Tras todo lo cual «como quien entra al cine», acude la seca vigilia de la muerte.

En la «Didascalia» de La dulce astilla (2015), el autor añade al final —¿cómo hubiese gustado a Marcus Cornelius Fronto?— algunas referencias a lugares, autores y momentos en relación a los cuales fueron escritos los poemas. Seguirlas conlleva una recompensa y un peligro —vislumbrar tras las puertas de la Arcadia un tanque de guerra pintado por Ian Hamilton Finlay; sal en los pies de Ulises, al rememorar a Svetlana Boym o fugaces partituras de Max Richter, y poetas (Padeletti, Cabral de Melo Neto, Gragera, etcétera) tras de poemas—, no hay duda, seguir las referencias proporciona la riqueza de una escalinata de resonancias físicas y psíquicas que el lector, si las atiende, no puede menos que agradecer.

El peligro, no para el autor, estribaría en que al obedecer tal proposición el lector cree que para tocar la riqueza y autonomía de los textos necesita de otro impulso que lo centre solo en la realidad matérica de los mismos, en su concentrada economía. Y no es así. Prefiero, entonces, leerlos mucho antes de acudir a las sugerencias que nos ofrece el autor fuera del cuerpo total de aquéllos.

Esta vez el libro no presenta subdivisiones señaladas, pero en verdad se modula en seis tonos, distintos y complementarios, aludidos con epígrafes. Los rasgos de la versificación son similares a los de obras anteriores y el conjunto bien puede ser concebido como un trabajo de síntesis. En principio por la plenitud de la edad en el poeta; manera de decirnos que debido a su exploración, absorción y reflección vital puede colocar sentimientos, pasiones y concepciones mentales en capas sucesivas de su reflexión; y ubicarlas o extraerlas de su propio pasado individual y colectivo porque intuye, calibra el presente de su arte y porque sabe presentir las proyecciones que todo aquello puede originar. El «vidente» rimbaudiano usurpa al hombre cotidiano cuya piel natural es frotada o convertida en transparencia por la desnudez esencial de carne y huesos. Y así nos entrega, por lo menos, seis poemas extremos de imantadas y diversas resonancias: Solo tiembla la verdad, Stamboul, La dulce astilla, El lugar del ángel, Pastor de pampas invisibles, Little Sparta.

No de otro modo puede sentirse cómo una angulación de sus otros libros, adquiere aquí presencia natural e insistente: la imagen de la sangre, próxima al pan o al caldo modesto del arroz (los cuerpos); la del lugar en la casa (casas erguidas, vuelta a la casa, las tres oscuras casas), el momentáneo «país de la alegría / el diálogo, el rumor, la luz, las horas» donde desemboca el mundo: «cuando el tejido artificioso de las alas / del mundo te traía / comercio de incesantes despedidas / comercio de llegadas y salidas». Un todo nuevo que acude a ecos de poemarios precedentes.

Porque si algo posee la poesía de Luis, quizá más allá de su fidelidad a los clásicos y a Gorostiza, es concreción. Su riqueza afirma en ello una clave mayor; todo en estos versos es táctil, practicable, próximo. No importa que se convierta en pensamiento, el contacto con la realidad salta desde cada línea y reclama o impone su consistencia. Y quizá en esto resida uno de los vínculos para la fluida vía que une, dentro de él, al crítico con el poeta. Tal cosa sería tema para un estudio especial. Aquí solo queremos indicar que, al leer su poesía, somos conducidos a una rara frontera entre lo visual y la abstracto, entre la percepción del artista crítico y del poeta puro. Él mismo se dice:

¿Qué parte del mundo

Puedes reconstruir

Con esta poca línea

Entre las pocas

Que no dicen?

 

¿La línea de Apeles y Protógenes (pictórica) o la del escritor Pérez Oramas (escrita)? Pero sin duda: una línea fugaz / su caricia de carbón (la línea): líneas donde otra línea es sombra (el lugar del ángel). Línea visible o invisible que origina el poeta mismo o que adviene a él desde imprecisables entornos.

En el último poema del libro anuncia o reconoce: «Te quedarás […] expuesto en las palabras que cubren tus palabras». Es su verdadera herencia «como la línea recta e invisible / incorpórea, inanimada / que yace en los meandros de la vida / hasta la muerte». Porque lo que han cubierto sus palabras (su escritura) es este libro, y los otros. Y en ellas encontramos al vidente, atravesando tiempos, lugares e imágenes y trayéndonos su percepción, vívida, corporal de amantes, manchas, formas, espinas de los cánones, del padre, del almuerzo desnudo, de una sierva —¿Tatá?—, de la noche de la radio / materna, de ciudades, de los dioses griegos, de ninfas y sátiros, de olivos y uvas, de la eucaristía.

