La primera parte, «Problemata», reúne siete piezas ensayísticas, pero en el fondo son variaciones estructurales de carácter epistemológico. Se aborda allí lo inductivo, a partir de un texto de Karl Popper sobre la lógica del descubrimiento científico y la crítica a la inducción, la cual, como base de generalizaciones resulta débil. Si se utiliza a ésta en la estética, cuando percibimos y juzgamos obras antiguas o actuales, estamos en riesgo de equivocar la valoración. Y aún más si comprendemos que «la estética es pues un conocimiento explicativo que es incapaz de predecir sus propios fenómenos u objetos»; puesto que «el arte no existe más allá de la suma empírica de las obras que lo encarnan».

En esta elaboración sobre el arte y la inducción, el autor recorre una gama de posibilidades interpretativas: la intención, la producción, las condiciones para ello, los accidentes y funciones; y las preguntas que las suscitan y sus respuestas son inquietantes y hondas: «¿Cómo distinguir al arte de lo que todavía no es arte o de lo que ya ha dejado serlo?, ¿cómo reconocer la actualidad del sentido estético?».

La amplitud y complejidad del tema exige que las páginas del autor sean revisadas atentamente. En su cierre, apunta: «Como quiera que ello sea, una definición del arte —así como una definición universal de la forma artística— es tan imposible como inútil, salvo si decimos que la forma artística es la incesante deformación de las formas del arte sucediéndose en el tiempo. Mucho más interesante pues que definir la forma artística sería entonces la función artística: no tanto lo que es el arte, sino cuándo, y cómo sucede lo que llamamos arte».

No recuerdo un suspenso y una emoción parecidos a los que me produce la lectura del ensayo inmediato: Las hilanderas y el andamio. Es y seguirá siendo un salto mortal de Pérez Oramas como teórico y crítico, una profecía hacia el pasado y el futuro, un texto sin fin. Todo porque el autor compara y analiza el cuadro de Velázquez, Las hilanderas, desde la perspectiva de The Power Chord Cycle, una instalación del artista Christian Eckart. Y a la inversa.

(A estas alturas de mis notas, no deja de ser curioso que esa función artística que Pérez Ormas nos incita a comprender parezca por momentos un pensamiento estable —Platón, Plinio, Alberti, Gombrich, Panofsky, Walter Benjamin, Merleau-Ponty— y, sin embargo, siempre rehaciéndose: Thierry de Duve, William Rubin, Louis Marin, Leo Steinberg, Michael Fried, John Searle, Clement Greenberg, Jean Pierre Vernant, Hubert Damisch, Jonathan Brown, Anthony Blunt y otros. Me digo que la explicación está en su propia concepción: «Una certeza fenomenológica de la pintura puede, entonces, definirse como sigue: hay (siempre) un posible espectador. Todo proyecto —o todo intento— por hacer la economía del espectador, por negarlo en fin y hacer como si no hubiese nadie delante del cuadro, no puede ser más que un recurso de la ilusión artística, una forma extrema de mimesis cuya eficacia confirmaría, en todo caso, la antecedencia lógica, la primacía fenomenológica de esa figura «espectatoria» en la que la pintura adviene a las formas disímiles, impredecibles y anacrónicas de su transformación y su porvenir». Igual a como somos espectadores del pensamiento de Pérez Oramas).

Siete capítulos comprende «Problemata», hemos dicho, de marcada inclinación filosófica —aunque todo el libro posee esa tonalidad—. Y sus títulos nos orientan en tal dirección: el problema de la inducción, la epistemología analógica de la producción estética, un ensayo de genealogía inversa en historia del arte, teoría encarnativa de la representación, los orígenes de la pintura y el final de la pintura moderna. El último estudia «el sitio de las artes, artes del sitio» para mostrar cómo las creaciones visuales pueden moverse dentro de dos «linderos paradigmáticos»: la ubicuidad y su fidelidad a sitios específicos. Y arrostrar destinos como la ausencia de autoría, el traslado y la inexistencia. Este texto tendrá ecos y originales desarrollos en el magnífico de la Bienal de São Paulo. Y para el lector curioso no deja de ser interesante leer cómo Pérez Oramas narra la participación de Francisco de Miranda, a fines del siglo xviii, en la invención del «sitio» para las artes, absolutamente reconocible hoy, como lo es el museo (paradigma del traslado). Al final de este libro, el autor, maestro en reciprocidades conceptuales, recorre el tópico en relación con Venezuela («El museo nacional y la fractura de la idea de nación»).

Convirtiendo estos párrafos en una sombra de la escritura de Pérez Oramas, intentemos ahora atravesar esos capítulos deteniéndonos brevísimamente en algunas de sus proposiciones.

