que, al desnudar los soportes del arte, se abren «las cavernas vacías de la visión». Porque también su modernidad se nutre de una «autoconstitución traumática de sí mismo», en que las escenas —paisaje, origen de la pintura— contienen «la materia misma del arte como trauma». Y cuando el creador dejó atrás al Ávila y a la pintura habitual en su Caracas, asume para su conducta y su arte un «sentido apocalíptico».

Estamos ya en pleno centro del acorde o de la oración que, como un diluido soporte, navega en la actitud crítica y en muchas de las percepciones plásticas de nuestro crítico: «Habría que leer entonces —le sugiere hacia Reverón la Arcadia, el «primer paisaje de la pintura occidental firmado por Giorgione de Castelfranco y titulado La tempestad— aquella página del Génesis en la que la voz lejana habla. La voz lejana de Dios que la pintura, como el trueno, es incapaz de figurar y que sus silencios significan como un rayo lejanísimo».

Pero no son sólo los autorretratos últimos, también en el inicio, en la elección y construcción del castillete, para el crítico, Reverón elabora un modelo de aislamiento «en el sentido epifánico de espacio para la singularidad de un cuerpo».

No pretende nuestro autor que Reverón fuese consciente de estos pasos, pero se ve obligado a mencionar el «rostro de profeta», al retratarse (máscaras, cuadros) en su dramatis persona, sobre todo en la Máscara (autorretrato): desolladura, despojo, piel vencida, muestra de lo «que queda de la escena de un martirio».

Y, como las palabras de Pérez Oramas son insustituibles, veámoslo cerrar (y cerremos con él estas variaciones Reverianas citándolo: «¿Cómo no pensar que al hacer depender la presencia de Reverón entre nosotros de su propia y patológica impresentabilidad, sin pensar lo que ello significa como estructura de sentido y como estrategia de significación, no hacemos más que ver sin comprender la presencia de sus despojos desollados, la presencia mórbida de su sarcástica deformación? ¿Cómo no pensar que de esa forma se sustenta, entre nosotros, más allá de todo pensamiento crítico, una presencia del artista como sujeto deforme? ¿Cómo no ver en ello una condena irremediable, y dramática, de la enunciación a su aislamiento?

Reveriana: tramado musical, oda y réquiem, texto poemático en el que Pérez Oramas, escritor puro, se sumerge hasta convertir su inteligencia en materia y pigmento reveronianos; ensayo crítico de primer nivel que conjuga la epistemología, la genealogía, la antigua retórica y las poéticas plásticas (una imagen sobre otra) para revelarse a sí mismo, a la vez que rehace con su estudio el arte de Reverón, para presentir sus metamorfosis en la percepción futura.

 

4

¿Cuáles son los contornos objetivos de una personalidad poética? Sin duda los que establece su existencia misma: familia, topografía, educación, su biografía toda. Y, dentro de esto y sobre ello, la voz de los poetas en que el individuo va reconociéndose. Y ¿cómo acercarnos a esa atmósfera intangible? El modo más sencillo, que seguiremos aquí, estaría en releer los epígrafes marcados por un autor dentro de su obra.

Así, podemos distinguir, en el libro de Luis Pérez Oramas Salmos (y boleros) de la casa a clásicos como Arquíloco, Petrarca, Cavalcanti; a Góngora, Blake, Hölderlin; a Cavafy, Villaurrutia, Montejo. Y al trágico, irónico, Salustio González Rincones, cuya obra, rescatada por Jesús Sanoja Hernández, insufla desenfado, humor y versatilidad a la oleada de poetas que nos llega con «Tráfico» y «Guaire».

En La gana breve los elegidos son contemporáneos: Celan, Valente, Mario Luzi.

Para Gacelas y otros poemas (1999), el título nos acerca a Goethe y a Lorca. Pero en Luis este cántico de remoto origen persa, árabe, turco, que en esas culturas podía integrar la casida y alojar un elogio, piropos, separaciones, es manejado, como resulta habitual al autor, en versificaciones cuidadosas, pero de ritmos libres y con proximidad oral. Por momentos, en oblicuas alusiones a personas y lugares, sus textos parecen extraídos de nuestro tarén milenario. El conjunto, dividido en tres partes (Las cosas, Los paisajes, Las gacelas) se vincula abiertamente con dos «figuras» del libro anterior: una breve mención a Tatá y la ekphrasis sobre Twombly, que ahora se extiende hacia una cita mayor y múltiple con pintores de 1500 y 1600: Hans Leu, Joachim Patinir, Claude Lorrain, Nicolas Poussin. También hacia Waltercio Caldas.

Poemas de compleja gran belleza y nítida exposición se turnan con versos de perturbadoras verdades («Perder palabras; ¿Quién glosará nuestros pequeños tiempos?; Tú buscabas un cuerpo / para encontrar tu cuerpo; la lengua de la entrega en el olvido; Desconocíamos algo que no es / lo que no conocemos; el cubo perfecto del amor y la memoria; el silencio / sigiloso instrumento de altos filos») y el libro entero vuelve a dos soportes: la imagen de brazos amados y el ritornello de ascenso y caída, subida y bajada, lo lleno, lo vacío.

Será en un exquisito libro-miniatura: Gego. Anudamientos (2004), concebido por Álvaro Sotillo y con fotografías de Gabriela Fontanillas, donde Pérez Oramas nos colocará en el dulce dilema de creerle: «¿No consiste la poesía en colocar el centro de nuestros ojos en el ruido de la voz, en la música del canto, en la soledad sonora del sentido, en la palabra que es su propio centro y su destino y no, ya, un puente que se olvida cuando se ha llegado a otro sitio, cuando se ha tocado con ella la cosa que ella nombra?».

Treinta y tres poemas contiene Prisionero del aire (2008), cuya disposición y cuyo motivo central, al comparar el conjunto con los libros anteriores, desprende la impresión de la espontaneidad de aquellos (aunque no es así) ante esta elaborada sucesión. Se inicia y contiene algunas «gacelas», volvemos a encontrar otro poema «de las cosas», no hay pintores pero sí más formas pictóricas. El libro gira de manera central sobre tres de los sentidos: tacto, visión, gusto. También asoman temas con mayor énfasis que en los anteriores poemarios (los toros, los cuerpos); y una novedad: la sensibilidad hacia la vejez. Pero el poeta ahora se reconoce como «prisionero de la voz / que escuchas cuando duermes / como el eco de tu lengua / en otra lengua» y, sobre todo, «prisionero del aire […] en la urdimbre callada de los tiempos».

Con lo cual, como hemos dicho, estamos ante el núcleo del libro. Y cuyo azogue no debemos inmovilizar ni definir porque corresponde a una mezcla de emotividad y semen (inteligencia), de lo nunca posible y su entrega, de tiempo anulado, de vivir en otro, de nostalgia, deseo de repetición y milagro escrito. Tonalidades difíciles de hallar en algún otro poeta. Por lo menos la mitad de la obra contiene invocaciones, retrospecciones como estas:

[…] buscamos fútiles la escena

en la que no estuvimos nunca…

(La familia)

 

Y escuchas que te llaman

con la misma voz de siempre

desde una exacta distancia inalcanzable.

(Repetición y duelo)

 

¿Cómo los días de tu vida

que otros transitaron por ti…?

(Prisionero del aire)

 

Brillará tu voz

cuando me hables

en el sueño de los otros

que te velan

(Brillará tu voz)

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