El repertorio acústico y silencioso de una poesía aislada, personal.

 

5

Habíamos mencionado antes, respecto de la poesía de Luis Pérez Oramas, que La dulce astilla parecía envolver y renovar su trabajo anterior y traerlo hacia nuevos cauces. Esto se vuelve radical con su excepcional ensayo La inminencia de las poéticas (ensayo polifónico a tres y más voces, publicado en Caracas en el 2014, aunque tuvo ediciones en portugués e inglés en 2012 (Bienal es Babel), para la Bienal de São Paulo de ese año. Aquí todo es futuro, incluido el pasado mental del autor. Una trans-formación de la coherencia, si esto es posible.

Tal vez el autor no había escrito antes algo tan audaz, severo y, no obstante, pleno de temblor como estas páginas. Nociones intuidas, inventadas por él o recogidas de su frecuentación a sólidos pensadores, teóricos y críticos aparecen aquí lavadas, concisas, personalizadas y, sobre todo, presentadas como prospecciones. Estamos ante un manifiesto crítico sobre la sociedad actual, el comercio del arte, la impostura de bienales y premios, festivales y ferias, de curadores y falsos exégetas; manifiesto basado en una cultura filosófica de la visión, en la plenitud de un ojo que sabe ser analítico y sensible a las obras artísticas consagradas por la humanidad a través de los siglos y al trabajo oculto, de los márgenes, tapado por la parafernalia mediática. Un manifiesto que invita a desconfiar de la fama transitoria, de los acomodos financieros sobre las obras, de la conversión del mundo y los seres en una estricta igualdad, en una geografía estética idéntica para todos. Y a considerar que ese tópico, tan citado por el autor desde 1995, el sitio, el lugar del arte, adquiere condición material ineludible no sólo, como sabemos, en las obras de arte, sino también entre nosotros, en cada región del planeta. En nuestra América.

No podemos abarcar la extensión de sus conceptos y las implicaciones y argumentaciones de los mismos. Pero sí, como haremos en seguida, asomarnos a algunas de sus direcciones.

Su desarrollo parte de la concepción misma de bienal, que podemos generalizar como museo, concurso, edición electrónica, premio, grupo, colección virtual, academia o fiesta: situación cualquiera en que se celebre o exponga el trabajo estético. Por ello el autor transforma el vocablo en babel: porque sucede «hoy que el mundo se resiste, cada vez más, a ser objeto de reducciones» y se manifiesta «como una cacofonía indescifrable en su totalidad, a veces maravillosa; otras desesperante».

«Es imposible ser global», por lo tanto, ya que aunque estemos interconectados, somos también «más impensables», menos aptos para ser reducidos, controlados. En América, «nuestra última tragedia» sería, justo ahora, continuar imitando, cuando lo importante está en «aprender a ser locales, a estar situados: a reivindicar un lugar en el mundo, a pensar desde un lugar». Aunque «ser locales» no es «ser localistas. Al contrario: es la única posibilidad de construir una verdadera perspectiva internacional». Reconocer que estamos en nuestro lugar es ya saber que somos «diferentes».

En este «desafío babélico» el crítico, el curador y, desde luego, el artista deben comprender que entre las obras hay una voz vinculante. «No hay vínculo sin diferencia». Y, como hipótesis curatorial de sentido, en este terreno, «se trataría de recordar que no existe percepción significativa de una obra de arte sin que detrás resuene de alguna manera un texto, una voz, un discurso». U otra obra.

No me detengo aquí en las «dos enfermedades principales» de la cultura occidental —según Pérez Oramas en su discurso crítico—. Una de ellas es la edénica, infantil, que hace accesible y fija toda realidad, siempre. Y que permite la fe en el tabú; otra, «la simulación del foro global», con su banalización, su infinito y estéril parloteo. El «abuso de las artes del comentario» (en artistas, críticos, curadores) imposibilitan el diálogo, cuando «se trata de reconocer que la objetividad discursiva, el comentario, la alegoría —más que el símbolo— han vuelto a formar parte central de las prácticas artísticas».

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