Por un lado, tendríamos la ensoñación sobre un origen de la pintura. Y allí —para Pérez Oramas— Alberti concibe graciosamente que ha surgido de la fábula de Narciso, quien se inclina sobre las aguas para abrazar(se) y hurtar la superficie de la fuente. También nuestro ensayista acude a Cennino Cennini, quien encuentra ese punto de partida en operaciones manuales realizadas por alguien para hallar lo que está tras lo natural, para fijarlo, y lograr que lo que no es, sea. «Que aquello que no es sea. He aquí probablemente el escandaloso origen de la pintura», acepta Pérez Oramas. Tópico que le servirá no sólo para explicar las audacias de lo minimalista y conceptualista posteriores, sino también un final de la modernidad y las alteraciones históricas derivadas de ese no ser que es: «El arte ha pasado así del esquematismo al naturalismo, del naturalismo al idealismo, del idealismo al naturalismo, del naturalismo al esquematismo, del esquematismo a la caricatura, de la caricatura al “trasracionalismo”, del “trasracionalismo” al nihilismo, del nihilismo al hiperrealismo, del hiperrealismo a la tira cómica, del dibujo animado al minimalismo, del minimalismo al historicismo y, poco importa la categoría, por lo general, en cada transformación, ficticia o real, la verdad (o su postulado) se metamorfoseó, acomodándose a las nuevas formas del arte”. Así, pensadores y artistas «se han empeñado en buscar un arte de la verdad, olvidando quizá la verdad intrínseca y discreta, es decir, fáctica y pragmática, del arte mismo».

La otra posibilidad de un origen puede ser detectada en la larga pelea (de implacable, elemental, absurda y cerrada lógica) contra la pintura —y la poesía— del libro x en República de Platón. En el artista surge un impulso fatal: imitar la realidad, que es ya imitación. Su finalidad es el (auto)engaño, por lo cual merece ser excluido del gobierno para el Estado. Hubiese bastado con que Glaucón, el interlocutor de Platón, le respondiese, como hace Pérez Oramas, que la pintura es un plano. Y así como el plano, la línea y el punto existen aquí, también en el topus uranus deben poseer su idea, más la de los pigmentos: materias versátiles (la versatilidad es lo dialéctico) de lo que es pintura. ¡Oh Kandinsky! (Estoy seguro de que Platón hubiese enloquecido por momentos ante la idea de una idea variante: que debe ser una idea).

Tal cosa, como también la imagen narcisística o el trazo de Cennini, ya nos aleja del carácter metafísico de la pintura y nos deja dentro de «regularidades estéticas», que traerán, a la modernidad, un cuestionamiento a la lógica de la representación y, desde luego, la crisis de la representación misma.

De tal manera que, hoy, para frecuentar las obras de arte, Pérez Oramas propone algunos criterios objetivos, como éstos: «He aquí, escuetas, las condiciones mínimas para llevar a cabo esa operación con cierta pertinencia: un conocimiento general de la historia y una frecuentación asidua de la historia del arte, una práctica suficiente de la especulación estética y un hábito cotidiano de las asociaciones estéticas, cierto conocimiento —y gusto— de la producción artística contemporánea. No se trata pues de un conocimiento científico o metafísico del arte, sino tan solo de la delimitación de un espacio en el que la percepción estimativa de las artes —con su consecuente deliberación crítica— sean posibles. La experiencia estética es pues una práctica estimativa, un conocimiento prudencial».

Por «producción artística contemporánea», desde luego, Pérez Oramas concibe lo que ha seguido a la modernidad; pero no olvidemos (Velázquez, Eckart) que basta un desliz del ojo o de los siglos para que en ella se revelen mecanismos, omisiones, formas materiales de cualquier tiempo que, in/visibles, se asedian mutuamente.

En el equipo argumental del autor, para complementar y sostener todo aquello, serán importantes las nociones de cierto imperativo moral que ha amenazado el arte, puesto que debe «enseñar más», y recibir, el arte, el asedio de lo invisible; junto a los extremos de opacidad y transparencia.

En cuanto al final de la pintura moderna, Pérez Oramas —síntesis del poeta y el crítico— acude a Plinio y su descripción del «gesto de Apeles». Donde aquél hallará principio y fin (¡oh! Eliot) del arte. Estas son sus palabras: «ese gesto —habría que recordarlo— consiste en haber poseído, a diferencia de otros pintores de su época, la capacidad de “saber retirar la mano del cuadro”, precepto memorable según el cual un exceso de diligencia en la realización suele ser nocivo. El gesto de Apeles es pues un no gesto, o si se quiere, un gesto de no pintar, aquel gesto por medio del cual se deja de pintar. Y ese gesto de interrupción (o de autosuspensión) es, desde entonces, uno de los gestos primeros de la pintura». O, como quizá vemos hoy, de su final.

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