POR JOSÉ BALZA

A Patricia Velasco

 

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El poeta Luis Pérez Oramas (Caracas, 1960) parece haber nacido para un recorrido excepcional: desde esta América nuestra, de honda y arriesgada frescura intelectual, hacia la Europa de rancia radiación mental, hasta la otra América, receptiva y fértil, concisa. Hizo estudios de Letras en Caracas, el doctorado francés en Historia y Teoría del Arte y hasta hace poco trabajó como asesor de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

En cada una de esas responsabilidades se inicia él o se continúa, como un atento y acucioso observador, que absorbe y nutre lo observado. Tal suma de experiencias geográficas, sociológicas, políticas, idiomáticas, económicas, literarias y estéticas fue sedimentando una percepción, una capacidad de comparación entre lo real y lo imaginario, una orientación dentro del mundo tan particular y profunda como quizá no la haya tenido un verdadero crítico en los últimos siglos.

En estos breves párrafos buscaremos reflejar el pensamiento crítico de Pérez Oramas sobre artes y acompañarlo en su vital proceso de escribir poesía. También, de manera incidental, intentaremos observar la convergencia de ambos.

A esta edad envidiable, la suya, Pérez Oramas se ha convertido en poeta de personalidad definida y en uno de nuestros críticos principales sobre lo visual y la plástica.

Porque Luis ha devenido en un estudioso del mundo clásico —Platón, Aristóteles, Filóstrato y Plinio—; un analista del pensamiento —Giordano Bruno, Montaigne, Pascal, Goethe—; un receptor excitable de las ideas contemporáneas —Ernst Gombrich, Erwin Panofsky, José Lezama Lima, Karl Popper, Maurice Merleau Ponty, José Bergamín, Hans Georg Gadamer, Emmanuel Lévinas, Pierre Aubenque, Louis Marin, Jacques Derrida, Hubert Damisch, Giorgio Agamben, Jean-Francois Lyotard, Michael Fried, Georges Didi-Huberman, etcétera—; de las pedagogías excéntricas —Fernand Deligny—. Y, sobre eso, ha elaborado una capacidad de asociación, de oposiciones y reconsideraciones que, enlazadas a las de los movimientos estéticos actuales, le permiten actuar y percibir con fuerza personal, es decir, como un atento teorizador.

 

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SALMOS (Y BOLEROS) DE LA CASA

Como una sonata, este libro está compuesto por tres movimientos: Pre/salmos, Salmos del cerro y Salmos de la casa. Y en ellos, los ritmos cambian anímicamente, con una constante formal: el bolero, que también posee diversos matices emotivos (o sonoros). Y la unidad del conjunto reposa en imágenes que se alternan para volver a sí mismas, porque sus rupturas residen en la indicación de lugares: la isla, el ande, la ciudad, el valle, el cerro, la casa.

Los epígrafes utilizados incluyen a poetas de sitios y siglos distintos y su resplandor lleva el conjunto hacia ámbitos de sensualidad metafísica (Blake, Montejo) y de sequedad, humor oscuro (Cavafy, Hölderlin). Por lo que el libro se levanta como un arco: «hemos iniciado el día; somos ofrecidos a la luz», que concluye así: «vuelvo a la casa; si el día ha terminado», arco cuyo transcurso recorremos con el deleite de una versificación natural y sorprendente pero que nos hinca con tonos emocionales diversos, sostenidos por el raro bajo continuo de la tristeza.

Las tres partes o los tres movimientos pueden constituir, en verdad, las estancias de un poema complejo, cuyos acentos son reiterados a cada tantas páginas: cuerpos, frutas, escaleras, ventanas, grama, cerro, monte, domingos, fiestas, ciudad, familia, primos, casa. Con ellos y sobre ellos se despliegan hermosos versos: «Ya no creo en todo, he aprendido a dividirme. […] leo mi futuro en otros cuerpos […] viviré en la tierra para siempre / aún después de la tierra. […] la salvación que tiene forma de la tierra. […] la vida no es bella / ni será. […] yo tenía la boca llena cuando hablaba solo». Versos que eliminan la edad de quien los anota o canta, sacando a éste del tiempo, hasta que dentro de las líneas surjan los nombres cotidianos de las cosas y los lugares: trinitarias, Caracas, «nuca de alga», Altamira, chaguaramo, urbanizaciones nuevas, el Hatillo, Altoprado, Escuque. Porque el arco de desplazamiento, para la voz que nos convoca, puede haber partido desde una «isla de cabelleras quemadas» para detenerse en la Caracas de un raro tiempo actual, y (¿ya allí?) tocar o invocar un punto andino: Escuque, Ureña.

