Hasta aquí, truncados, algunos, poquísimos, de los tantos elementos pensados por Pérez Oramas. Y pudiéramos abandonar esta sección de «Problemata», pero, como he indicado, no quiero hacerlo sin dar un vistazo al momento en que el crítico, en su ensayo de arqueología, alude a dos alienaciones históricas de la práctica pictórica: una literaria y otra arquitectónica. Sobre esta última ya lo hemos escuchado. Pero no deja de ser interesante presentir al poeta hallando dentro de la estructura de la retórica literaria (inventio, dispositio, elocutio y —añadiría yo pensando en minimalismos, instalaciones, arte de videos, etcétera— pronunciatio; hallando para esas partes, según él, las correspondientes en el arte visual: disegno, compositio, colorito. Por lo cual afirma: «Hay que decir, en cambio, que si el modelo explícito de la creación pictórica es desde el humanismo aquella poética retórica, la historia de la práctica real de la pintura supuso, en un primer tiempo, la necesidad de encontrar una solución que permitiera llevar a cabo una invención pictórica similar a la de la poesía y, en un segundo tiempo, una afirmación de la especificidad espacial de la pintura en contra, justamente, de ese mismo paradigma poético literario». (Faltan casi veinte años para que estos motivos sean centro de su inminencia de las poéticas).

No es el momento, no tendremos en estas páginas ese momento, pero, al advertir el incesante filo que delimita ambos territorios, acude la tentación de captar, en la prosa y en la poesía de Pérez Oramas, la unión y la separación de esos océanos. Hay párrafos suyos en que habla no sólo como crítico, sino como un pintor (detalle sobre la raspadura y el pentimento en el «gesto de Apeles», IV); hay versos suyos en que pintura y vibrante retórica antigua tocan la página, como si Apeles no hubiese levantado la mano (en La gana breve).

«Politeia» se cierra, y también el libro, con un fascinante texto sobre cine: La cocina de Jurassic Park: ensayo de conclusión. Orientado y en homenaje al ductor universitario de Pérez Oramas, Louis Marin, el capítulo atiende al film como a una «imagen sintética» de la «experimentación informática», cuyas raíces se hunden en lo imaginístico y lo mítico: Medusa, Perseo, las Gorgonas, Plinio, Apeles, Protógenes, Montaigne. Película de paisajes, evidencia de manera paradójica, para Luis, la ausencia de la pintura, que aquí se convierte en un «relato». Asunto caro al autor, vuelve con esta película a su Arcadia incesante, revelada en su doble naturaleza: el esplendor de una isla y «el terrorífico horror de una alteridad radical». (Me pregunto: ¿cómo podrá volver a ver este film quien haya leído el ensayo de Luis?).

Al relacionar el film con la excepcional novela La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, nos obliga a sentir a Venezuela dentro de uno de sus ciclos fatales, como ocurre en la actualidad. Porque el autor halla en el sentido moral de aquél, de su fábula, dos niveles: el del poder de la imagen y la fábula del poder político. Para sólo tocar éste, repitamos sus palabras: «cualquier deseo excesivo de control y dominio» desemboca en la injusticia de «regímenes políticos basados en modelos utópicos trashistóricos».

(En otro lugar, hemos dicho: A los veintitrés años, Bioy Casares comienza a escribir su novela La invención de Morel, que se publica en 1940, a los veintiséis del autor. Poco después, en El Universal de Caracas (19 de enero de 1941) se dice que «a los efectos de la narración, lo mismo habría podido ser la nacionalidad de nuestro héroe argentina o mexicana».

Como se sabe, ese protagonista —«se me acusa de un crimen, he sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi captura sea la profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática»­— huye desde Caracas y logra refugiarse en una isla desierta, donde, sin embargo, va descubriendo a gente que de manera rigurosa dice y hace las mismas cosas. Entre ellos está Faustine, una «inmensa mujer» que le fascina y de quien se enamora con delirio.

En efecto, la isla no posee nacionalidad definida, aunque el mar de Venezuela está salpicado por islas, como la legendaria Cubagua y la muy modernizada Margarita, y el protagonista —venezolano— repita estrofas del himno nacional, mencione la pintura de Tito Salas, decorador de la Casa de Bolívar, se refiera a la Roca Tarpeya, a Los Teques, La Guaira, al Panteón, a los túneles y la autopista, a La Pastora, los frailejones andinos, al casabe, a la fábrica de papel Maracay, y hasta recuerde a El Cojo Ilustrado y al Nuevo Diario.

Venezuela, como su patria, es mencionada tres veces; Caracas, cinco. Y la decisión del joven Bioy de concebirlo como un perseguido y hacerlo exilar desde esta ciudad, justo cuando en 1937 la reciente muerte del dictador venezolano debió ser noticia fresca en América, no puede ser ignorada: la cruel fama del tirano bien podía justificar un personaje que escapa para salvarse. Es cierto, entonces, para la Venezuela de aquel momento La invención de Morel en nada se relaciona con el criollismo de Gallegos, pero su vínculo es más profundo: es el de la injusticia, la persecución y la muerte, habituales procederes políticos de aquellas décadas y que, cíclicamente, parecen haber vuelto ahora a nuestro país).

Pero debemos acudir ahora a la espléndida parte ii del libro: «Reveriana».

 

REVERIANA

Ahora recorro la sección Reveriana del libro de Luis Pérez Oramas y compruebo que el nombre del artista ha ganado en popularidad, ya no está en un posible sótano, y en tergiversaciones. Su imagen transita Caracas con el metro, pero las autoridades actuales parecen querer destacar en ella únicamente su aspecto de pobreza, de descuido. No se lucen las obras de esplendor azul o dorado (más fáciles de percibir y para atraer a un público apresurado y desconocedor) o el rostro del joven aristócrata que se preparó para crearlas.

¿Reveriana?, me digo, ¿por qué ese sonido? Quizá por su resonancia francesa a la ensoñación, al delirio de Baudelaire; quizá porque el contenido constituye una alta meditación. También porque para entonces el muy joven Pérez Oramas estaba en París y porque la sección se despliega sinfónicamente en cuatro segmentos. Y porque sus escalas guardan una oración.

No tengo las fechas exactas en que el autor redacta las partes de Reveriana, pero, desde luego, para entonces la bibliografía sobre el pintor, iniciada por Alfredo Boulton y seguida luego por Guillermo Meneses, Juan Liscano y Juan Calzadilla ya habrá encontrado una amplia multiplicación.

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