Es tal errancia, sostenida en la insistencia de estar en una casa, lo que da espesor a sensaciones, deseos, secretos, intuiciones, vislumbres de seres, experiencias. Así el bolero total o la sonata nos conduce a presentir de otra manera «nuestra axila, los tiempos sin cuerpo, la razón ardiente, el sudor de mis primos, la dulce conciencia, la pequeña verdad, el tiempo del cerro, la vida como embuste». O dicho de otro modo: la vida de las casas, las llaves genitales, los salmos extraviados en la calle, los vientres planos. Todo lo cual bien podría ser condensado en esta cuarteta:

Me he revelado débil a la carne y al espíritu.

No sirvo para salvarme, no me hicieron de ese barro.

He olvidado el primer verbo

Y un dios se ha perdido en la palma de mis manos.

 

Retrato espiritual del poeta que es franco al mostrarse, sobre todo, porque al percibir cuanto lo rodea —sus padres, amigos y otros familiares— decide ser responsable de los pasos de todos: «Escribiré por ellos / la misma historia, / la misma inteligencia solitaria»; así como al juntar su juventud con el cuenco del hogar, reconocerá que «En esta casa la vida ha sido larga como el cielo», y es, será, la casa el centro magnético del bolero y los salmos.

Retrato que, sin embargo, carece de poseedor, puesto que la voz narrativa casi siempre vibra desde un indirecto nosotros, un plural que se atribuye gestos, acciones, sentimientos y que, por lo tanto, crea una rara tensión entre la intimidad de lo percibido y la participación de diversos, indefinibles sujetos actuantes en los hechos.

Sin duda, este volumen de Luis Pérez Oramas ha partido del libro bíblico de los Salmos, pero el modelo queda lejos, entre otras causas, por su brevedad y por la reducción a tres partes. También me atrevería a decir que en lugar de haber tenido a David y a Salomón como compañeros de ruta, nuestro joven poeta parece estar más próximo a Hemán o a Asaf («En vano he limpiado mi corazón y lavado mis manos en inocencia»), salmistas que imitan y desconfían al creer.

Los ciento cincuenta salmos bíblicos surgen, posiblemente, entre el 1450 y el 300 a. C. Sus temas recorren el temor, la ira, la tristeza, la confianza, el gozo, la compasión, la alabanza. Y los analistas han considerado que pueden tener carácter profético, didáctico, ritual, de gratitud, de lamentación y súplica. Como podemos notar en una lectura del poemario publicado por Pérez Oramas y mediante algunas frases aquí citadas, la salmodia del joven autor expande más su registro hacia la cotidianidad del espíritu y hacia la perplejidad de la carne («el pesado cuerpo que es mi alma»).

Tal vez porque en estos salmos el salmo se contempla, se devora a sí mismo: «[…] quién recibirá mis excrecencias como salmos. […] Voy a renunciar a mi lengua signada por los salmos […]».

Cuando en 1992 se publica en Caracas La gana breve, hace una década que Pérez Oramas vive en Francia. Creo que tres notables experiencias vitales y educativas moldean ahora la personalidad del autor: su tesis de grado en la universidad caraqueña sobre Muerte sin fin de José Gorostiza, los estudios clásicos acerca de la filosofía del lenguaje en el Instituto Maritain y, desde luego, la frotación cotidiana entre su español natal y el idioma francés.

Encontraremos esto último en cierto extrañamiento con que la voz poética del libro parece añorar y comparar atmósferas o lugares («un idioma es el universo traducido a ese idioma», confirma Ramos Sucre). Lo segundo en el mecanismo de la dispositio lírica para el orden general del libro y finalmente, más que como novedad temática derivada del vital treno de Gorostiza, una acentuación del contacto con la muerte, que ya Pérez Oramas intuía en su anterior poemario.

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